Prefacio

El conmovedor relato de Marie Béatrice Umutesi no es únicamente el de su propio éxodo. Es la crónica de la condena, pasión y muerte de todo un pueblo. Es la realidad cotidiana que durante estos últimos años han vivido millones de hutu ruandeses, sistemáticamente calificados y tratados como genocidas, cazados y exterminados por el Frente Patriótico Ruandés, abandonados y olvidados por la llamada «comunidad internacional», traicionados incluso por organismos como el ACNUR, su supuesto defensor. El testimonio de Marie Béatrice concuerda con el de muchos otros refugiados y misioneros que los han acompañado en su largo calvario. Es también la realidad que, más recientemente, están viviendo millones de congoleños del Kivu, el muy extenso, rico y estratégico territorio del Este de la RD del Congo que Rwanda, Uganda y Burundi ya se han anexionado «de facto», con total impunidad. Anexión no sólo bendecida sino también apoyada por el grupo de las grandes potencias que los EEUU lidera.

Y es la realidad desesperanzadora que viven cada día los exilados ruandeses, que año tras año dirigen sus preguntas al secretario general de la ONU, Kofi Anan. Preguntan porqué siguen embargados aún ciertos informes oficiales que ella misma encargó, como son el Informe Gersony (que ya en 1.994 hablaba de masacres y persecuciones manifiestamente sistemáticas de la población hutu por parte del FPR) o el Informe Hourigan (que atestigua que Paul Kagame, el hombre fuerte del FPR, es el responsable último del comando que ejecutó el atentado que el 6 de abril del 94 acabó con la vida de los presidentes hutu de Rwanda y Burundi, atentado que fue el detonante del llamado «genocidio» ruandés; comando que también asesinó en enero del 97 a los tres cooperantes españoles de Médicos del Mundo). Preguntan porqué el Tribunal Penal para Rwanda no abre ninguna investigación contra los miembros del FPR que, según el Informe Garreton y el Informe de la misión conjunta de las Naciones Unidas, cometieron u ordenaron masacres de carácter étnico que podrían constituir actos de genocidio. Preguntan porqué el gobierno ruandés, sobre el que pesan tan graves sospechas, ha sido elevado por dicho Tribunal al rango de «amicus curiae». Preguntan, finalmente, qué importantes intereses y poderes se oponen a que la verdad sea conocida y quede en evidencia la naturaleza genocida de ese supuesto liberador que es el FPR.

Para un ciudadano ordinario de países como el nuestro, supuestamente tan bien informados, seguramente será difícil de entender y aceptar que el gran genocidio ejecutado por el FPR, que Marie Béatrice relata en este estremecedor testimonio, haya sucedido tan recientemente, e incluso siga sucediendo aún, sin que la gran masa de la opinión pública internacional, de la que él forma parte, tenga casi conocimiento de ello. Posiblemente incluso sea incapaz de salir de la confusión en que le ha sumido la tenaz insistencia mediática que durante estos últimos años casi no ha hablado de otra realidad que la del llamado genocidio de abril-junio de 1.994. Y sin embargo cada mes, ahora mismo, siguen muriendo más de 70.000 congoleños por causas directamente relacionadas con la invasión que sufren, tal y como se reconoce en el informe de abril del 2001 del International Rescue Committee. Mueren, en definitiva, de formas tan diversas, dolorosas y crueles como las que describe Marie Béatrice en su relato. Hoy es moralmente imposible negar el calificativo de genocidio al exterminio de más de 5 millones de hutu ruandeses y de congoleños, exterminio del que el FPR es el responsable directo. Es más imposible aun eludir esa calificación de genocidio para tal carnicería si seguimos manteniéndola para las sistemáticas masacres, mayoritariamente de tutsi, de abril-julio de 1.994.

