El lanzamiento de las bombas atómicas (bautizadas, en un repugnante ritual, como Little Boy y Fat Man) los días 6 y 9 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki respectivamente, fue el primer acto de la Guerra Fría (guerra a la que se está volviendo actualmente, desde que Rusia se va recuperando de su caída). Pero, sobre todo, fue el primer acto estadounidense para llevar a cabo su firme propósito: imponer al mundo su hegemonía (propósito que desde entonces nunca ha abandonado). Podríamos decir que en aquel momento, en el que Estados Unidos cometió lo incalificable, empezó a torcerse de nuevo la historia humana. Una historia que ya se había torcido trágicamente el día en el que Adolf Hitler alcanzó el poder, pero que por fin se estaba enderezando tras una aterradora Segunda Guerra Mundial en la que millones de rusos, norteamericanos, europeos o australianos dieron generosamente su vida.

El lanzamiento de las dos bombas no buscaba la rendición de un Japón que ya estaba dispuesto a rendirse. Buscaba doblegar, en el inicio mismo de un Nuevo Orden Mundial, a una Unión Soviética que por entonces aún estaba luchado en el mismo bando de los Aliados. En un discurso en el Monumento a Washington el 5 de octubre de 1945, el almirante Chester Nimitz, comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, declaró: “Los japoneses, de hecho, habían pedido la paz antes de que se anunciara al mundo la era atómica con la destrucción de Hiroshima […]”. Por su parte, el general Leslie Groves, director del proyecto de fabricación de la bomba atómica, el Manhattan Project, se lamentó: “Nunca pensé que Rusia fuese nuestro enemigo y que el proyecto se llevó a cabo sobre esa base”.

Un núcleo duro que manejaba al presidente Harry Truman, un verdadero Estado oculto (que pervive hasta el día de hoy) que tomaba (y sigue tomando) decisiones militares tan graves como la del lanzamiento de las bombas atómicas sin tan solo consultar al Alto Mando militar, decidió un horroroso crimen que tuvo a la población civil como objetivo. Si esto no es terrorismo, el peor de los terrorismos, el terrorismo de Estado (nuclear, en este caso), ¿cómo deberíamos llamarlo? El uso perverso de los términos los hace no solo inútiles sino un obstáculo insalvable para intentar comunicarnos. El exdiplomático, analista político y autor de dieciséis libros, amigo de Daniel Ellsberg, Peter Dale Scott, llama “el Estado profundo” a la estructura secreta que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial dirige la política exterior y la política de defensa estadounidense más allá de las apariencias democráticas. Julian Assange lo llama “el Estado de seguridad”.

En dicho Estado oculto jugó entonces un papel fundamental el secretario de Guerra, Henry Stimson. Este personaje, comparable en perversión a la actual candidata demócrata Hillary Clinton (que ha acumulado también muy graves responsabilidades criminales durante su mandato como secretaria de Estado; un secretariado que, en su caso, más bien podría ser considerado también de Guerra), llegó a expresar al presidente Harry Truman su preocupación por que, dado que la fuerza aérea de Estados Unidos había devastado ya las principales ciudades japonesas, la bomba atómica no fuera capaz de “mostrar su fuerza”. Así, desoyendo el llamamiento de diversos generales (que solicitaban que, en último caso, fuesen lanzadas en zonas sin población civil), fueron elegidas como objetivo dos ciudades que, por su escasa relevancia militar, aún no habían sido arrasadas.

Ya en aquella época, el importante informe de Walter Brown (asistente del secretario de Estado James Byrnes) reveló que, en una reunión celebrada tres días antes del lanzamiento de la primera bomba, el presidente Harry Truman reconoció que Japón ya buscaba la paz. Habían sido interceptados diversos mensajes de Noatake Sato, el embajador japonés en Moscú. El secretario de la Armada James V. Forrestal resumió en su diario, el 15 de julio de 1945, el contenido de dichos mensajes: «el meollo del mensaje final […] era que Japón estaba completa y totalmente derrotado y [que] lo único que podía hacer era reconocer rápida y definitivamente tal hecho.»

En julio de 1945 el general Dwight D. Eisenhower, que en 1953 se convertiría en 34º presidente de Estados Unidos, había instado al presidente Harry Truman a no utilizar la bomba atómica. Pero la locura del poder era (y sigue siendo) incontrolable (hoy la llaman la erótica del poder). Más tarde el general se lamentaría: “Las posibilidades letales de la guerra atómica en el futuro son aterradoras. Mi propio sentimiento era que, al ser los primeros en utilizarla, habíamos adoptado un estándar ético común a los bárbaros de la Alta Edad Media. No me enseñaron a hacer la guerra de esa manera, las guerras no se pueden ganar destruyendo a mujeres y niños”. Esta no es, ciertamente, la “heroica” historia que durante décadas nos han inoculado. Y, lo que en verdad más nos importa (el ahora) es que siguen en las mismas, con unos medios cada vez más poderosos a su servicio. Ahora la bestia negra es el presidente Vladimir Putin.

Hace falta un cinismo a prueba de bomba nuclear para que aquellos que son los únicos que han utilizado la bomba atómica (y lo han hecho de modo totalmente injustificado y criminal, si es que puede haber alguna justificación posible para tal utilización), pretendan liderar además la llamada moratoria nuclear. Un cinismo que pude comprobar personalmente cuando viajé en el año 1999 a New York y Washington. Portaba una carta firmada por casi una veintena de premios Nobel y también, unánimemente, por el Parlamento Europeo en la que se solicitaba al presidente Bill Clinton que pusiera freno a su gendarme en el África Central, Paul Kagame, en la carnicería que seguía llevando a cabo en el Congo. Paradójicamente, mientras dicha carta no fue considerada de especial interés por diversos funcionarios de la Administración estadounidense y de la ONU, así como por los medios de comunicación… esos mismos medios anunciaban entonces, cada día en sus primeras páginas, que dos o tres premios Nobel acababan de firmar el llamamiento estadounidense a una moratoria nuclear.

Ahora, en plena campaña para la entronización de Hillary Clinton, la plataforma demócrata de julio pasado, que ha sido considerada “la más progresista de las plataformas que haya tenido el Partido Demócrata”, ha declarado (entre otras “lindezas” neoliberales e imperialistas) que Estados Unidos se atribuye el derecho de atacar militarmente a cualquier país que intente desarrollar armamento nuclear. No soy en absoluto un antiestadounidense. Soy bien consciente de otras muchas barbaries, como las terribles y masivas purgas llevadas a cabo por Iósif Stalin. Pero, como explicaré en la tercera parte de este artículo, a los seguidores de la no violencia lo que nos interesa no es el analizar académicamente quienes fueron los buenos y los malos de la historia, sino cambiar el presente (por eso este artículo está lleno de paréntesis que insisten en la similitud de los acontecimientos de aquel pasado reciente con el momento actual que vive la humanidad).

La doctrina de la no violencia, basada en la fuerza de la verdad, está estructurada en función del cambio social y político. Mahatma Gandhi o Martin Luther King tenían un tipo de inteligencia no solo intuitiva y emocional sino eminentemente práctica. Lo que en verdad debería interesarnos a todos es cambiar, y sin más demora, un presente que queda magistralmente resumido por Noam Chomsky en el breve título de uno de sus más importantes libros: Hegemonía o supervivencia. Se refiere a la hegemonía estadounidense, claro está. Prefiero aclararlo por si alguien aún no ha querido enterarse. Se refiere a una pretensión hegemónica absolutamente incompatible con la supervivencia de la especie humana.