En el pasado siglo XXI también se intentó imponer, a fin de evitar el contagio producido por el Brexit, un certificado de capacitación para emitir el voto. Se trataba de un certificado que debía permitir a la reducidísima pero extremadamente poderosa élite dueña de la Reserva Federal el seguir tomando a puerta cerrada todas las decisiones realmente importantes para la humanidad y, al mismo tiempo, guardar las apariencias democráticas. Esta élite que, tras lograr las desregulaciones bancarias que tanto ansiaban, fue la promotora de la descomunal financiarización con la que se inició el proceso de implosión del sistema occidental, no tenía límites en su ambición y osadía. Había algunos precedentes en la historia que recordaban tal certificado. Uno de ellos fue el certificado de buena conducta impuesto por el franquismo en España durante décadas. Un certificado que fue bien eficaz en la depuración de maestros y otros funcionarios. Pero, gracias a las últimas y sofisticadas técnicas de control del pensamiento, en el siglo XXI este tipo de manipulaciones se podían convertir en algo incomparablemente más masivo, peligroso y eficaz.

Durante décadas los miembros de aquella élite habían conseguido, gracias al control de la opinión pública por medio de los grandes medios de comunicación, el mantener en “la vieja Europa” –como ellos la llamaban– un gobierno de tecnócratas al servicio de sus políticas neoliberales sin que saltase hecha añicos la apariencia de democracia en los estados nacionales. Pero tras el comienzo del contagio del Brexit ese frágil equilibrio empezó a tambalearse. Las consecuencias de tales políticas neoliberales ya no eran fáciles de ocultar: desigualdades cada vez más descaradas e insostenibles; la mal llamada austeridad y los recortes cada vez más insoportables para la gran mayoría mientras se sucedían inacabables y cuantiosos rescates de aquellas instituciones financieras que consiguieron ser consideradas demasiado grandes para caer (su caída, decían, tendría inimaginables consecuencias sistémicas)…

Parecía mentira que tal élite, con miles de superexpertos a su servicio, no fuese capaz de darse cuenta de que un mundo tan desigual, injusto, cruel y absurdo como el que pretendía era inviable. El hecho es que llegó un momento en el que todo se jugó a una carta: o el desastre, si seguía siendo mayoritario el sector de la ciudadanía occidental que continuaba “informándose” a través de los grandes medios; o, por el contrario, un proceso de salida a tan enorme crisis si aquellos ciudadanos que ya se informaban por medios alternativos veraces empezaban a ser mayoría.

Los debates en el seno de los más perversos y peligrosos think tank eran muy vivos. En tales debates algunos astutos expertos propusieron la imposición de un certificado de capacitación para poder ejercer el derecho al voto. Argumentaban que entre el mantenimiento del idealizado sufragio universal (en el que estaban empecinados muchos “utópicos” activistas) y la poco sutil propuesta de sustituir la democracia por el dictamen de los expertos (propuesta expresada demasiado explicita y públicamente por periodistas demasiado torpes, como era John Carlin en el diario global del mundo hispanoparlante), existía una alternativa intermedia: elecciones universales, sí, pero… en las que solo pudiesen participar aquellos a quienes las respectivas comisiones de expertos concediesen el citado certificado de capacitación para emitir el voto. En cuanto a la oposición social contra semejante certificado… ya se encontraría, una vez más, -afirmaban- la forma de doblegarla. El problema estribaba en que la tecnología de control mental no estaba aún lo suficientemente desarrollada mientras avanzaba día a día, sin prisa pero sin pausa, la toma de conciencia de todas estas claves por parte de la sociedad, la toma de conciencia de la manipulación que habían sufrido durante demasiadas décadas.

