Desde hace dos o tres años, el coste de producción de energía eléctrica mediante placas fotovoltaicas ya es inferior al coste de producción con combustibles fósiles. Gracias a ello, y a la necesidad de cumplir el Protocolo de Kyoto de reducción de las emisiones de gases, la gran mayoría de países desarrollados han intensificado la implantación de placas solares. Hace poco, gracias a fotografías vía satélite, se han detectado enormes extensiones de placas solares en zonas desérticas de China. Alemania, actualmente, instala diez veces más placas solares que España, aunque las horas de exposición solar son menores que en los países del sur de Europa, en el que el rendimiento es muy superior. Pues bien, desde hace cinco años, primero con el gobierno de Zapatero y ahora con el de Rajoy, se penaliza la energía solar. El ministro Sebastián redujo drásticamente las primas a la producción de energía solar, por lo que arruinó a miles de familias que se habían acogido a los incentivos que el gobierno había prometido vía Boletín Oficial del Estado, que los animó a realizar importantes inversiones. Ahora el ministro Soria, en el momento que las placas solares son altamente competitivas, sin necesidad de subvenciones públicas, quiere cargar con un impuesto la producción de energía solar mediante una tasa que grave el autoconsumo. Es lo que ya se conoce como ‘impuesto al Sol’, del que hacen burla todos los países de nuestro entorno.

Después de todo estas políticas sólo tienen una explicación: la subordinación de los gobiernos del PP y del PSOE a las grandes empresas eléctricas. Es de dominio público la nómina de altos cargos de estos dos partidos, empezando por González y Aznar, que han entrado en los consejos de administración de las eléctricas. Y, mientras tanto, crecen las tarifas eléctricas y aumentan los beneficios empresariales.

Es por eso que el cambio, el verdadero cambio, en España, significa un control público del sistema energético. Estar en manos de los dirigentes sin escrúpulos de las grandes empresas supone mantener la dependencia energética de los combustibles fósiles, pagando una factura energética que es una auténtica hipoteca para todo el Estado; significa condenar a los ciudadanos a hacer frente a unas tarifas caras, que muchos no pueden asumir, y resta competitividad a las empresas, al aumentar sus gastos fijos. Además, contamina el medio ambiente y hace imposible cumplir los compromisos de reducción de los gases contaminantes. Por ello, es imprescindible nacionalizar las empresas eléctricas para que las fábricas estén al servicio del sistema eléctrico y no el sistema al servicio de las empresas.

Actualmente, la energía es el elemento más estratégico de cualquier economía. El Estado español está en condiciones de implementar un sistema en el que las energías renovables puedan cubrir un porcentaje muy elevado de la demanda: las centrales hidráulicas, las instalaciones eólicas -las de tierra y las futuras en el mar-, y sobre todo, la progresiva colocación de instalaciones fotovoltaicas, domésticas y colectivas tienen un potencial de crecimiento que convertirían las centrales convencionales en un elemento regulador del sistema eléctrico, utilizadas únicamente para satisfacer las puntas de demanda.

Por otra parte, hay que tener en cuenta el potencial de crecimiento económico y de creación de puestos de trabajo que nos brinda el sector de energía fotovoltaica. Así lo han entendido desde hace años países como Alemania o Gran Bretaña, que impulsan programas de fomento de la eficiencia energética en edificios públicos y privados. El retorno que obtienen las administraciones públicas en forma de cotizaciones a la Seguridad Social hacen que se renueven anualmente estos programas.

Esto es lo que debería regular el esperado ‘decreto de autoconsumo’, que, en vez de penalizar las instalaciones fotovoltaicas, las incentivase. No sólo se deberían regular estas, sino que se debería permitir vender a la red los excedentes de electricidad producida por particulares, empresas y edificios públicos. La tarifa eléctrica de todos disminuiría considerablemente. Además, los ayuntamientos podrían construir o incentivar la construcción de pequeñas instalaciones solares, capaces de suministrar electricidad a núcleos urbanos de hasta ocho mil habitantes. En estas condiciones, la demanda de instalaciones de estas características crecería exponencialmente. Hablamos de un yacimiento de decenas de miles de puestos de trabajo en un sector muy ligado a la construcción, que hasta ahora ha soportado la destrucción de más puestos de trabajo. Este debería ser el punto prioritario de los futuros programas electorales. Este sería el cambio más real.