Existen genios. Siempre los hubo y siempre los habrá. En todos los ámbitos. Y esos genios sufrieron, con frecuencia durante largos periodos, una gran incomprensión por parte de los “sabios y entendidos” de siempre y una gran soledad en medio de una sociedad mediocre. Algunos de ellos no llegaron a disfrutar en vida ni de reconocimiento alguno ni tan solo de una justa reparación de los agravios sufridos. Quizá la más clara evidencia de la existencia de estos genios la encontremos en el ámbito de la ciencia. Aunque también podría ser emblemático, en el ámbito del arte, el caso de Vincent van Gogh, que murió en la miseria sin llegar a vender más que uno de sus cuadros. Cuadros que actualmente alcanzan, con toda justificación, desorbitadas cotizaciones en las subastas. 

La incomprensión, resultado de tanta inercia y chatura mental y social, fue siempre la compañera de viaje de estos genios. Pero la humanidad siempre acaba marchando tras ellos. Son sus grandes intuiciones las que cambian la historia. Aquel “Eppur si muove” de Galileo Galilei frente a una casta de soberbios mediocres sigue resonando y atravesando los siglos. Los datos sistemáticos e incontestables que puso de relieve Charles Darwin siguen ahí, incuestionables. La genial respuesta de Albert Einstein a la persona que le comentó que acababa de publicarse un libro titulado Cien autores en contra de Einstein sigue siendo insuperable: “¿Por qué cien? Si estuviera equivocado, bastaría con uno solo”.

¿Existen también genios en el ámbito espiritual? Por supuesto que sí, aunque para mucha gente lo espiritual sea tan inaprensible que ni tan solo lo consideren real. Para otros, como el mismo Albert Einstein, ese ámbito espiritual es por el contrario el origen mismo de las más valiosas intuiciones científicas. Por ese motivo fue capaz de proclamar pública y reiteradamente su admiración por mahatma Gandhi, un gran maestro espiritual que encarnó incluso en el ámbito político su búsqueda de la verdad y su lucha no violenta por la justicia y la paz. Un día en el que lo trataban de sabio, Albert Einstein afirmó: “Solo existe un sabio en nuestro siglo: es Gandhi”.

En un ámbito más local, este ninguneo o incluso negación de la espiritualidad la observo también con frecuencia en torno a la figura del mallorquín más universal de la historia, Ramón Llull. Es como si se pasase de largo frente al hecho de que fue fundamentalmente un místico. Es como si incomodase el hecho de que toda su sorprendente inspiración, su gran sabiduría y el enorme bagaje cultural que llegó a acumular hayan nacido de una profunda experiencia espiritual desencadenada a partir de sus cinco visiones de Jesucristo. Es como si el núcleo mismo de su vida fuese convertido en un extraño, accesorio e incluso descartable epifenómeno colateral.

Para mí, la más genial intuición de la historia humana es esta: en su momento se hará justicia y se sabrá la verdad. Es una intuición absolutamente compatible con los últimos avances de la física y de las demás ciencias. Se trata, en mi opinión, de la intuición religiosa fundamental, incluso más allá de la forma teísta de determinadas religiones. Es decir, más allá incluso de la utilización de categorías personales para referirse al Misterio que las grandes religiones teístas llaman Dios. Si al final no triunfasen la justicia y la verdad, la vida carecería de sentido. Es una certera corazonada: sin justicia ni verdad nada tiene sentido. Una corazonada que no pueden doblegar los valiosos pero no incuestionables análisis de los últimos maestros de la sospecha: Sigmund Freud, Karl Marx, Fiedrich Nietzsche…

Por otra parte, sin la dimensión social y política, sin una visión profética bien consciente de la existencia en este mundo del odio y del mal que exigen justicia y verdad, cualquier caridad meramente interpersonal o cualquier experiencia espiritual interna son insuficientes. Y pretender hacer de ellas la panacea espiritual es caer en el reduccionismo. Una cosa es el amor a los enemigos al que nos invitaban Jesucristo, mahatma Gandhi o Martin Luther King y otra es un “buenismo” ingenuo o incluso angelical. Por eso la figura de Jesús enfrentándose con una energía inusitada a los poderosos de este mundo perturba a muchos “espirituales” e incluso a muchos cristianos “bien pensantes”. Por eso, también, como afirmaba hace unos meses el administrador apostólico de Mallorca, Sebastià Taltavull, “A Jesús le mataron porque se opuso al sistema y los grandes poderes decretaron quitarlo de en medio”.

La misma certeza judeocristiana sobre la existencia de una vida real tras la muerte nació del anhelo de justicia y verdad. Nació de la intuición que tal anhelo generó. En un ámbito en el que el teísmo era un medio ambiente cotidiano que lo impregnaba todo, la intuición de que la fidelidad de mártires como los Macabeos, de profetas asesinados o de otros justos sufrientes no podía perderse en la nada, originó la certeza de que con la muerte no acaba todo. Por el contrario, aquellos que nuestro mundo consumista e insolidario, deslumbrado por el dinero y el poder, considera triunfadores, fueron calificados de “necios” por Jesús de Nazaret: “Necio , esta misma noche se te reclamará el alma; todo lo que acumulaste ¿para quién será?” (Lucas 12, 20). Si yo mismo no hubiese recibido el don de esa certeza de que nadie escapará de la justicia y la verdad, seguramente me hubiese dedicado a tomarme la justicia por mi propia mano. Para mí no es extraña, por tanto, la gran fascinación que aún siguen despertando figuras como la de Ernesto Che Guevara.