La esperanza de muchos acaba de sufrir un durísimo golpe. Me refiero a la esperanza de quienes anhelábamos y queríamos creer que el nuevo papa, el argentino Francisco, se comportaría no solo como un voluntarioso servidor de Cristo y defensor de pobres y marginados sino también como un lúcido seguidor del Jesús histórico, condenado a muerte por el quinto prefecto de la provincia romana de Judea, Poncio Pilato, por ser testigo de la verdad (Juan 18, 37). Un Jesús que no se dejó enredar en las mentiras y manipulaciones de los poderosos y que proclamó la verdad de modo inequívoco y con una gran energía. 

El lunes pasado el papa Francisco recibió en los salones del Vaticano, con todos los honores, con un apretón de manos y con una histórica sonrisa en el rostro, a un verdadero monstruo: Paul Kagame, presidente de Ruanda. Parece inacabable el debate en torno a la posición de Pio XII ante el nazismo y, en especial, sobre la cuestión de si su silencio frente al genocidio nazi puede explicarse o no por el temor a provocar represalias y males mayores. Pero, al menos, yo no he visto jamás ninguna imagen de un encuentro tan cordial entre Pio XII y Adolf Hitler como el que se dio el lunes pasado en el Vaticano. La foto del encuentro entre Paul Kagame y el sucesor de aquel a quien el Señor Jesús encomendó que confirmase en la fe a los demás discípulos (Lucas 22, 31-32) es profundamente desoladora y perturbadora para los cristianos conocedores de la realidad que se vivió y se sigue viviendo en Ruanda y Congo.

Como intentaré demostrar en la segunda parte de este artículo, mi equiparación entre Paul Kagame y Adolfo Hitler es absolutamente pertinente en lo que se refiere a sus respectivas responsabilidades en dos de los grandes genocidios del siglo XX. El número de víctimas mortales en Ruanda, Burundi y Congo desde 1990, que seguramente superará la cifra de diez millones, no es comparable a la cifra de aproximadamente sesenta millones de víctimas mortales habidas en la Segunda Guerra Mundial. Pero las verdaderamente comparables entre sí son la cifra, por una parte, de las víctimas judías del genocidio nazi (seguramente más de seis millones, sin contar a los gitanos, a los prisioneros soviéticos o polacos y a otras personas “asociales”) y, por la otra, la cifra de las víctimas del doble genocidio en Ruanda: el genocidio oficial, el de los tutsis, y el genocidio de los hutus, no reconocido por el establishment occidental pero ampliamente documentado por el juez Fernando Andreu, entre otros muchos, y al que la ONU se ha referido alguna vez de modo vergonzante.

Y lo que es aún más grave: con motivo de la entrevista con Paul Kagame, el papa Francisco imploró “el perdón de Dios por los pecados y faltas de la Iglesia y de sus miembros, entre ellos sacerdotes, religiosos y religiosas, que cedieron al odio y a la violencia, traicionando su misión evangélica”. Y añadió también: “Manifiesto el profundo dolor, de la Santa Sede y de toda la Iglesia, por el genocidio contra los tutsi y expreso solidaridad a las víctimas y a todos los que padecieron por esos trágicos eventos”. Es la política de gestos del papa Francisco. Unos gestos que se vuelven superficiales e incluso contraproducentes cuando no están fundamentados en una lúcida visión de la historia y un claro análisis de los acontecimientos.

Cayendo en la trampa de la versión oficial del genocidio ruandés, el papa Francisco ha pedido sumisamente perdón a aquel que es tanto el responsable último de ambos genocidios, como también el que dio la orden de decapitar la cúpula de la Iglesia de Ruanda así como la orden de asesinar a diversos misioneros y cooperantes extranjeros, entre ellos nueve españoles. Tal versión de un genocidio único, el de los tutsis, un genocidio que fue responsabilidad colectiva de toda la etnia hutu, un genocidio planificado por el “régimen” hutu de Juvénal Habyarimana… es la que sostiene aún, año tras año, a un régimen represor en Ruanda y agresor permanente del vecino Congo, un régimen al que el papa Francisco acaba de dar un impagable respaldo. Hasta en el mismo Tribunal Penal Internacional ha quedado clara la falsedad de semejante doctrina, pero el papa Francisco vuelve a caer en ella.