Ya entonces no se sostenía por sí sola, sin descarados apuntalamientos mediáticos, la interpretación del conflicto que se intentaba y se logró imponer masivamente. No cuadraban los datos. Faltaban importantes claves. ¿Porque se minimizaba, o directamente se silenciaba, el número de víctimas de una de las partes así como otras muchas facetas fundamentales y evidentes de aquel conflicto? ¿Porqué se exageraban las cifras de víctimas de la otra parte y se destacaban desproporcionadamente otros aspectos de tal tragedia? ¿Porqué tanto despliegue mediático en ciertos momentos? ¿Porqué tanto silencio en otros? La falta de interés periodístico no es explicación suficiente ni creíble de tales silencios sobre un conflicto de tal magnitud y de tantos millones de víctimas. ¿Acaso sí tienen interés para nosotros tantas páginas que se han publicado sobre los relativamente pequeños problemas del gobierno Mugabe, en Zimbabwe, al que se desea derrumbar por haberse enfrentado fuertemente a los tres invasores de la mitad este de la RD del Congo? Hoy las cosas están mucho más claras: la decisión estaba tomada, el botín del Kivu congoleño era demasiado importante, la urgencia al parecer era mucha, los dos millones de refugiados asentados sobre una franja tan rica y estratégica molestaban.

Marie Beatrice no hace valoraciones ni interpretaciones teóricas. Incluso hace uso de la terminología que se ha acabado imponiendo como la políticamente correcta: «genocidio», para las masacres masivas cometidas por las milicias interahamwes entre abril-julio del 94; simples «masacres», para las cometidas por el FPR hasta hoy mismo, numéricamente mucho mayores. Se limita a dar su testimonio directo con gran simplicidad y veracidad. Pero ese testimonio es sumamente revelador. Las cosas, tal y como ella las vivió, no son las que nos han contado. Antes del 94, desde hace siglos y muy especialmente desde octubre del 90, habían sucedido ya muchos acontecimientos que han sido sistemáticamente distorsionados o silenciados. Durante el llamado genocidio del 94 también. Después del 94, millones de hutu que como Marie Béatrice malvivian en los campos de refugiados del este del Zaire y que no eran genocidas «eliminables» sino víctimas civiles inocentes en su inmensa mayoría, sobraban en el proyecto que poderosos lobbies tenían sobre aquella región. Esa es la verdadera razón por la que cientos de miles de ellos fueron eliminados a partir del octubre del 96 por los «liberadores» del FPR. Mediante bombardeos con armas pesadas sobre campamentos de refugiados que estaban bajo la bandera de la ONU y mediante una posterior cacería humana, liberaron efectivamente los ambicionados yacimientos mineros para ellos mismos y para sus aliados internacionales. Aceptar que dichos liberadores son responsables de un genocidio mayor que el del 94 significaría un verdadero terremoto desestabilizador para quienes controlan el poder de aquella región y abriría la posibilidad a la demanda de responsabilidades demasiado graves a nivel internacional. De ahí tanto embargo sobre esa compleja e inconfesable verdad.

Marie Béatrice no tenía todavía en aquellos momentos, y menos aun en el mismo ojo geográfico del huracán, la perspectiva suficiente para ser claramente consciente de los poderosos intereses económicos y estratégicos internacionales que tan entrelazados estaban con el caos de destrucción y sangre que ella estaba viviendo. Otros desde aquí sí empezábamos a ver ya claro y a actuar en consecuencia, aunque ciertamente en la pequeña medida de nuestras posibilidades. En diciembre de 1.996 nuestra fundación realizaba una marcha de casi 1.000 kilómetros, desde Asís a Ginebra, y era recibida en la sede de la ONU por el Alto Comisario para la los derechos humanos. Días después, a comienzos de enero de 1.997, constatando la falta de voluntad política internacional para iniciar algún tipo de intervención humanitaria que salvase a los cientos de miles de refugiados que eran metódicamente exterminados, iniciamos un ayuno de denuncia y presión que duraría 42 días. Algunos de nosotros lo hacíamos frente a la sede del Consejo de ministros de la Unión Europea, otros amigos de la fundación lo hacían frente a la embajada de los EEUU en Madrid. También ante su consulado en Barcelona se manifestaban cada día, haciendo turnos, diversas ONGs, en especial los compañeros de Inshuti (Amigos de Rwanda, Burundi y RD del Congo). Y a las puertas del consulado en Palma de Mallorca permanecían de igual modo otros compañeros, como los de Drets Humans de Mallorca.

