Durante los últimos días testimonios sumamente cualificados y fiables, escapados en el último minuto de una muerte violenta en el Kivu zaireño, nos han relatado aquí en Bruselas los terribles acontecimientos que han vivido día tras día en los tres últimos meses. Su delito ha sido simplemente el haber visto demasiado. Otros muchos ya han perdido la vida por la misma causa. Su versión de los hechos no sólo concuerda con nuestros peores temores, sino que por desgracia los supera ampliamente: desde comienzos del pasado noviembre se viene perpetrando otro de los grandes genocidios de nuestro siglo sin que los ciudadanos de a pie de todo el mundo, con tantos medios de información a su alcance, tenga conocimiento de ello. Las estimaciones que se nos han hecho hablan de muchos cientos de miles de refugiados y nativos hutus del Kivu muertos desde los primeros bombardeos de los campos de refugiados, sea por masacre sistemática o por el hambre, las enfermedades y el agotamiento. A los que creemos en la veracidad de estos datos una vez más nos toca sentirnos como una especie de seres extraños, de visionarios ajenos a «la realidad». Esa realidad mediática que, desde una impunidad «ex-cátedra», nos imponen las grandes multinacionales de la información. Esa realidad que triunfa, batalla tras batalla, sobre la verdad y la justicia.

Hace tan sólo unos días un millar de periodistas independientes se daban cita en Nueva York para denunciar «la gran mascarada» de la era de la información a la que rebautizaron con el nombre de «la era de la manipulación». Los datos son incontestables: el 75% de los medios en USA están controlados directa o indirectamente por las grandes multinacionales que los usan como instrumento al servicio de sus intereses. Hace veinte años cuando en Argentina, por poner un sólo ejemplo, «las madres» y otras organizaciones empezaron a denunciar la desaparición masiva de personas se las calificó como «las locas». Hace tan sólo un par de meses cuando, tras el supuesto retorno de todos los refugiados a Ruanda (según lo afirmaba el general Baril sobre el terreno y tantos otros aquí), algunos denunciábamos la existencia de cientos de miles de ellos aún semiperdidos y abandonados a su suerte, se nos acusaba de manipuladores de los datos. Ni la misma Comisaria Bonino se libró de estas acusaciones. Después vino el llamar «rebelión» a la que es una invasión en toda regla por parte de Uganda, Ruanda y Burundi. También ha costado semanas el reconocimiento de esta flagrante evidencia. Ayer y hoy siempre los mismos métodos, la misma manipulación informativa. Pero para los no-violentos la verdad sigue siendo aún más poderosa que la mentira.

Volviendo ya a los testimonios, estos han producido en muchos de nosotros (entre los que se encuentra, por ejemplo, el Secretario de Estado belga para la cooperación) una tal impresión que aún no nos hemos repuesto de ella. En el 94, los extremistas hutus interahamwe exterminaron a cientos de miles de tutsis y hutus moderados. Esta vez han sido los extremistas tutsis, que reclaman en exclusiva para sí mismos la calificación de víctimas de genocidio, los que lo han perpetrado. Pero esta vez lo han programado y ejecutado con la sutileza que los caracteriza, incorporando de manera «magistral» los más recientes métodos de control sistemático de la información practicados ya en la guerra del golfo con decisivos resultados.

Tras llamar a todas las cámaras del mundo para que filmaran el «retorno masivo y espontaneo» de los refugiados, desactivando así la intervención internacional tan difícilmente decidida, se ha eludido sistemáticamente el dato de que los números no cuadran. Faltan cerca de un millón de personas. Al mismo tiempo se ha criminalizado a cientos de miles de ancianos, mujeres y niños. Calificándoles de genocidas se ha preparado la coartada para su exterminio masivo. Se habla de medio millón de ellos que malviven entre Tingi-Tingi y otros lugares. ¿Donde está el otro medio millón? Grandes fosas comunes, excavadas a veces hasta con un mes de antelación como en Tongo, se encuentran por todas partes, en Goma, Masisi, Walikale y más adentro en la selva. En algunas zonas, como en la ruta entre Kibumba y Rutshuru cuando se atraviesa el pequeño bosque cerca de Munigi, el olor a cadáveres en descomposición es intensísimo semana tras semana mientras los soldados patrullan continuamente la zona. Sobre la llanura de lava en la que es imposible excavar fosas, tras los campos de Katale y Kahindo, se pueden ver millares de esqueletos semicubiertos de maleza. Los testimonios sobre masacres de cientos y hasta de miles de personas son numerosos.

Pero seguramente el medio de ejecución más masivo ha sido lo que Boutros Ghali había antes calificado, refiriéndose a la pasividad internacional, como «genocidio por hambre». Cientos de miles de seres humanos, muchos de ellos debilitados y enfermos, fueron premeditadamente forzados a huir hacia el interior de la selva implantada sobre terreno volcánico, en el que no existen ni fuentes, ni cobijo, ni alimento alguno. Desde su habitación climatizada en el Hotel Mil Colinas de Kigali el Sr. Chretien afirmaba que los refugiados que habían huido hacia la selva se encontraban a fin de cuentas en su medio natural. Una comunidad internacional cómplice de los gobiernos de Uganda, Ruanda y Burundi, como en el 94 lo fue del genocidio extremista hutu, comienza a verse ya liberada del molesto problema de los refugiados-genocidas. Pero quizá se equivoque porque los que han muerto y siguen muriendo son los más débiles, los varones armados conservan la fortaleza física y sobre todo el odio que continua creciendo en una espiral inacabable.

Y junto con las complicidades, la omnipotente desinformación. El acceso a las zonas de combate o a cualquier otra zona sensible, como por ejemplo la de Masisi o Walikale, ha estado totalmente prohibida a cualquier extranjero. En Goma sólo se permitió la entrada de los periodistas después de cuatro días, cuando todos los cuerpos habían sido ya enterrados. Lo mismo se hizo en las carreteras de Mugunga y Rutshuru. Ha sido de nuevo una «guerra» sin imágenes. Sin imágenes la información no se vende y la población no sabe. Y los políticos, cuyas cancillerías sí conocían y tenían suficientes elementos para sospechar la magnitud de los acontecimientos, han tenido absoluta libertad para hacer o dejar de hacer. Pero la historia y la vida siempre pasan factura.

Complicidades y desinformación, unos y otra por activa y por pasiva para un genocidio (o ¿mejor dos?) que no termina: estos han sido los temas elegidos para nuestra pancarta. Una pobre pancarta ante tanto poder de complicidad y desinformación, una utópica pancarta que nos ha acompañado durante 42 días de ayuno. 42 días de esfuerzo para tratar de atraer a los medios, para poder escribir en un pequeño espacio de diario esta otra realidad para poder gritar en unos segundos de imagen o de voz: ¡Basta ya! ¡Paz para el Corazón de África!