Un querido y antiguo amigo, Cecili Buele i Ramis, de padre guineano y madre mallorquina, es una voz autorizada como pocas para hablar de este sufrido pueblo de Burundi. Fui su compañero en el seminario de Mallorca a finales de los sesenta. Recuerdo aún perfectamente el día de su ordenación sacerdotal, el mes de junio de 1968. Era mi primer curso de filosofía. En el año 1972, terrible para el pueblo hutu de Burundi, él ya estaba allí como misionero. Los acontecimientos que entonces vivió lo marcaron de por vida. Él los define como el genocidio de los tutsis contra la población hutu de Burundi. Unos días antes de que yo terminase este libro, nos encontramos y me los narró largamente. Su relato es estremecedor y excepcional. Le solicité que lo pusiera por escrito:

Viví muy de cerca los luctuosos y sangrientos “sucesos” de 1972 en Burundi. Estos acontecimientos comportaron la muerte de miles de personas: ¡rondando el medio millón sobre una población de seis millones, se dijo por aquel entonces! Treinta y siete años después, aun habiendo cambiado de ambiente y de condición, todavía no se han borrado de mi memoria las crueles escenas que presencié en vivo y en directo. Desde la repentina pérdida de mi profesor de kirundi, el hutu que me enseñaba la lengua del país, llamado Lázaro; pasando por la desaparición de catequistas de la parroquia, sacerdotes de la diócesis, monjas de la comarca, médicos del dispensario, representantes políticos, soldados, maestros, estudiantes, hombres y mujeres sencillos de mi entorno más inmediato (todos hutus). Tuve que presenciar personalmente la desaparición y la muerte violenta de miles de personas “por el simple hecho de ser hutus” a manos de tutsis furiosos y encolerizados. Otros compañeros y compañeras, sin duda, pueden haber vivido experiencias distintas. Yo me he visto obligado a vivir la mía, de tal forma que a lo largo de mi vida me he sentido empujado a identificarme plenamente con los sufrimientos y las luchas de la etnia más maltratada en Burundi, contra la abusiva presencia de los prepotentes tutsis. Una fecha nefasta quedó marcada para siempre dentro de mi memoria: el 29 de abril de 1972 significa el inicio de una tragedia sin límites, cuyo alcance no sé si llegará jamás a valorarse correctamente, como es debido, con más o menos acierto. Aquel 29 de abril de 1971 me encontraba en la misión católica de Bugenyuzi. Había ido allí a pasar el fin de semana, tal como hacíamos habitualmente durante los meses dedicados a estudiar el kirundi en el Centro de Estudios de la Lengua, en Muyange.

Los militares tutsis se dedicaron a dificultar la circulación de un lugar a otro para que no se supiera lo que pasaba. Tuvimos que permanecer allí durante quince días… La vuelta al Centro de Estudios nos sirvió, por lo menos, para tener una mejor visión de conjunto de lo que estaba ocurriendo realmente a lo largo del país. Un compañero suizo procedente de una misión situada a orillas del Tanganica había enterrado muchísimos muertos (hutus) que los soldados (tutsis) habían dejado tirados por los contornos. Lo hacía durante la noche porque no se lo permitían durante el día. Había otros compañeros italianos. Los soldados (tutsis) habían comenzado a disparar sus armas sobre la multitud a la salida de la misa dominical. Cuando la gente se encerró dentro de la iglesia a cal y canto, los soldados habían obligado a salir a todos los hombres (hutus) y, sin la menor explicación, los habían fusilado allí mismo. Un médico europeo había tomado la decisión de volver a casa tras haber rescindido su contrato laboral con las instancias sanitarias oficiales. Mientras realizaba una delicada operación a uno de sus pacientes (hutu) se habían presentado en el quirófano un grupo de soldados (tutsis) y habían hundido sus armas en el vientre del enfermo anestesiado.

Otros compañeros comentaban que habían ayudado a la gente (hutus) a huir al exterior organizando viajes en camioneta hasta la frontera, con el riesgo que comportaba el hecho de tener que pasar por caminos ocultos en medio de la oscuridad de la noche. Compañeras suecas que trabajaban cerca de la frontera de Tanzania habían presenciado que, tras rescatarlas en helicóptero y sacarlas de la región, el mismo aparato de las fuerzas armadas (tutsis) había disparado indiscriminadamente contra la población hutu hasta que no había quedado nadie con vida.

En el Centro de Estudios de Muyange aquellos hechos luctuosos también tuvieron consecuencias. “Mi enemigo acaba de llegar”, dijo Lázaro, el ayudante del profesor de kirundi tras mirar por la ventana y haber advertido quiénes eran los recién llegados. Algunos alumnos le recomendamos que no se fuera. Otros, en cambio, le sugirieron que huyera. Él, Lázaro (hutu), lo tenía muy claro: “Si no me voy con ellos (los tutsis), matarán a mi mujer y a mis hijos. Es mejor que muera yo solo. Adiós”. Esa fue la última palabra que le escuchamos en kirundi, el idioma que estudiábamos allí la tropa extranjera: N’agasaga, adiós.

