Cuando llegó el Brexit  y empezó a entorpecer los planes de los grandes financieros-“filántropos”, estos habían ya conseguido una Unión Europea en la que el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Eurogrupo habían secuestrado (cumpliendo el antiguo mito griego) a la Europa de la democracia y de los pueblos. Los altos funcionarios de estos organismos iban ya implementando día a día el proyecto totalitario de sus verdaderos jefes. Estos líderes globalistas eran los señores de la moneda. Aquellos que durante muchas décadas, siglos incluso, fueron construyendo calladamente las bases de un Gobierno Mundial en el que los estados-nación y la democracia parlamentaria cederían su lugar a una élite intelectual y económica que, driblando a la masa ignorante, conduciría al mundo hacia un Nuevo Orden.

A partir de los inicios del siglo XX, esa reducidísima elite había ido consiguiendo en Occidente una enorme concentración de poder. Pero, como al mismo tiempo habían logrado que tal concentración no fuese evidente para la gran masa, semejante estado de cosas resultaba incomprensible para el ciudadano común de aquella época. Y, sin embargo, los miembros de tan poderosa élite eran especímenes tan primitivos que ni tan siquiera se interesaban por los principios superiores que rigen la evolución del Universo y de nuestra especie hacia una conciencia, una empatía y una plenitud cada vez más profundas. Nada les importaban los cinco principios superiores, que hoy sabemos que fueron siempre la verdadera luz y guía de nuestra especie. Principios a los que ahora, en nuestra actual civilización, intentamos configurar nuestras vidas cada día más fielmente.

Tal élite estaba tan poco evolucionada que ni tenían conciencia del segundo de los cinco principios superiores: nada es permanente; “todo cambia” (como cantaba Mercedes Sosa, aunque, captando perfectamente la otra cara de este segundo principio, añadía: “pero no cambia mi amor por más lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente”); hasta las mayores seguridades humanas se pueden derrumbar en cuestión de minutos… Las gentes de aquella élite se creían capaces de controlar a la humanidad y de lograr que se sometiese al proyecto de Gobierno Global que ellos habían proyectado. Pero algo les falló.

Habían llegado a conseguir en el viejo mundo una Gran Alianza dependiente de su Centro de Decisión de ultramar. Habían conseguido infiltrar y controlar a los movimientos y partidos de la llamada izquierda oficial. Una supuesta izquierda que hubiesen debido enfrentarse a tan totalitario proyecto. Y controlaban también, por supuesto, a los grandes medios considerados progresistas, así como las grandes ONG de derechos humanos. Durante demasiadas décadas de oscurantismo, el moldear la opinión progresista a través de tales partidos, movimientos, medios y organizaciones fue la clave principal para el avance de este proyecto totalitario.

Ciertos colectivos habían comprendido lo que estaba sucediendo. Hasta quienes, ya en los años sesenta del siglo XX, eran activistas a favor de un internacionalismo sin guerras empezaron a tomar conciencia de que los señores de la moneda se habían adueñado de ese internacionalismo, lo habían convertido en una “noble” bandera para la dominación global y estaban criminalizando sistemáticamente a aquellos lúcidos nacionalistas que se resistían a su globalización inhumana. Pero en Occidente aquellos colectivos eran demasiado reducidos y su voz, casi silenciada, no era tenida en cuenta. Eran compulsivamente catalogados de comunistas, pacifistas utópicos, radicales antisistema y otras cosas por el estilo.

Sin embargo, entró en juego, por una vía no imaginada, el factor sorpresa: en el caldo de cultivo de la indignación creada por la llamada austeridad, por los recortes, por las crecientes diferencias entre una reducida élite y las clases más desfavorecidas, por la falta de trabajo y la llegada de extranjeros… algunos colectivos xenófobos tumbaron la balanza del lado del Brexit. Ciertamente, para aquella gente bien informada que era consciente de que la creciente concentración del capital y del poder era (como había afirmado el gran sabio Albert Einstein) “la verdadera fuente del mal”, tales colectivos (tan insensibles al sufrimiento de los refugiados sirios y de otras nacionalidades, tan faltos de empatía hacia tantos emigrantes) no eran los mejores compañeros de camino.