Eran los días en que nuestras denuncias y peticiones de intervención dirigidas tanto al presidente Clinton como al Consejo de ministros de la Unión Europea eran firmadas por un nutrido grupo de premios Nobel (que finalmente llegó a 19) y por los diferentes grupos políticos del Parlamento Europeo. Los días previos al viaje de la comisaria Enma Bonino a Tingi-Tingi. Los días en que nos reuníamos con ella, con Adolfo Pérez Esquivel, con Pere Sampol y Mercè Amer (vicepresidente y consellera del Consell Insular de Mallorca) intentando encontrar alternativas viables y eficaces. Los días en que europarlamentarios como Francisca Bennasar, Carlos Carnero, José María Mendiluce, Alonso Puerta, Paquita Sauquillo, José E. Pons, Joan M. Vallvé, Laura De Esteban, Juan Manuel Fabra, Jorge Salvador Hernández, Magda Aelvoet, Catherine Lalumière y tantos otros imposibles de enumerar, junto a sus respectivos asistentes, nos dedicaban tantas horas y esfuerzos. Los días en que algunos profesionales de los medios, como Jaume Masdeu corresponsal de TV3 en Bruselas, eran sensibles a tanto sufrimiento y nos ofrecían tan buenos espacios en sus crónicas.

Pero también eran los amargos días en que conocíamos el asesinato en Rwanda de los tres cooperantes españoles miembros de Médicos del Mundo, Flors, Manolo y Luis. Los días en que, con sorprendente ligereza, sin ningún tipo de contraste informativo ni sentido crítico, la práctica totalidad de los medios de comunicación daba por buena la versión, surgida de oscuras fuentes, que adjudicaba este triple crimen, como siempre, a los interahamwes. Los días en que esas mismas turbias fuentes se esforzaban por convencer al mundo de que ya no quedaban refugiados en el Zaire, que todos habían retornado, felices, a la nueva Rwanda. Los días en que tantos otros expertos y ONGs daban tan fácilmente por buena esa «gran farsa», como la calificó la comisaria Bonino. Los días, en definitiva, en que Marie Béatrice y sus compañeros se sentían abandonados por la comunidad internacional, huían aterrorizados, morían o perdían a sus seres queridos sin entender porque eran tratados como genocidas, porqué eran abandonados por todos como si de apestados se tratase, porqué se negaba incluso que existiesen.

Juan Carrero Saralegui
Fundació s’Olivar

Introducción

No sé exactamente cuánto tiempo pasé aprisionada en la muchedumbre. Como soy más bien menuda, debía a base de codazos, abrirme un poco de espacio para respirar, si no, me desvanecería. En el momento en que un pequeño grupo se acercaba lentamente al puente, oímos los primeros disparos.. No me alarmé inmediatamente, porque pensaba que elementos del ejército zaireño disparaban al aire para asustar a los refugiados y así aprovecharse, robándoles sus pertenencias. Y luego, los disparos, al principio espaciados, se multiplicaron. La gente comenzó a correr en todas las direcciones, abandonando una buena parte de sus magras provisiones. En esta masa de gentes aterrorizadas, quienes se caían eran aplastados. Los que intentaban atravesar el puente eran tantos, que muchos de ellos caían al río. Otros miles se arrojaban al agua para tratar de ganar a nado la otra orilla . En los sitios en que el río era profundo, los niños, las personas mayores y los enfermos perecieron ahogados.

Cuando la gente comenzó a huir en todas direcciones, llevándose por delante todo a su paso, yo traté ante todo de mantener el equilibrio, al mismo tiempo que apretaba firmemente la mano cubierta de sarna de Zuzu. Ésta me tiraba de la mano diciéndome: «Tía, corramos deprisa, si no, nos van a matar». Corrimos, empujados por quienes venían detrás, para ocultarnos en las chozas más próximas, pero el tiroteo era tal, que éstas no constituían un refugio seguro. Penetramos en el bosque por el primer sendero que encontramos. Después de haber recorrido más o menos un kilómetro, quienes estaban delante nuestra se pararon, como si hubiera algo ante nosotros que les causara miedo, y dieron media vuelta burscamente. Abandonamos el sendero y nos adentramos en la profundidad de la selva. Las ramas nos golpeaban la cara, las zarzas nos arañaban los brazos y el rostro. Felizmente, las chicas me habían seguido en esta carrera loca. Bajo la cubierta densa del bosque, hicimos un alto para concertanos y reflexionar. No podíamos permanecer agazapados durante muchos días, ya que debíamos comer y beber. Además, el lugar no estaba muy alejado de la carretera y los rebeldes nos encontrarían en la primera operación de limpieza. Tampoco era lo más indicado seguir adentrándonos en la selva, ya que no conocíamos la región. Decidí volver sobre nuestros pasos y acercarme al río para dar con un lugar por donde se pudiera cruzar. De regreso a la orilla del río, descubrimos un lugar menos profundo por donde pudimos atravesarlo a pie. El agua me llegaba al pecho. Como siento vértigo cuando camino en el agua, Marcelline me cogía de la mano para evitar que me cayera y ahogara. Un hombre, que estaba con nosotros, aceptó llevar a Zuzu hasta la otra orilla; corría el peligro de ser arrastrada por la corriente, bastante fuerte en ese lugar.

