El día lunes 24 de marzo de 1980, dos días después del asesinato de Luís Espinal en La Paz, un jeep se detuvo unos segundos ante la puerta de la capilla del hospital de La Providencia de San Salvador, donde celebraba la eucaristía Mons. Romero, y un experto francotirador le disparó al pecho. Romero cayó ensangrentado y mortalmente herido; camino del Policlínico pronunció sus últimas palabras:”Que Dios les perdone”.

¿Por qué mataron a Romero? Un campesino salvadoreño  lo expresó sencillamente; “Monseñor Romero dijo la verdad. Nos defendió a los pobres. Y por eso lo mataron”. Un día antes de su asesinato, Romero en su homilía dominical en la catedral, había pedido y ordenado al ejército en nombre de Dios y del sufrido pueblo salvadoreño que cesase  la represión. Estas proféticas palabras que resumen lo que Romero había dicho y hecho durante sus tres años de arzobispo, fueron sin duda el detonante último de su muerte.

Romero denunció la injusticia del país, la absolutización de la riqueza por parte de un pequeño grupo oligárquico, el servilismo de los militares a los oligarcas, el apoyo norteamericano a un sistema inhumano, la corrupción de la justicia, las mentiras de los medios de comunicación social, las torturas y asesinatos al pueblo pobre. Sus denuncias iban acompañadas de un llamado a la conversión al evangelio de Jesús, al Dios de la vida cuya gloria consiste en que el pobre viva.

El mismo Romero tuvo su “ conversión” al evangelio y pasó de una vida piadosa pero ligada a los poderosos y a los cristianos tradicionales, a un acercamiento al Dios de los pobres. Los pobres, el clamor de su sufrimiento, los muertos que tenía que ir recogiendo cada semana, le enseñaron a leer el evangelio, lo convirtieron a una fe unida a la justicia.

No le faltaron dificultades e incomprensiones de parte de sus hermanos en el episcopado y  veces incluso de parte de Roma. Se le acusaba de ingenuo, de revolucionario marxista, de fomentar la violencia.  Su causa de beatificación durante fue años bloqueada en el Vaticano.

Ahora el Papa Francisco ha desbloqueado su causa,  ha reconocido que Romero murió mártir y ha anunciado su beatificación para el 2015.

Esta beatificación, más allá de la alegría del pueblo salvadoreño y latinoamericano, confirma que  Romero tenía razón, que fue un hombre de Dios, un verdadero profeta del Reino, un pastor que no solo olía a oveja sino que, como Jesús, dio la vida por el pueblo. No fue un teólogo, sino un pastor que hizo creíble la fe. Con Romero, Dios visitó El Salvador y América Latina. Su vida y su muerte se asemejan a la de Jesús de Nazaret.

Hace ya años que el pueblo salvadoreño le tiene por santo, guarda su retrato en su casa, va a rezar a su tumba,  pone a sus hijos los nombres de Óscar o de Romerito. Ahora Romero sube a los altares, su vida es un ejemplo. Si ser cristiano es vivir como vivió y murió Romero, vale la pena ser cristiano hoy.

Se realiza el poema que hace 35 años escribió el obispo de Brasil, Pedro Casaldáliga:

San Romero de América, pastor y mártir nuestro, (…),

Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa,(…)

América latina ya te puso en la gloria de Bernini,(…)

¡nadie hará callar tu última homilía!

“CESE LA REPRESIÓN”

En 1986 fui invitado a dictar un semestre de clases en la Universidad Centro Americana (UCA) de El Salvador. Una tarde visité con Jon Sobrino el hospital de la Divina Providencia donde vivía y fue asesinado Mons. Romero. Una religiosa del hospital nos acompañó en la vista y nos dijo que en la noche del sábado 22 al domingo 23 de marzo de 1980 ella vio la luz prendida en la casita de Monseñor. Fue a verle para saber si le pasaba algo y Romero le dijo que estaba bien, pero que estaba preparando una homilía muy importante para el día siguiente.

El domingo 23 de marzo Romero tuvo una homilía profética en la que dirigiéndose a los militares y a los soldados les suplicó, les rogó,  les ordenó en nombre de Dios y del sufrido pueblo salvadoreño cuyos lamentos suben hasta al cielo, que cesase la represión:”Cese la represión”.

Estas palabras que liberaban a los  soldados de obedecer a sus jefes fue la gota de agua que colmó la indignación de los poderosos. Al día siguiente, lunes 24 de marzo, Mons. Romero fue asesinado mientras celebraba la eucaristía en la capilla del hospital.

El asesinato de Romero no es algo aislado sino que forma parte de la nube de testigos (Hebreos 12,1) que en estos años han muerto por la fe y la justicia en América Latina. Muchos de sus nombres nos son conocidos: obispos como Angelleli y Gerardi, sacerdotes como Rutilio Grande, Luis Espinal e Ignacio Ellacuría, religiosas como Ita Ford, Alice Dumon y Dorothy Stang, laicos como Chico Mendes y el matrimonio Barreda, pero existen  miles de campesinos, indígenas, mujeres y  niños anónimos, verdaderos santos inocentes muertos por los que se llamaban  “defensores de la Civilización Cristiana Occidental”…

La beatificación de Mons Romero confirma que Romero tenía razón, que la línea pastoral de América Latina desde Medellín a Aparecida es evangélica, que la opción por los pobres e indígenas de obispos como Romero, Proaño, Samuel Ruiz, Arns, Casaldáliga, Larraín, Silva Henríquez, Mendes de Almeida, Méndez Arceo, Pironio, Jorge Manrique, Landázuri… ha sido  en seguimiento de Jesús,  que la teología de la liberación no nació de la KGB  marxista rusa sino del contacto con los pobres desde la fe en Jesús.

Esta es la línea pastoral del Papa Francisco: estos mártires huelen a oveja, a pueblo, son expresión de una Iglesia que ha sufrido por salir a la calle, forman parte de la Iglesia de los pobres y para los pobres, difunden el olor y la alegría del evangelio.

Y esta beatificación en la vigilia de Pentecostés  tiene un profundo significado: el Espíritu del Señor sigue presente en la Iglesia, llena la creación  y  actúa ordinariamente desde abajo, desde El Salvador, el país más pequeño de Centro América, desde un hombre sencillo, conservador y tímido que se llamaba Óscar Arnulfo Romero.