En las últimas décadas Estados Unidos ha llevado a la perfección una estrategia muy antigua y ha hecho un uso sistemático de ella: recurrir a falsos eventos extraordinarios e intolerables («incuestionables» en sí mismos, en su autoría o en la interpretación que se hace de ellos) para legitimar las graves agresiones internacionales que viene realizando. Según los principios de Núremberg, el crimen contra la paz es el más grave crimen posible y de él se derivan todos los demás crímenes. El mundo no habría tolerado semejantes agresiones si antes no se hubiesen construido las correspondientes farsas: armas de destrucción masiva en Irak (cuya inexistencia se descubre más tarde) a fin de justificar el control del petróleo y su venta en dólares, genocidio en Ruanda (que ya sabemos que fue provocado y permitido por el FPR, la «rebelión» creada y sostenida por Estados Unidos) a fin de expoliar el Congo, armas químicas ahora en Siria…

Se va construyendo paulatinamente en «laboratorio» un guión que se vuelve absolutamente dominante en todos los grandes medios de comunicación. Así por ejemplo, es humanamente imposible eludir la muletilla (que abre y cierra cualquier artículo «serio» sobre Ruanda o la RD del Congo) sobre «el millón de tutsis asesinados por los genocidas hutus»… a pesar de que dicha tesis sea falsa y, a estas alturas, absolutamente insostenible. Ahora cualquier artículo que «se precie» repite, como certeza inamovible, la doctrina sobre Siria: «mil cuatrocientos seres humanos gaseados por al-Asad»… a pesar de no aportar ni la menor prueba sobre la autoría de tal atrocidad. Tras autoerigirse siempre en paladín de la libertad, Estados Unidos derriba uno tras otro cualquier régimen incómodo mediante el conocido talk and fight: la fuerza militar y la utilización de modo perverso de las «negociaciones» en sus estrategias militares. Existen demasiados precedentes para estar seguro de que las «negociaciones» actuales en Siria son la misma farsa de siempre y que los líderes occidentales no cejarán hasta derribar el régimen, a pesar de que saben bien que no es el autor de los ataques con gas sarín.

Pero casi nadie en Occidente parece querer referirse al proyecto anglosajón de dominación global para el Nuevo Siglo. Aunque para conocerlo, bastaría con ojear el documento Joint Vision 2020, publicado por la Dirección de políticas y planes estratégicos del Ejército de los Estados Unidos en junio de 2000. O con leer al gran estratega de Barak Obama: Zbigniew Brzezinski. O ver la entrevista que se le hizo al general Wesley Clark en marzo de 2007. Los expertos, analistas, editorialistas o tertulianos occidentales que no han sabido o querido ver ese proyecto de dominación global y que, agresión tras agresión, se han limitado a denunciar, a lo sumo, las violaciones individuales de los derechos humanos «por ambas partes» (esquivando sistemáticamente la categoría «crimen contra la paz» y equiparando las violaciones cometidas por los agresores con las cometidas por los agredidos o incluso minimizándolas), han contribuido cada uno en su medida a que semejante proyecto pueda seguir avanzado. Han contribuido a consolidar el fundamento de tales agresiones (tan importante como el poderío militar): la legitimación moral. Es, por tanto, una obligación moral el denunciar también el grave y nefasto papel de todos estos especialistas en la muy peligrosa deriva imperial que está colocando a nuestro mundo al borde de un gran estallido.

Tras la Segunda Guerra Mundial, con el desembarco en Normandía y tantos otros episodios realmente heroicos, quedó fijado el nuevo paradigma: nosotros, «los Aliados», somos los buenos. Paradigma que Hollywood y el retorno incansable de la televisión a aquella gesta fundadora, se cuidan de mantener vivo. Paradigma que no ha sido perturbado por los sucesivos crímenes que los Aliados iniciaron en Hiroshima y Nagasaki y que llegan, por ahora, hasta Siria, pasando por episodios terribles como los de Vietnam, Irak, Ruanda-Congo, etc. Los Aliados pueden tener «errores» o incluso haber cometido, ¡en el pasado!, graves crímenes, pero nada de todo eso afecta al núcleo del paradigma en el momento en el que hay que atacar de nuevo. Y quien se sale de ese marco queda, como Caín, estigmatizado para siempre con una marca: «radical antisistema». Sin embargo, la deslegitimación de esa supuesta legitimidad moral es la más importante batalla en la que hoy deben implicarse quienes quieran seguir los pasos de los maestros de la No violencia.

En realidad, los crímenes cometidos por «los buenos» (como los de Vietnam, por ejemplo, en donde Estados Unidos usó sistemáticamente armas químicas, lanzó más toneladas de bombas que las lanzadas en toda la Segunda Guerra Mundial y estuvo a punto de usar de nuevo bombas nucleares) son incomparablemente más graves que los que pueda haber cometido Bashar al-Asad. La única diferencia que alcanzo a ver entre ambos crímenes (además de la magnitud) está en que «los buenos» se han cuidado siempre de no cometerlos en su propio territorio, de no cometerlos contra su propia sociedad (que financia sus guerras y nutre sus fuerzas armadas). Siguiendo esta lógica, usada por las decenas de miles de «especialistas» que defienden al unísono la tesis de que hay que acabar con el criminal al-Asad, alguien tendría que iniciar de una vez el bombardeo de Estados Unidos. Sin embargo es impensable que a ninguno de tales «especialistas» ni tan solo se le pase jamás por la cabeza semejante barbarie, porque… el Occidente, a cuya elite estos ideólogos están orgullosos de pertenecer, ostenta, ¡en exclusiva!, toda la legitimidad moral que pueda existir en nuestro mundo.