¡Se derrumbó de modo repentino, y -para algunos- de modo imprevisible, el frágil castillo construido con la argamasa de la injusticia, la mentira y la prepotencia! ¡Se acabaron los Rajoys, Sáenzdesantamarías, Millos, etc., etc.! ¡Que profunda satisfacción! Muchos seguirán tramando como prolongar el injusto sometimiento del pueblo catalán. O negando todas las evidencias, como la evidencia de la documentada y terrible violencia estatal desatada el 1-O contra pacíficos votantes. O construyendo una falsaria realidad paralela, como la “realidad” de una inexistente rebelión violenta. O exhibiendo su patológica arrogancia incluso desde la oposición. O proclamando que su partido nació para acabar con la corrupción, mientras la siguen sosteniendo con sus votos. O autoconvenciéndose de que todos los que no compartimos sus ideas somos despreciables y de que la sacrosanta unidad de destino en lo universal lo justifica todo. Pero de momento, el castillo se ha derrumbado.

Entre aquellas personalidades que más admiro, algunas de ellas no creyentes -pongamos por ejemplo al Che Guevara- y otras creyentes -pongamos por ejemplo a Martin Luther King- existe un elemento común: su sensibilidad hacia la verdad y la justicia, consecuencia de su empatía con las víctimas y desamparados. Formulado de modo negativo: la característica más notable de unos y otros es su rebelión frente a la injusticia y el sometimiento de los más pequeños e indefensos. Y, en términos políticos -irreductibles a lo meramente social, aunque algunos lo pretendan-: su rebelión frente al aplastamiento y opresión de las minorías.

La mentira y la arrogancia son los más visibles y repugnantes acompañantes de la injusticia. Es precisamente por ello por lo que, para esas personalidades que tienen tanta sensibilidad humana, social y política, no existe satisfacción más honda en esta vida que la de poder llegar a ver el derrumbe de aquellos seres soberbios que, desde el poder, vejaban y humillaban a sus semejantes. A pesar de los centenares de veces que he leído o visto -en documentales y películas- el derrumbe por antonomasia, el derrumbe del delirante y diabólico régimen nazi, no decae en mí la honda satisfacción por la caída de aquellos verdaderos monstruos.

Y no estoy hablando ni de venganza ni de odio, ese odio que algunos han convertido en una categoría absolutamente arbitraria para condenar a aquellos que son precisamente víctimas de su odio. No, no se trata ni de venganza ni de odio. Pocas figuras históricas hay tan amables, queribles y queridas, como la de María de Nazaret. Sin embargo, ella también se deleitó al saber que habían llegado los tiempos mesiánicos, el tiempo de la caída de los soberbios poderosos: “Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador […] Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada”.[1]

El derrumbe ha sido repentino y estrepitoso. Pero, para quienes nos movemos con las categorías de la no violencia, no se trata de un derrumbe imprevisible. Para mahatma Gandhi, lo imprevisible y prodigioso no es algo accidental que sucede sin más y nos sorprende: “Las armas de la verdad y del amor son invencibles. Cuando desespero recuerdo que, a lo largo de la historia, siempre han triunfado la verdad y el amor. Ha habido tiranos y asesinos que durante un momento pueden parecer invencibles, pero, al final, siempre caen. Tenedlo presente. Siempre”. Por eso las estrategias del mahatma difieren, a veces sustancialmente, de las de los tecnócratas y políticos “profesionales” cuyo horizonte no va más allá de lo que es evidente desde un positivismo chato y a corto plazo. Las estrategias “profesionales” y “realistas” no tienen en cuenta que lo imprevisto siempre es seguro.

Intentando sintetizar la esencia del paradigma político y espiritual que mahatma Gandhi fue elaborando, puse por título a mi último libro Los cinco principios superiores. Existen realmente unas leyes superiores. Y los otros criterios cotidianos, como el de la eficacia o el posibilismo, deben ser integrados en ellas. Al igual que las leyes de Newton tuvieron que integrarse en las de Einstein, el gran admirador de Gandhi. Del Gandhi “positivista” que quiso dar a su autobiografía un título tan académico como el de La historia de mis experimentos con la Verdad. Son esas leyes superiores las que le llevaron a afirmar: “Hemos de cumplir nuestro deber y dejar en manos de Dios toda otra cosa. Creo en la unidad esencial de la persona humana con todo lo que vive. Por consiguiente, si una sola persona da un paso adelante en la vida, toda la humanidad se beneficia”.

Vistos desde fuera, semejantes principios pueden parecer opuestos a la eficacia, al posibilismo, etc. Pero no lo son. Al contrario: cuando no se los tiene en cuenta, el realismo acaba con frecuencia convirtiéndose en utilitarismo, pactismo y hasta sumisión. Pero lo peor es que los “realistas” suelen estar tan seguros de sí mismos y de su reducida visión de los acontecimientos, que juzgan como “utópico” aquello que no son capaces de integrar en un paradigma más amplio. La visión de mahatma Gandhi podría, a lo sumo, recordar a la de los grandes y escasos estadistas que ha habido en la historia. Y, una vez más, los acontecimientos, ahora los más recientes relacionados con el procés catalán, deberían hacer que nos preguntásemos si finalmente sus convicciones no eran certeras.

[1] Evangelio de Lucas 1, 46-55.