La imagen del niño sirio ahogado en una playa de Turquía ha sacudido las conciencias de Occidente. Una ola de solidaridad se ha desatado y ha dejado en evidencia a los gobernantes europeos, más preocupados por evitar la entrada masiva de refugiados que de darles cobijo y  poner remedio al mayor desastre que sufre Oriente Medio desde la Segunda Guerra Mundial. No hablamos de África que, por desgracia, ha sufrido calamidades aún mayores y que no han tenido tanta repercusión mediática.

Se nos presenta el conflicto como consecuencia de las guerras civiles o religiosas que sacuden estos países, pero los grandes medios de comunicación no nos hablan del origen de los conflictos. Pocos medios recuerdan que Irak fue destruido con la excusa de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva -después se demostró que era una mentira burda-. Muchos recordamos la imagen de Bush, Blair y Aznar proclamando la necesidad de derrocar a Sadam, pero no la relacionamos con el niño pequeño ahogado en la playa -y son miles los niños que fueron asesinados a causa de la guerra declarada por estos tres dirigentes sanguinarios , los cuales aún se atreven a aleccionarnos.

Desde los grandes medios de comunicación, se nos dijo que la primavera árabe de Libia era reprimida violentamente por el dictador Gadaffi, cuando hoy sabemos que esa rebelión fue provocada de forma artificial por los servicios secretos estadounidenses y británicos y que, con la colaboración de la Francia de Hollande, armaron unos rebeldes radicales que provocaron el caos en el país y «justificaron» los bombardeos de la OTAN y el derrocamiento y asesinato del presidente libio. Las reservas de oro y las cuentas bancarias de Libia fueron saqueadas por los gobiernos agresores. Y ahora, el petróleo es comercializado por las multinacionales de estos países. Mientras, el país ha quedado sumido en el caos y los mercenarios y los radicales religiosos saquean y reprimen a la población que tiene que huir desesperada.

El mismo procedimiento se ha utilizado en Siria, con los resultados que todos conocemos a través de las imágenes que nos ofrecen los noticiarios.

¿Y qué tenían en común estos tres países para «merecer» la devastación provocada por el imperio occidental? Los tres pretendían vender el petróleo con una moneda diferente al dólar con la intención de huir de la dominación de los EEUU –querían que el petrodólar dejara de ser la moneda de referencia-. Gadafi, además, era el más gran impulsor de la Unión africana, creada en 2002, que pretendía crear un Banco Central Africano y una sola moneda africana, el dinar, apoyada por las reservas de oro (recordemos que el dólar dejó de estar respaldado por el oro desde el mandato de Nixon). La Unión africana, además, tenía el proyecto de crear dos nuevas instituciones: el Banco Africano de Inversiones y el Fondo Monetario Africano, los cuales, con un capital inicial de 42.000 millones de dólares, podían suplantar las actividades del Fondo Monetario Internacional que , ya conocemos su ideario político, obligó a todos los países africanos a privatizar sus recursos naturales, explotados o, mejor dicho, rapiñados por las multinacionales.

Curiosamente, a pesar de los déficits democráticos, Irak, Libia y Siria eran estados laicos, con más renta per cápita, más integración de la mujer, más estudiantes universitarios y más crecimiento económico de toda África y Oriente Medio. Hoy son tres estados fallidos, la población de los cuales huye desesperada, aunque sea jugándose la vida y la de los niños atravesando el mar en pateras.

Podríamos recordar, además, la creación de los «talibanes» en Afganistán, con el fin de desestabilizar a la Unión Soviética, de la que se pavoneó la mano derecha de Rockefeller, asesor presidencial estadounidense e impulsor de la Comisión Trilateral, Zbigniew Brzezinski. Talibanes ahora convertidos en un «Estado Islámico» que provoca el terror en la población y destruye los vestigios de las antiguas civilizaciones en toda la zona.

No, de todo esto no hablan los grandes medios de comunicación internacionales. Sólo nos muestran las consecuencias de estas políticas impuestas por unas élites económicas fanáticas, para las cuales los países son simples piezas de un tablero de ajedrez gigante y los gobiernos títeres en sus manos.

Mientras tanto, nosotros no podemos evitar un sentimiento de impotencia, incluso de culpabilidad. En todo caso, nuestra responsabilidad se reduce a no haber sabido o podido informarnos de lo que maquinaban nuestros gobernantes y, engañados, de haber clamado por unas intervenciones bélicas que, supuestamente, debían proteger a la población. Hemos sido y somos víctimas de una gran manipulación. Esto no quita que volquemos toda nuestra solidaridad con las víctimas, pero sabiendo quién es el autor de sus desgracias.