Dieron un tratamiento bestial previo al asesinato masivo. Se veía cada vez más que la represión iba dirigida contra un sector concreto de la gente del país: los miembros más destacados de la etnia hutu. Ello terminó de quedarme claro cuando fui a la capital, Bujumbura, tres semanas después, el 17 de mayo de 1972. Todo ocurrió en pocos minutos. En las dependencias de la Prefectura, donde habíamos ido a buscar el salvoconducto que nos permitía circular por las carreteras del país, vimos cómo llegaba un camión cargado de soldados (tutsis) armados hasta los dientes. Un grupo bajó del vehículo precipitadamente y cargó de manera ruidosa y disciplinada sus armas. Se disponían a expulsar de su refugio a toda la gente que había por allí. De una de las estancias del edificio empezaron a salir dos largas hileras de hombres (hutus) con los brazos en alto, en señal de rendición. Habían sido golpeados, azotados y maltratados hasta el extremo. Estaban llenos de sangre y de golpes por todo el cuerpo. Fueron obligados a pasar entre los soldados y se los hizo subir al camión. La escena no podía ser más inhumana. Los primeros que habían subido al vehículo eran obligados por los soldados a ponerse boca abajo con los brazos a la espalda. Algunos se prestaban a ello voluntariamente, conscientes de que era lo último que harían en la vida. Otros ofrecían cierta resistencia, sabiendo que iban directamente a la muerte. A otros se les oía decir, en voz muy alta y con grandes lágrimas, el saludo más popular en todo el país, “amahoro, amahoro” (que significa “paz, paz”) mientras iban subiendo al camión a trompicones. Cuando el suelo del camión estuvo lleno de hombres tumbados con los brazos a la espalda, colocaron otra capa encima. Y encima de ésta, otra. Y encima de la tercera, una cuarta, hasta que ya no cabían más. Por último subieron los soldados, quienes se situaron de pie encima de las espaldas de los hombres tumbados, apuntándoles con las bayonetas. Se estaba desplegando un plan odioso destinado a exterminar a toda la élite hutu empleando todos los medios al alcance de los militares. Mediante el llamado Plan Simbananiye los soldados batutsi buscaban bahutu y los mataban en la capital, Bujumbura, y en el resto del país, ¡hasta “conseguir igualar cuantitativamente ambas etnias”!

Recuerdo otros casos concretos. Un misionero que se dirigía en motocicleta al interior del país se topó con unos soldados quienes, metralleta en mano, le hicieron señales de que no se detuviera y siguiera adelante. Pocos metros más allá pudo escuchar el sonido de unos disparos. Todo el cargamento humano fue fusilado allí mismo. Eran bahutu. Unas jóvenes alumnas de una escuela de Bujumbura, de etnia bahutu, habían sido obligadas por unos estudiantes batutsi a desnudarse delante de ellos en una de las salas del centro. Mientras unas eran violadas brutalmente, otras recibieron descargas eléctricas en los pechos y otras partes sensibles de su cuerpo hasta la muerte. En los centros superiores y en la universidad, los estudiantes batutsi podían hacer lo que quisieran con sus compañeros bahutu. Nadie podía decirles nada. A uno le sacaron los ojos, y a otro le arrancaron los testículos. Las cuchilladas estaban al orden del día y de la noche. Una religiosa negra (hutu), una enfermera que había estado a cargo de un misionero durante todo el tiempo en que éste había permanecido ingresado en el hospital de Gitega, también fue asesinada. Decían que por el hecho de estar al corriente de todo lo que pasaba en el país. Otra monja negra (hutu) de un convento cercano al Centro de Estudios de Muyange había desaparecido y nadie ha vuelto a saber nada de ella. Muchos sacerdotes negros hutus pasaron al otro mundo. Jamás he podido olvidar aquel poeta y escritor, de gran inteligencia y sabiduría que había estudiado teología en Roma, muy proclive a la implantación de nuevas formas de evangelización para Burundi: el abbé Mikaeli Kayoya.

Treinta y siete años y medio después, creo estar en condiciones de poder extraer algunas conclusiones más o menos razonadas. Nunca tuve nada en contra de la gente sencilla de la etnia batutsi. Siempre quise mantener con ella buenas relaciones. Valoro, sin embargo, como totalmente rechazable la prepotencia tutsi y su comportamiento gubernamental, político y militar. A diferencia de los siglos xix y xx, en que el África negra permaneció en las manos blancas de una Europa central y meridional con ansias de convertirse en potencia colonial, otras nuevas formas de colonización y dominación, en este caso anglosajona, se están imponiendo en el siglo xxi, el siglo de la globalización. Países como Alemania, Bélgica, España, Francia, Italia, Portugal, la Unión Soviética, China, etc., que intentaron apoderarse del Continente Africano durante los siglos xix y xx, están siendo arrinconados (no totalmente) y van siendo sustituidos (cada vez más intensamente) por Estados Unidos y Gran Bretaña de manera progresiva. Y no tanto por los gobiernos de estas potencias –que no dejan de ser meros títeres en manos más poderosas– como, sobre todo, por parte de lobbies de alcance mundial cada vez más influyentes. ¿Por qué no tengo que llegar a concluir, precisamente, que son los lobbies de los grandes negocios anglosajones quienes utilizan la prepotencia tutsi contra la población hutu con la finalidad de procurarse una presencia mucho más cómoda en una región repleta de recursos naturales? ¡No hay nada semejante en todo el planeta como el Congo, Ruanda, Burundi, la región de los Grandes Lagos! En 1972 ya conocí allí a ingenieros de la ONU que hacían prospecciones encaminadas a encontrar materiales calificados como “singulares” dentro del término parroquial donde yo trabajaba.

Posteriormente, Cecili Buele, ya de nuevo en Mallorca, ha ocupado cargos como el de presidente de Amnistía Internacional Mallorca, impulsor de la asociación Drets Humans de Mallorca, concejal en el Ayuntamiento de Palma, conseller de Cultura i Joventut en el Consell de Mallorca y diputado en el Parlament de les Illes Balears. A comienzos de 1996 nos acompañó durante muchos días en nuestra primera marcha por la Paz en Ruanda y Burundi, marcha que se inició en Barcelona para finalizar en la sede de la ONU en Ginebra. Allí fuimos recibidos por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, José Ayala-Lasso.