El papa Francisco acaba de optar, como tantas otras veces optaron los papas a lo largo de la historia, por la diplomacia de los salones. De los salones del Estado del Vaticano, tan alejados del mundo real de las víctimas. De los salones en los que se mueven tantos monseñores demasiado influenciables por los criterios y poderes de este mundo; monseñores que solo parecen entender de diplomacia, instituciones, leyes y ritos, pero que parecen desconocer la empatía con las víctimas y la misericordia. Al igual que les pasaba a la casta religiosa que aparece en el evangelio de este domingo (Juan 9, 1-41), el que relata la curación de un ciego de nacimiento y la ceguera de una casta que no se alegró del prodigio sino que se escandalizó de que Jesús lo realizase en sábado. Son los salones en los que el papa Francisco no ha llegado a recibir jamás a las mayores víctimas de la tragedia ruandesa (por cada víctima tutsi hay que contabilizar más de diez víctimas hutus, sin contar a millones de congoleños, como también expondré en la segunda parte de este artículo). No las ha recibido a pesar de que alguna de nuestras reiteradas peticiones en ese sentido se la hizo en persona nuestro común amigo Adolfo Pérez Esquivel.

Son los salones en los que, por el contrario, acaba de recibir con una histórica sonrisa al verdugo sádico de millones de ruandeses y congoleños. Los poderosos lobistas financiados generosamente por Paul Kagame desde hace años gracias al pillaje de la escandalosa riqueza del Congo, han sabido llegar hasta el papa Francisco y convencerlo. Una vez más los hijos de las tinieblas han sido más astutos que los hijos de la luz (Lucas 16, 8). O simplemente han tenido mucho más dinero y poder que nosotros; simplemente ha triunfado una vez más el otro señor de este mundo, la riqueza (Mateo 6, 24).

Es posible que tanto durante las negociaciones de este encuentro (que tanto legitima de nuevo a un Paul Kagame cuya imagen estaba cada vez más asociada a crímenes masivos) como durante los veinte minutos de tal encuentro a puerta cerrada, se hayan llevado a cabo ciertas negociaciones y cesiones. De hecho, el mismo lunes a la tarde fue liberado en Alemania sin explicación alguna Enoch Ruhigira, el exdirector del gabinete del presidente hutu Juvénal Habyarimana. Presidente asesinado (junto al de Burundi y sus respectivas comitivas) por Paul Kagame el 6 de abril de 1994, que provocó así de modo consciente y premeditado el estallido del genocidio de los tutsis del interior por parte de los extremistas hutus. Para alcanzar el poder, Paul Kagame optó por un modus operandi que hacía de la provocación y del caos las estrategias principales, tal y como documentó el juez antiterrorista francés Jean-Louis Bruguière en su Auto del 17 de noviembre de 2006. Buscaba el caos que justificase la opción militar e hiciese imposible cualquier marco democrático. En una democracia, que ya tenía fecha, una fecha muy cercana, su grupo minoritario no tenía ninguna posibilidad de alcanzar el poder, el poder absoluto que era su única meta. 

Pero, desde mi punto de vista, aún en el caso de que esta hipótesis sobre cesiones no comentadas públicamente fuese cierta, el precio de tales cesiones ha sido demasiado alto: traicionar a la verdad, convertir a las mayores víctimas en genocidas colectivos, proclamar como liberador al mayor responsable del genocidio… Este camino de arreglos no confesados no ha sido el camino de la verdadera heroína de esta historia, Victoire Ingabire Umuhoza. Ella sí que ha seguido el ejemplo de Jesús frente a Pilato en su hora decisiva. Una hora en la que podía haber sido liberado si hubiese sido un poco más “flexible”. Por eso Victoire, la Mandela ruandesa, será siempre para mí el símbolo de la fidelidad a la verdad y el de la proclamación y denuncia inequívocas de ella. Como Jesús de Nazaret o como monseñor Romero.

Frente a Poncio Pilato, en su hora decisiva, el comportamiento de Jesús estuvo tan carente de diplomacia y prudencia, que, desde ámbitos más dados a lo esotérico que a la crítica científica de los textos, algunos hasta afirman que estaba provocando su muerte y que incluso incitó a Judas a que lo traicionase. En todo caso, lo que es bien cierto es que frente a la pregunta de Poncio Pilato, “¿Así que tú eres rey?” (Juan 18, 37), Jesús habría podido evitar fácilmente su condena a muerte respondiendo con algo igualmente cierto: “No. Yo soy un profeta religioso, no soy un rey temporal como los de este mundo”. O también: “Yo soy rey, aunque espiritual, no un rey político como los de este mundo”. Pero, sorprendentemente, dio un sentido literal a aquella realeza que tan solo era una analogía: “Sí, tú lo has dicho, yo soy rey”. Y lo hizo conscientemente, sabiendo que esa declaración le llevaría a la muerte. Tal fue su entrega a la verdad última más allá de toda diplomacia y de toda pretensión de asegurar su vida, una vida futura en la que ciertamente podría hacer aún muchas cosas buenas.