El extraño golpe de Estado sufrido en Turquía a mediados de julio de 2016, que desencadenó la purga de más de 60.000 oponentes (incluidos cientos de jueces y fiscales así como un centenar de generales), oponentes que figuraban en las listas confeccionadas por el gobierno con mucha anterioridad al extraño golpe y que fueron utilizadas en aquella purga llevada a cabo con una sorprendente rapidez y eficacia, tuvo también que ver con el intento de imponer el citado certificado universal. Se había vuelto prácticamente insostenible el acusar en España, por ejemplo, al nuevo partido político Podemos de complicidades con el gobierno chavista de Venezuela, calificado de “régimen represor” por haber encarcelado a ciertos oponentes políticos (oponentes que aparecían efectivamente en muchos documentos de WikiLeaks como verdaderos conspiradores golpistas), mientras se toleraba que el gobierno del temible Recep Tayyip Erdogán, pusiese fuera de juego a decenas de miles de disidentes políticos. Una enorme represión que desapareció rápidamente de las primeras páginas. Solo los idiotas o las personas poco formadas y sin criterio propio, que nunca tenían tiempo para buscar fuentes veraces de información, podían tragarse ya semejantes farsas mediáticas.

La realidad es que en aquel momento el gobierno de la Venezuela (cuyas reservas petrolíferas eran las mayores del mundo) constituía un serio obstáculo al afán de dominación hegemónica estadounidense. Por eso es que en marzo de 2015 Barack Obama firmaba una cínica orden ejecutiva en la que se declaraba que la situación en Venezuela era una «amenaza extraordinaria e inusual para la seguridad nacional y la política exterior estadounidenses».  ¡El Gobierno que continuamente iniciaba nuevas guerras de agresión internacional sin haber concluido aún las anteriores, calificaba de “amenaza extraordinaria” la situación interna de un país que jamás había agredido a ningún otro! Por el contrario, el gobierno de Turquía (con el segundo ejército más poderoso de la OTAN) era el encargado de realizar todos los trabajos sucios de Occidente en Siria. Y todo ello sin referirnos a los otros gobiernos aliados de Estados Unidos en el Medio Oriente: los gobiernos de los siete “democráticos ” emiratos del Golfo Pérsico, con Arabia Saudí a la cabeza, o los sucesivos gobiernos de Israel, cada vez más fanatizados y agresivos. Así, frente a la evidencia de los hechos, la propaganda masiva en los más poderosos medios se volvía cada vez más ineficaz. La teoría del poder blando, elaborada por gentes como Joseph Nye (presidente para Norteamérica de la Comisión Trilateral durante el mismo periodo en el que Mario Monti lo era para Europa), estaba mostrando a las claras sus limitaciones.

Había que imponer algo mucho más coercitivo. Pero tampoco se podía ya recurrir a las bravas, como en siglos pasados, a la violencia represora (al menos en la Unión Europea). Había que encontrar una vía intermedia para imponer las decisiones de la élite. Algo como el citado certificado. Aunque ¿cómo detectar con certeza si aquellos que aspiraban a votar mentirían en los exámenes sobre su capacitación o si realmente estaban convencidos de que, por ejemplo, lo que estaba sucediendo en Venezuela era intolerable y, por el contrario, los acontecimientos que se vivían en Turquía eran legítimos y comprensibles? Había que invertir mucho más aún -afirmaban estos expertos- en técnicas y tecnologías del control del pensamiento. Pero, una vez más, se impuso el inimaginable poder que está latente en lo más profundo del ser humano, poder que como muy bien había profetizado Mahatma Gandhi no solo podía sino que debía ser aplicado en el corrupto ámbito de la política.

Este es, al menos, el final de una ficción que trata sobre un certificado. Un certificado que sería en realidad imposible de llevar a la práctica pero que es, ciertamente, una metáfora de todos aquellos intentos que una reducidísima élite ha realizado a lo largo de la historia, y que seguirá realizando, para imponer su voluntad a la inmensa mayoría de la humanidad. Son aquellos a quienes se refería mahatma Gandhi cuando afirmaba: “El mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”. Se trata de unos adictos a la más destructiva de las adicciones, una adicción que podría acabar con la humanidad: la adicción al poder. Se trata de unos adictos para los que habrá que encontrar con urgencia el modo de ingresarlos en una especie de Proyecto Ser Humano, que, de modo semejante al Proyecto Hombre, intente reeducarlos, si es que tal cosa es posible.