Cuando por fin llegamos a la ciudad de Lubutu, constatamos que faltaban dos niños: el chiquillo que salió con nosotros de Tingi-Tingi y una niña de cuatro años que yo había recogido la noche anterior, y que sin duda alguna se había visto separada de su madre a causa del jaleo. La había confiado a Virginia. Cuando corríamos por el bosque, soltó la mano de Virginia y había sido absorbida por la muchedumbre. En cuanto al chaval, Assumpta era su responsable. Había logrado tenerlo con ella desde Tingi-Tingi, a pesar de los zarandeos y empellones. Pero cuando el tiroteo había estallado, Assumpta y el chaval se cayeron, empujados y aplastados por la muchedumbre que huía. Cuando Assumpta pudo por fin levantarse, trató de dar con el chaval, pero en vano. Posteriormente, hemos seguido buscando a estos dos niños, pero sin resultado. A la vista del gran número de personas que perecieron en el puente de Lubutu, no albergo muchas esperanzas de que hayan salido vivos. En el tiroteo, también abandonamos una buena parte de las provisiones que traímaos desde Tingi-Tingi. Era necesario deshacerse de una parte del equipaje para correr deprisa. No éramos los únicos obligados a dejar una parte de nuestras provisiones. Montones de guisantes, maiz, harina, cubos, mantas,…tapizaban el camino.

¿Cómo hemos llegado a este extremo? ¿Cuál ha sido el camino que ha conducido a este drama? ¿Cuáles son las razones de la tragedia de los refugiados ruandeses, olvidados y negados por la comunidad internacional?

Desde la infancia y más tarde al inicio de mi vida adulta en la Universidad de Rwanda y luego en la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica, he sentido y experimentado el peso de todas las contradicciones que minan la sociedad ruandesa entera. No obstante, no imaginaba que podríamos llegar a este punto. Nada me había preparado para afrontar el exilio y el sufrimiento. Nadie, por otra parte, puede prepararse para ser atrapado por la tormenta de la historia, para ser perseguido sin piedad y hostigado todos los días.

He atravesado el infierno, he conocido el horror y, ahora que he escapado, quiero dar testimonio en nombre de todas aquellas y todos aquellos que no han tenido mi suerte y han muerto en la tormenta. Mi punto de vista no es el de la historiadora o de la política, doy testimonio de lo que he visto, de lo que he vivido.

Marie Béatrice Umutesi

Epílogo

«He atravesado el infierno y quiero declarar en nombre de quienes perecieron en la tormenta»

Las tragedias humanas lo son más cuando no han sido lloradas; cuando ni siquiera merecieron la compasión ni estremecimiento internacionales. La tragedia ruandesa tiene varios capítulos y, convendría no olvidarlo, alguno de ellos sigue escribiéndose en las cárceles y en la ocupación por parte del ejército ruandés del este de la República Democrática del Congo. El más conocido, el del genocidio de los tutsi, perpetrado en abril-junio de 1994 por extremistas hutu, ha pasado a formar parte oficialmente del grueso volumen de horrores del siglo XX; no así el capítulo, que constituye el núcleo esencial del relato-testimonio de Marie Béatrice Umutesi, sobre el exterminio de miles de refugiados hutu, perseguidos como alimañas por el ejército tutsi, en la selvas zaireñas de octubre de 1996 a mayo de 1997; una operación de limpieza étnica, con todas las características de genocidio, que se desarrolló ante el ensordecedor silencio de la comunidad internacional.

La Señora Umutesi, como todos los ruandeses, se ve atrapada por los conflictos interétnicos; sin embargo, vuela libremente, sin caer prisionera de su pertenencia étnica, para afirmar y reclamar, en su travesía del infierno, su condición de mujer, de persona humana. Si estremecedor y desgarrador es cuanto nos relata, lo es más su radical compromiso con la verdad en defensa de la dignidad humana.