Que la verdad era para él un absoluto queda muy claro en las solemnes palabras que pronuncia a continuación: “Yo para eso he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”. Antes ya había actuado también de este mismo modo tan sorprendente, tan imprudente. Cuando Caifás, el sumo sacerdote le preguntó “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”, él respondió: “Sí, yo soy” (Marcos 14, 61-64). Así respondió, a pesar de saber que para salvar su vida le hubiese bastado con declararse tan solo un profeta o incluso el mismo mesías. Lamentablemente son muy pocos los cristianos que han llegado a interiorizar estas motivaciones y este modo de ser de Jesús. Posiblemente, si a los cristianos activos de hoy se les presentase de nuevo el dilema del martirio, muchos de ellos se dirían a sí mismos: “Bueno, ofreceré incienso a los dioses y luego podré seguir haciendo muchas cosas buenas, trabajando en proyectos solidarios, evangelizando…”

Victoire, por el contrario, ha seguido el ejemplo y el camino de Jesucristo. Antes de su peligroso retorno a Ruanda estuvo orando cada día durante dos semanas en nuestra pequeña iglesia y pidiendo inspiración a la Señora de S’Olivar. Me explicó su preocupación por que se desencadenasen nuevas matanzas en Ruanda en el caso de que fuese asesinada. Ella y su familia habían aceptado lo que pudiese pasarle, era su destino y su obligación, decían. Pero le perturbaba la posibilidad de ese nuevo estallido criminal si entraba en Ruanda y era asesinada como el presidente Habyarimana. Y yo no supe ni fui capaz de intentar que desistiese de ello. Más bien al contrario. Lo único que fui capaz de verbalizar fue una cita de mahatma Gandhi que figura al inicio de nuestra página web: “Si una sola persona da un paso adelante en la vida, toda la humanidad se beneficia. Hemos de cumplir nuestro deber y dejar en manos de Dios toda otra cosa».

¿Qué sentirá ahora cuando en su celda conozca el amistoso encuentro, entre sonrisas mutuas, del papa Francisco con aquel criminal que ha destrozado a su pueblo, que tiene al vecino Congo sometido y que la mantiene a ella en una situación infrahumana? ¿Qué sentirá cuando conozca que el representante mismo de Cristo en la tierra ha pedido perdón por “el genocidio de los tutsis”, reafirmando así la ideología del único genocidio, que sostiene todo el sistema actual de opresión en el interior de Ruanda y de agresión permanente al vecino Congo? ¿Qué sentirá ella, con su vida y la de su familia enajenadas, que lleva seis años en prisión porque osó orar públicamente por todas las víctimas de todas las etnias? ¿Qué sentirá ante este gravísimo error, este histórico error del papa Francisco que marcará ya para siempre a una Iglesia que repite de nuevo hoy en el Vaticano los acontecimientos de la pasión de Cristo? La entrega “absurda” e “ineficaz” de Victoire, una entrega libre y voluntaria al plan del Padre, sí que está absolutamente en línea con la de Jesús: “Nadie me quita la vida: yo la entrego libremente” (Juan 10, 18)

En la segunda parte de este artículo expondré una serie de datos contrastados que pueden hacer entender el grado de psicopatía y perversión del hombre al que el papa Francisco ha estrechado la mano. Serán unos datos que pueden hacer entender también la magnitud de los crímenes de los que Paul Kagame es responsable. De momento, acabo esta primera parte con una cita del artículo que escribí en junio de 2010, fruto de la indignación, cuando fue anunciado que Paul Kagame había sido nombrado copresidente, junto a José Luís Rodríguez Zapatero, de los Objetivos del Milenio. Artículo que, junto a otras diversas acciones de muchos compañeros, contribuyó a que el presidente español no llegase a encontrase con Paul Kagame:

“[Paul Kagame] Es aquel que a partir de octubre de 1990, para provocar el terror en la gran masa hutu y el despoblamiento de una gran parte de Ruanda a fin de alcanzar más fácilmente el poder, hizo que cientos de campesinos hutus fueran abiertos en canal y atados con sus mismas tripas. Es aquel que dio la orden de asesinar a nueve ciudadanos españoles, testigos molestos de sus fechorías. Es aquel que dio la orden de asesinar a tres obispos y decenas de personas que los acompañaban, diciendo a sus subalternos desconcertados, que dudaban de haber entendido bien sus órdenes: “Ya os he dicho que limpiéis esa basura”. Es aquel que ametralló personalmente entre risotadas a decenas de civiles en un mercado. Es aquel que en un exaltado discurso se lamentaba recientemente de haber asesinado solo a unos cientos de miles de refugiados hutus en el Congo y no a todos ellos. Es, en definitiva, como dice Filip Reyntjens [un experto tan moderado y respetado] junto a otros muchos expertos que lo conocen bien, “el mayor criminal en activo” de nuestro mundo. Cualquiera puede encontrar muchas más cosas semejantes en el Auto emitido por el Juez Fernando Andreu Merelles el 6 de febrero de 2008, en el que se responsabiliza a Kagame de los más graves crímenes posibles y se dicta Orden de arresto contra cuarenta de sus más importantes colaboradores.”