Estos días ha sido noticia el juicio al juez Miquel Florit, investigado por haber decomisado los teléfonos móviles a dos periodistas. En el descargo, el juez declaró que consideraba más importante descubrir los autores de las repetidas filtraciones del sumario que instruía que no el respeto al secreto profesional.

Aún no conocemos si la sentencia será absolutoria o condenatoria, pero el caso nos sirve de ejemplo para otros casos, tan o más trascendentes, que son de actualidad. Todos tienen un elemento en común: las infracciones de la ley por parte de funcionarios públicos, policías, fiscales, jueces y magistrados con la intención de preservar lo que para ellos es un bien superior. Tendremos que admitir que este «bien superior» puede estar condicionado por prejuicios religiosos, morales y políticos de quienes lo ponen por delante de la legalidad. Nos movemos en un terreno muy resbaladizo. Porque, podríamos justificar la tortura en determinados casos, las detenciones arbitrarias, los informes policiales falsos o prisión preventiva abusiva durante los años que dura la instrucción… ¿Y por qué no? la imputación de delitos de rebelión y de sedición a manifestantes, la condena por delitos de opinión a cantantes; o el juicio por blasfemia… Es una línea muy fina que se permite traspasar a ciertos servidores públicos, sobre todo cuando algunos han demostrado estar tan contaminados ideológicamente, ¡tanto! que podrían poner la defensa de sus ideas por encima de la ley.

El ejemplo más reciente es el del magistrado vocal de la Junta Electoral Central propuesto por Ciudadanos, que actuaba de asesor del mismo partido a la vez que, como miembro de la JEC, informaba sobre denuncias del partido que lo remuneraba. Estando en la Junta Electoral participó en la resolución que suspendió la candidatura de Carles Puigdemont a las elecciones europeas de 2019, precisamente por un recurso de Ciudadanos. Esta resolución fue suspendida después por el Tribunal Constitucional.

También son de dominio público los jueces que han recibido remuneraciones de la FAES, fundación vinculada al PP y presidida por José María Aznar. El más destacado sería Pablo Llarena, el cual fue el instructor de la causa contra los independentistas catalanes y el autor de las polémicas y falladas euroórdenes de captura contra Puigdemont y demás exiliados.

Pero, quizás el caso más escandaloso es el del Tribunal de Cuentas, organismo encargado de la fiscalización de los partidos políticos y organismos públicos. Los doce consejeros –que no deben ser jueces, aunque se llame Tribunal– son elegidos por el Congreso y por el Senado, esto quiere decir por los partidos políticos. Actualmente, el PP tiene mayoría absoluta. Este Tribunal tiene 700 funcionarios, 100 de los cuales son familiares de los consejeros o de altos cargos de la Administración. Por ejemplo, la actual presidenta, María José de la Fuente, sobrina del ministro franquista Licinio de la Fuente –que también colocó a dos hijas. O el segundo del tribunal, Javier Medina Guijarro, que tiene un hermano, una hermana, la mujer y una pariente de la mujer. También es consejero el hermano del presidente Aznar y la ministra de su gobierno, Mariscal de Gante. Ellos absolvieron a Ana Botella de una multa de 227 millones de euros por la venta de 1.860 viviendas de protección social a fondos buitres. Estos son los que impusieron una multa de más de 4 millones de euros a Puigdemont y a su equipo por malversación, aunque el ministro Montoro declaró que no se había gastado un euro público en el proceso catalán.

En definitiva, es difícil afirmar que el Estado goza de una buena democracia si los mecanismos que deben velar por el cumplimiento de la ley están pervertidos y contaminados.