Venezuela ha irrumpido con fuerza en la precampaña electoral española. Tanto el PP como el PSOE y, especialmente, Ciudadanos, han hablado a diario, siguiendo el rebufo de los medios de comunicación más conservadores que dedican portadas a denunciar la «dictadura» venezolana, la falta de libertades y la crisis y la miseria en que viven los ciudadanos víctimas del sistema «bolivariano». Particularmente duro fue el expresidente Felipe González cuando dijo que la dictadura venezolana es peor que la de Pinochet en Chile, afirmación que supone menospreciar a los cientos de miles de muertos y de torturados por el sanguinario dictador chileno. En la misma línea, Albert Rivera afirmó que la dictadura venezolana es peor que una dictadura convencional porque, en estas, al menos hay una cierta paz y orden, cosa que no ofrece la «tiranía» venezolana.

Los motivos políticos de esta campaña son evidentes: descalificar el modelo de Podemos, la opción política que más crece en las encuestas, ya que se sitúa como segunda fuerza política y amenaza, incluso, el primer lugar del PP en intención directa de voto. Hay, también, un motivo de tipo ideológico en la comparación del modelo que siguen algunos países latinoamericanos con el modelo español, el cual, dicen, visto el desastre de aquellos países, no tiene alternativa posible. La receta, por tanto, es de conformidad y de resignarse a pequeñas dosis de maquillaje de nuestro sistema económico dominado por las grandes corporaciones.

Pero, ¿qué hay de verdad en los clichés que nos muestran los países del Centro y del Sur de América que han instaurado sistemas socialistas? ¿Son dictaduras corruptas? ¿El pueblo sufre tanta miseria y analfabetismo como nos dicen? La respuesta no puede basarse en la comparación con los estándares de la Unión Europea e ignorar de dónde vienen muchos países latinoamericanos, ni la evolución económica y social que han tenido bajo los regímenes que se pretenden desacreditar. Y, sobre todo, no se pueden ignorar las secuelas que, en la mayor parte de Latinoamérica, dejó la Escuela de Chicago, siguiendo la doctrina de Milton Friedmann, impuesta a sangre y fuego. Resulta especialmente triste como, desde una determinada izquierda, no se valora el intervencionismo de Estados Unidos y de los instrumentos del imperialismo económico, como el Fondo Monetario Internacional, en aquella región. Entre muchísimos documentos que detallan el horror y la miseria provocada por el fanatismo neoliberal, recomendaría la lectura de «La doctrina del shock» de Naomi Klein, que detalla cómo los seguidores de Friedmann han impuesto su doctrina en buena parte del mundo, siempre empleando métodos violentos y antidemocráticos.

El sistema consiste en provocar el caos y en instaurar feroces dictaduras, para luego privatizar todo aquello que puede ser mínimamente rentable. El resultado siempre es el mismo: crecimiento de las desigualdades sociales, desmantelamiento de los servicios públicos y endeudamiento del país. Sólo esto explica porque los regímenes llamados bolivarianos nacionalizan las grandes empresas explotadoras de los recursos naturales de aquellos países. Lo que es tachado de comunismo no es más que la recuperación de unos recursos naturales que fueron expoliados por la fuerza y ​​concedidos a grandes corporaciones a un precio ridículo. Sin embargo, no debe ser nada fácil reinstaurar democracias en unos países con una gran dosis de analfabetismo, medios de comunicación privados en manos de las oligarquías y el hostigamiento exterior de quienes, de ninguna manera, pueden consentir que triunfen modelos alternativos al llamado libre mercado, que de libre no tiene casi nada, ya que no es más que una conspiración para favorecer a los grandes oligopolios.

Precisamente, hace unas semanas, el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, alertaba del golpe de estado encubierto que se está practicando en Brasil y de las maniobras desestabilizadoras en los países que intentan escapar del yugo del neoliberalismo. De hecho, el gobierno provisional de Michel Temer en Brasil, tras la suspensión de Dilma Rousseff, la primera semana ya presentó iniciativas para suavizar la definición de esclavitud, para reducir la demarcación de tierras indígenas, para recortar los programas de construcción de viviendas y para vender los activos del Estado en aeropuertos, servicios públicos y correos. Y ya se está hablando de reducir el gasto en sanidad y del programa contra la pobreza.

Y es que, a pesar de todos los obstáculos, en los regímenes «bolivarianos» la pobreza ha caído vertiginosamente, a la vez que han aumentado la escolarización, la cobertura sanitaria, las pensiones y la atención social, mientras que las alternativas neoliberales son las de siempre: privatizaciones, desigualdad, recortes sociales y pobreza.