La comprensión que todo Occidente ha tenido siempre hacia a las incalificables barbaries perpetradas en Hiroshima y Nagasaki revela a las claras la gran farsa en la que vivimos. Y la rápida calificación de antiestadounidense contra quienes la cuestionamos me parece tan solo un recurso fácil por parte de aquellos que, desde nuestro bando, el de “los buenos”, se dedican a denunciar casi exclusivamente los crímenes de “los malos”. Como afirma Noam Chomsky: “La fama, la fortuna y el respeto esperan a todo aquel que se encargue de denunciar los crímenes de los enemigos oficiales; pero quienes aborden la labor infinitamente más importante de poner a sus propias sociedades frente a un espejo no pueden esperar el mismo trato”. Además de sus conocidos análisis sobre el control de la información y sobre la fabricación de consensos en torno a las cuestiones que realmente importan al Imperio (análisis conjuntos con Edward S. Herman en el caso del libro Los guardianes de la libertad), podrían citarse análisis parecidos de otros muchos autores. A título de ejemplo me referiría a las investigaciones de David Edwards y David Cromwell, autores del libro Los guardianes del poder. El mito de la prensa progresista.

Sobre esta obra, Noam Chomsky escribió: “El análisis crítico de los medios de comunicación, para completar sus cruciales vacíos y corregir la distorsión que crean, jamás ha sido tan importante. Este trabajo ha logrado convertirse en un gran servicio público al abordar esta tarea con energía, lucidez y esmero”. Los autores del libro recogen en él gran cantidad de entrevistas y correspondencia mantenida con multitud de profesionales de los medios, en las que queda en evidencia su distorsionada información sobre Irak, Afganistán, Kosovo, Haití, Timor Oriental o Centroamérica. Como se puede leer en la cubierta trasera, “Sus sorprendentes y a menudo indignantes respuestas revelan arrogancia, una inmensa falta de responsabilidad y un desmedido servilismo para con el poder”.

Por otra parte, los análisis que solemos hacer las gentes de la no violencia tienen un enfoque eminentemente práctico. Tiene que ver con el presente y con la búsqueda de soluciones reales en un mundo en el que es determinante la pretensión estadounidense de hegemonía mundial. No nos dedicamos a elaborar sesudos estudios históricos ni a denunciar crímenes pasados. Es todo lo contrario de lo que hace Mario Vargas Llosa en su libro sobre el Congo Belga titulado El sueño del celta: se dedica a denunciar los grandes crímenes de los europeos en el lejano pasado (en la época de Leopoldo II). Sin embargo, la magnitud de los recientes crímenes perpetrados allí mismo por los extremistas himas-tutsis de Ruanda, Uganda y Burundi es comparable a la de aquellos otros.  Y los padrinos de estos asesinos de masas no son otros que los propios compañeros de Mario Vargas Llosa, miembros como él mismo del Club Bilderberg y la Comisión Trilateral.

Aunque para hacer sobre la situación actual del Congo el tipo de análisis que hizo en El País Semanal el domingo 11 de enero de 2009, vale más que siga haciendo novela histórica. Tal análisis, realizado con motivo de su viaje a aquel país junto a Médicos sin Fronteras, no es otra cosa que un engaño creador de la suficiente confusión como para desmotivar y desmovilizar frente a estos grandes crímenes a cualquier persona sensible. Un engaño que pretende que confundamos los síntomas (como las violaciones sistemáticas) con las causas; que confundamos el caos generalizado existente en el Congo tras las repetidas agresiones por él sufridas con el plan de su expolio sistemático a través de Ruanda y Uganda, plan que es el que ha provocado dichas agresiones y dicho caos.