Marie Béatrice Umutesi es socióloga de formación y ha trabajado fundamentalmente en el campo del desarrollo rural y de la promoción de la mujer campesina. Aunque ya en su infancia y adolescencia, y sobre todo en su época de formación universitaria en Rwanda y Bélgica, la autora había descubierto y vivido las tensiones entre hutu y tutsi, el primer paso hacia el abismo se dará el 1 de octubre de 1990 con la invasión de la prefectura de Byumba por el Frente Patriótico Ruandés, ejército formado esencialmente por tutsi del exterior y apoyado por Uganda. Se cometen masacres en las zonas ocupadas, la familia de la autora, originaria de Byumba se ve obligada junto con miles de personas a desplazarse, se producen represalias ciegas contra opositores al régimen, se inicia la espiral infernal.

El 6 de abril de 1994, el avión en que regresaban los presidentes de Rwanda y Burundi de una cumbre celebrada en Dar-es-Salaam para abordar la solución de los conflictos endémicos de la región, es derribado cuando aterrizaba en Kigali. Esa misma noche estalla la violencia más brutal y la población tutsi (también líderes hutu de la oposición) de las ciudades y de las colinas es masacrada en una especie de orgía salvaje. La señora Umutesi, que se encuentra en ese momento en Kigali, es testigo directo de este genocidio, mientras el conjunto de la comunidad internacional se inhibe y deja que «la sangre corra», tanto en las zonas dominadas por el FPR, que ha lanzado una ofensiva militar, como en las que prosiguen las matanzas de tutsi.

Con la conquista del poder por parte del FPR en julio de 1994, comienza la tragedia de más de dos millones de hutu que se refugian en Tanzania y en Zaire (Kivu-norte, Goma y Kivu-sur, Bukavu). Dos largos años de hacinamiento, dependencia, humiliación y supervivencia. Ricos, pobres, intelectuales, militares, políticos, campesinos, niños, mujeres, viudas…, y entre ellos, Marie Béatrice Umutesi y su Colectivo de Mujeres, luchando por la subsistencia y dignidad y contra el oprobio de ser considerados genocidas

En octubre de 1996, los campos de refugiados hutu del este de Zaire son destruidos por el ejército ruandés, aliado con los rebeldes de Kabila que posteriormente derrocarán a Mobutu y conquistarán el poder en Kinshasa. Se trata de la parte más olvidada y ocultada de la catástrofe ruandesa. Mientras unos refugiados se ven obligados a regresar a su país, en no pocas ocasiones para ser encarcelados y perseguidos, otros optan por huir hacia el oeste y adentrarse en la inmesidad del caótico Zaire. Es el caso de Umutesi. Un auténtico calvario de más de 2.000 kilómetros, en los que la muerte y la degradación física y moral son protagonistas cotidianos de esta huída desesperada delante de los implacables perseguidores del FPR. La mayoría de los fugitivos perecerán; se cifra en más de 200.000 los hutu muertos en las selvas zaireñas. El coraje, la determinación y la «buena estrella» de Marie Béatrice serán más fuertes que la desesperación y el agotamiento y la naturaleza hostil.

El lector tiene ante sí el relato-testimonio del recorrido personal, a través de los acontecimientos más dramáticos de la historia reciente de Rwanda, de una ruandesa hutu. Como recomendaba el historiador americano Jan Vansina, especialista en historia antigua de Rwanda, este libro debería ser de obligada lectura en los centros educativos de Africa Central. Me permito también aconsejarla a quienes desde poderes políticos, económicos y mediáticos deciden, por acción u omisión, sobre la suerte o desgracia de los habitantes de los Grandes Lagos.

No me parece secundario señalar que se trata de la mirada de una mujer sobre el sufrimiento y la injusticia, no sólo por ser mujer la autora, sino porque muchas de las historias personales que nos cuenta los son de mujeres, víctimas anónimas de la tragedia ruandesa, lo que proporciona al relato una emoción especialmente perturbadora. Diríase que cuando todo se derrumba a su alrededor, surge la tenacidad de la mujer africana y su fidelidad a la vida. Bien merecería que el futuro estuviera en sus manos.

Ramón Arozarena
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