Las imágenes brutales de la policía española cargando contra la población de Cataluña hablan por sí mismas. De todos los testimonios que hemos podido ver y escuchar, particularmente, me ha impactado uno de una manera especial, el de una joven que, con la voz entrecortada, relataba las miradas de odio de los policías que cargaban contra la multitud. Más tarde, otros testigos han insistido en el mismo hecho. Es un odio ancestral, fomentado a lo largo de siglos, atizado por dos dictaduras en el siglo XX. Un odio que se utilizó para justificar una guerra civil. Un odio fomentado para ganar votos mediante una irresponsable recogida de firmas contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña: «ya has firmado contra los catalanes!». Un odio propagado por tertulianos histriónicos, por medios de comunicación que han perdido todo el pudor a la hora de manipular la verdad. Un odio exhibido impúdicamente ante las cámaras con una agresividad calculada, destrozando escuelas con una total indiferencia de lo que pueda pensar la opinión pública internacional. La del domingo, fue una auténtica exhibición de violencia, voluntariamente televisada, dirigida a los espectadores españoles. No en vano, las primeras cargas policiales fueron en los colegios donde estaban concentrados el grueso de los medios de comunicación, donde debían votar el presidente Puigdemont, el vicepresidente Junqueras y la presidenta del Parlamento Forcadell. Para el presidente del Gobierno español el objetivo era transmitir una imagen de dureza ante los suyos, aunque fuera a costa de escandalizar a todo el mundo democrático.

Este odio se manifestó en cada porrazo, en cada patada, en cada pelota de goma… y lo han sentido los catalanes. Aquel «a por ellos» no era broma. Por eso, el domingo se rompió mucho más que la convivencia política entre Cataluña y España, se produjo una ruptura emocional incurable. Después de estos hechos, ¿por qué los ciudadanos de Cataluña han de querer compartir instituciones con una gente que los trata de «ellos» y que les manifiesta un odio tan profundo? ¿Y quien se lo puede reprochar? Sobre todo, cuando desde la izquierda, con la loable excepción de Pablo Iglesias, han dado alas a Rajoy para que ejerciera la represión, primero contra la Generalitat, después contra el pueblo que ejercía el derecho a votar de manera pacífica y, incluso, gandiana. El PSOE de Andalucía, Felipe González, Guerra, Rodríguez Ibarra, el diario El País… exigiendo más mano dura contra los independentistas. El mismo Pedro Sánchez, el domingo por la noche, con una voz compungida lamentaba la violencia pero la atribuía principalmente a la Generalitat, mientras seguía delegando en Rajoy una solución negociada. A pesar de la gran concentración espontánea en la Puerta del Sol de Madrid en apoyo a Cataluña, los catalanes deben sentirse muy solos dentro de este Estado. Después de siete años saliendo a la calle de forma masiva, sin el más mínimo incidente, son ignorados, insultados, vejados y, finalmente, apaleados ante los ojos de todo el mundo.

Cataluña se va… y nosotros nos quedamos. Nos quedamos en un Estado donde los franquistas se han manifestado orgullosos, no sólo en las calles, exhibiendo símbolos fascistas y cantando el «Cara al Sol». Hemos visto el fascismo en el Gobierno, en la fiscalía, en la policía, en determinados tribunales, en el Constitucional: un Estado donde se persiguen urnas y los fascistas campan con toda libertad; un Estado gobernado por el partido más corrupto de Europa, que apela a la defensa de la legalidad y de la Justicia, cuando ha burlado las leyes y ha obstaculizado y manipulado la Justicia.

Cataluña se va, impotente ante su fracaso para modernizar un Estado que no quiere cambiar, tan pagado de sí mismo. Y nosotros, algunos, con redoblada admiración os decimos: Adiós Cataluña… y hasta pronto!