No eran sin duda unos verdaderos aliados estos desconocedores (al igual que la élite del poder global) del primero de los cinco principios superiores: todos y todo estamos profundamente interrelacionados y somos estrechamente interdependientes. Pero el hecho es que decantaron la balanza a favor de quienes, con toda razón, desconfiaban del establishment y se rebelaron contra él. Un establishment que con todos sus expertos, mentiras y grandes manipulaciones financieras acumulaba cada vez más poder, mientras paralelamente empobrecía cada vez más al resto de los mortales.

En todos aquellos históricos acontecimientos lo más grave fue la responsabilidad de los señores de la moneda: eran ellos lo que, con su proyecto de dominación mundial, arrasaron país tras país y generaron una enorme masa de decenas de millones de refugiados. Y por añadidura no eran solo grandes criminales sino unos hipócritas moralmente enfermos, unos cínicos mucho más peligrosos que aquellos nacionalistas excluyentes que pidieron el voto para el Brexit. El hecho es que aquel Brexit fue el punto de inflexión a partir del cual llegaron todos los otros acontecimientos históricos liberadores, que ya conocéis, que invirtieron aquel proceso de concentración del capital y del poder que las grandes familias financieras, violando gravemente la Constitución estadounidense, habían iniciado en la Navidad de 1913 con la creación de la Reserva Federal, un poderosísimo banco central de propiedad privada.

Por otra parte, en la opción por el Brexit no estuvo tampoco ausente el rechazo del belicismo, ruinoso e inacabable, en el que había caído Europa en su seguidismo de Estados Unidos. El mismo líder de Partido Laborista, Jeremy Corbyn, al que se acusó de ambigüedad frente al Brexit, había sido, junto a otros casi 140 diputados laboristas, un enérgico opositor a la agresión a Irak decidida por su jefe, Toni Blair. De hecho, en una curiosa sincronía, en aquellos mismos días del Brexit se dio en el Reino Unido otro acontecimiento que tenía que ver con crímenes perpetrados no en el ámbito económico sino en el bélico: el Informe Chilcot sobre el papel de Gran Bretaña en la guerra de Irak hizo posible que las familias de los británicos fallecidos en la guerra consideraran que el extenso documento servía de base para procesar al antiguo jefe del Gobierno. Se trataba, al igual que el Brexit, de un acontecimiento histórico.

No era la primera vez que se intentaba un proceso contra alguien del bando de los vencedores, pero el acusado sí era por primera vez un líder político de un importante país occidental. Hacía casi una década que en la Audiencia Nacional de España el juez Fernando Andreu Merelles había imputado al presidente ruandés Paul Kagame y a cuarenta miembros relevantes de su partido (el vencedor Frente Patriótico Ruandés) por los más graves crímenes contemplados en el derecho internacional. Pero los españoles asesinados en Ruanda y Zaire (actual Congo) por orden de Paul Kagame habían sido tan solo una decena. Y además se trataba de misioneros y cooperantes que trabajaban voluntariamente en aquella región.

Todo ello, unido a la falta de conciencia por parte de la sociedad española de la gravedad y magnitud (millones de víctimas) de lo juzgado en la Audiencia Nacional, hizo posible que el PP y el PSOE desactivaran con la más indecente impunidad la jurisdicción universal, en la que España había sido la vanguardia en el mundo. Por el contrario, los británicos fallecidos en la agresión ilegal, ilegítima y criminal de Irak decidida por Toni Blair (asesor, por cierto, del criminal de masas Paul Kagame y magníficamente remunerado por él) habían sido 179. Y para sus familiares, al igual que para el pueblo de Irak, el Informe Chilcot, con su técnico y aséptico lenguaje, no era un voluminoso dossier sino la sangre misma y el sufrimiento mismo (inimaginables desde los lujosos  despachos de las gentes del establishment) de sus seres queridos.