Durante el genocidio ruandés de 1994 denuncié con todas mis fuerzas la masacre de miembros de la etnia tutsi. El problema es que muchos pretendían que durante las masacres posteriores de hutus, masacres mucho mayores que las sufridas por los tutsis, continuásemos denunciando a las víctimas y no a los verdugos. El no hacerlo así nos dio muchos problemas, pero a héroes como el arzobispo de Bukavu, el jesuita monseñor Christophe Munzihirwa, les costó la vida. Sin embargo, el silenciamiento de voces como la suya no silencia la verdad: incluso durante el llamado genocidio de los tutsis, el número de víctimas hutus fue seguramente mayor que el de tutsis, como demostraron los investigadores estadounidenses Christian Davenport y Allan C. Stam.

No soy antiestadounidense, pero a lo largo de mi vida ya he visto demasiadas farsas parecidas a esta (todas ellas facetas de una única y descomunal farsa) como para seguir tragando tanta porquería extremadamente tóxica. Aunque Estados Unidos es mucho más que esta élite perversa y criminal. En mi viaje a New York en 1999, al que me referí en la segunda parte de este artículo, me encontré con personas tan lúcidas y valiosas como Ramsey Clark, attorney general (ministro de Justicia) durante la presidencia de Lyndon B. Johnson y artífice de la Ley de Derechos Civiles de los negros. Ya entonces nos alertó sobre el hecho de que las grandes ONG anglosajonas para los derechos humanos eran financiadas para colaborar en proyectos como el del control del Congo. Cuestión esta de una tal gravedad que no puede ser tratada tan solo de pasada.

Entonces, ¿qué queda en pie? -me cuestionan a veces algunos amigos-. Nos queda lo que es esencial. Lo esencial según los evangelios, la no violencia o la teología de la liberación: nos quedan las víctimas. Y en ellas, el Dios omnipotente que se nos manifiesta en una total indefensión, suplicando nuestra entrega y protección. Siempre me ha impresionado que en el día 6 de agosto coincidan tanto aquel terrible atentado terrorista nuclear que arrasó Hiroshima y marcó un punto de inflexión en la historia como la fiesta litúrgica que conmemora otro acontecimiento, totalmente opuesto a aquel pero tan real como la explosión de la Little Boy sobre el cielo de Hiroshima: la Transfiguración de Jesús.

Se trata de un acontecimiento de la tradición cristiana pero que evoca aquel otro que en la tradición zen (una tradición del mismo Japón que sufrió la explosión de tan terrible artefacto) es llamado quensho desde hace un milenio y medio (desde la llegada del patriarca budista Bodhidharma). Es, según los maestros zen, la experiencia de la naturaleza o energía esencial. Una energía que, manipulada de modo irreverente, se resiste a toda nuestra tecnología (como la misteriosa piedra que, en la genial película de Stanley Kubrick 2001: una odisea del espacio, aparece en los momentos claves de la evolución de la especie humana) y que incluso puede conducirnos a la total destrucción nuclear. Una energía que, por el contrario, si la reconocemos y nos abrimos a ella con reverencia, puede llevarnos a la experiencia de la luz inefable.

El hecho es que desde el 6 de agosto de 1945 se está llevando a cabo una tremenda guerra global por la hegemonía mundial. Hegemonía que debe ser conseguida mediante el control de los recursos y la riqueza del planeta, mediante una financiarización sin base alguna en esa misma riqueza real pero que proporciona una enorme liquidez a una reducida élite, o mediante las catastróficas decisiones que un “Estado profundo” toma por todos nosotros. Y, mientras tanto, a la ciudadanía se la tiene bien entretenida. Incluso a aquellos que pretendemos ocuparnos de algo que vaya más allá del futbol y las olimpiadas, se nos entretiene con cuestiones tan “decisivas” como son la pasividad de Mariano Rajoy, la desaparición de la escena pública por parte de Pedro Sánchez o el descaro con el que Albert Rivera acabará haciendo posible el nuevo gobierno de un PP enfangado hasta el cuello en la corrupción. Sí, Albert Rivera, aquel que, siguiendo de buen grado las directrices de quienes controlan la gran corrupción económica y financiera que domina Occidente, venía a poner fin a la corrupción política.