In extremis se cerró el acuerdo entre Junts pel Sí y la CUP. Como en las mejores novelas de misterio, hasta el último minuto no se produjo el desenlace. Las negociaciones se habían hecho eternas, los reproches entre ambos bandos habían ido subiendo de tono, el desencanto y la frustración se manifestaban en las redes —muchos ya daban por muerto el proceso hacia la independencia o, como mínimo, le auguraban una ralentización de años—. Y, naturalmente, estos interminables tres meses habían producido un fuerte desgaste entre las dos opciones soberanistas. 

Por un lado, la CUP, con la imposición de sus ritmos y la famosa asamblea de Sabadell que acabó en empate, perdió buena parte del prestigio que antes había logrado gracias a una extraordinaria labor de sus tres parlamentarios, especialmente del carismático David Fernández. Después, con el NO a Mas del Consejo Nacional, la mitad de la CUP puso la ideología por delante del proceso soberanista, lo que frustró a muchos de sus propios votantes.

Por otro lado, tras dos investiduras perdidas, la figura de Mas se iba desgastando. Aquel estratega, que había logrado burlar al TC y poner las urnas para hacer posible una consulta a los catalanes, en la que participaron más dos millones trescientas mil personas, aparecía, cada día más, como una persona que pone sus ambiciones personales por delante de la oportunidad histórica que Cataluña estaba a punto de perder, en parte, por su culpa. La penúltima rueda de prensa de Mas, en la que cargó contra la CUP y anunció la convocatoria de nuevas elecciones, lo había convertido en un más que probable perdedor. Era evidente que Convergencia, con Mas o sin Mas a la cabeza, no podía ganar las elecciones y, posiblemente, habría sido superada por ERC y, quien sabe si también por la coalición avalada por la alcaldesa de Barcelona. Además, las nuevas elecciones generaban una amenazante incógnita sobre los resultados de los soberanistas. Serían capaces de volver a movilizar al electorado y repetir la mayoría absoluta o muchos de sus votantes, hartos, no irían a votar?

He aquí, sin embargo, que Mas irrumpe en las pantallas de televisión, el sábado por la tarde, en plena retransmisión del partido del Barça, y anuncia un acuerdo que va más allá de desbloquear la investidura. Con su «paso al lado» –en palabras suyas–, hace posible el acuerdo, designa a su sucesor, garantiza una mayoría absoluta parlamentaria para toda la legislatura, firmada por la CUP, y anuncia que la CUP entonará el «mea culpa «y purgará sus pecados con la renuncia de dos de sus diputados. A continuación, en cuatro idiomas, mantiene que no quiere ningún cargo en el gobierno y que se pone a disposición de las instituciones catalanas para colaborar a impulsar el proceso soberanista. Afirma que no se retira de la política y que se dedicará a reforzar su partido. Anuncia que se considera liberado de la promesa que había hecho de no volver a optar a la presidencia de la Generalitat al haber pasado dieciocho meses, además de no descartar volverse a presentar de candidato a la presidencia.

El futuro es incierto, pero una cosa es cierta: el pasado viernes, Mas tenía muy poco futuro político, las elecciones habrían podido ser su tumba. Un día más tarde, emergió un Mas generoso, contundente, decisivo, que ha sabido vender muy caro su «paso al lado». Y nadie le habría negado la probabilidad de convertirse, en un futuro muy cercano, en el primer presidente de la República Catalana. Pero el domingo por la tarde nació una estrella: Carles Puigdemont. En las réplicas a sus adversarios políticos se mostró fresco, culto, incisivo, con sentido del humor y con una total determinación para liderar a su Pueblo hacia la autodeterminación. Así que, nada está escrito. Con Mas al lado, el proceso continúa.