El juicio a los miembros de «La Manada», acusados ​​de violar a una mujer durante las fiestas de San Fermín en Pamplona, ​​ha permitido ver la peor cara del machismo. Han escandalizado la falta de escrúpulos de los cinco «machos»; la premeditación del acto criminal; la fanfarronería en compartirlo en las redes, como si fuera una hazaña de la que un hombre se puede sentir orgulloso; el desprecio absoluto hacia las mujeres; la convicción de que las mujeres, forzosamente, deben sentir deseo y placer por el contacto físico con tales machos; la crueldad a la hora de infringir tanto horror a una víctima indefensa, y, sin embargo, la inmensa cobardía de actuar en grupo.

También han escandalizado muchos comentarios «periodísticos» que culpan a la mujer de haber provocado la violación. Su manera de ser, su comportamiento «normal» los días siguientes, no haberse defendido bastante, suponer que la relación sexual con cinco bestias había sido consentida –hay que ser muy depravado para imaginárselo. Igualmente, parece que, al juez, le ha faltado humanidad en interrogar a la víctima, como si ésta no hubiera sido suficientemente vehemente a la hora de negarse a ser violada, como si no se hubiera opuesto suficientemente. Me ha recordado la sentencia absolutoria de un violador porque la víctima llevaba vaqueros, que, según el juez, hacen imposible la violación.

Todo ello es una triste demostración de la supremacía que sufren buena parte de los hombres, que les autoriza a abusar de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. El abuso sexual sería el último escalón de la degradación machista.

Paralelamente a dicho juicio, hemos asistido a otra demostración de machismo: el machismo político. A partir del 1 de octubre hasta la actuación judicial contra los miembros del Gobierno, de la Mesa del Parlamento de Cataluña y los dos presidentes de la Asamblea Nacional de Cataluña y de Òmnium Cultural ha desatado otra «manada» que ha practicado la violencia verbal y física. Con el grito de «a por ellos», se azuzan soldados armados contra un pueblo indefenso, mientras que en los medios de comunicación estatales y en las redes se lanzan todo tipo de insultos contra las autoridades de Cataluña. El colmo llega con la detención y el encarcelamiento de los consejeros de la Generalitat. A la humillación de las esposas y del trato vejatorio, se añaden improperios como «el osito», en referencia al vicepresidente Junqueras. Es la crueldad del abusador. Y para la «hidalguía» castellana, Puigdemont es un cobarde, que debería haberse inmolado sometiéndose a las mismas vejaciones que sus compañeros.

Las manifestaciones a favor de la unidad de España también han sido una demostración constante de rencor, de arrogancia y de violencia. Casi todas han acabado con agresiones de facciones de extrema derecha, que son toleradas por la fiscalía y amparadas por el mismo Tribunal Constitucional, el cual ya ha aplazado varias veces el encarcelamiento de los fascistas condenados por las agresiones en el Centro Blanquerna de la Generalitat en Madrid . De manera cínica, se favorece al fascismo violento mientras, injustamente, se acusan los dirigentes pacifistas de promover la violencia como justificación para encarcelarlos indefinidamente sin juicio. Así que, mientras el soberanismo catalán ha vuelto a demostrar su civismo en la gran manifestación de Bruselas; el unionismo español, en cada manifestación pública hace exhibición de testosterona. Y son tan valientes que no les importaría ganar las elecciones con sus adversarios exiliados o encarcelados. Porque, ya lo sabemos, el principal argumento del macho es la fuerza.