No pasa muy a menudo que alabe a la BBC por hacer periodismo de verdad. Además, es con cierta incredulidad que me encuentro aplaudiendo a Jane Corbin, ya que lucharé hasta el día de mi muerte para poder perdonarla por su obra despreciable de propaganda israelí mostrando en un reportaje, hace unos años, el ataque de la armada israelí contra el barco de ayuda Mavi Marmara en Gaza.
Aún así, Corbin ha planteado un documental revisionista verdaderamente preocupante en Ruanda, llamado La historia no contada de Ruanda. El argumento del programa es que la historia oficial sobre un genocidio directo por la mayoría hutu de Ruanda contra los tutsis hace 20 años es altamente selectiva y totalmente engañosa. Un experto sugiere que la narración que se nos ha dado es el equivalente a la reducción de la Segunda Guerra Mundial al Holocausto y diciendo que no ha pasado nada más de importancia.
Lo que el documental demuestra con fuerza es que Paul Kagame, el héroe de la historia oficial del genocidio de Ruanda, fue casi seguro el mayor criminal de guerra que hubo en aquellos terribles acontecimientos. Kagame lideró la principal milicia de los tutsis, el FPR. Es casi seguro que ordenó el abatimiento del avión del presidente ruandés, el detonante para la guerra civil que rápidamente se convirtió en un genocidio; en las mejores estimaciones, su FPR fue responsable de la muerte del 80% de un millón de personas que murieron en Ruanda, de forma que los hutus y no los tutsis fueron las principales víctimas; y su posterior decisión de extender la guerra civil en la vecina Congo, donde muchos civiles hutus habían huido para escapar del FPR, causó la muerte de hasta cinco millones de personas más.
No es de extrañar, pues, que Kagame sea defendido por el mayor criminal de guerra de Gran Bretaña, Tony Blair. Pero la podredumbre se ha extendido mucho más allá. Ruanda, ahora elogiada como modelo de democracia bajo Kagame, es en verdad un estado policial, donde el presidente mata o encierra a todos los opositores, maneja las elecciones y no cuestiona la historia oficial que creó, que los tutsis eran las víctimas exclusivas del genocidio.
La BBC no ha tenido que desenterrar ninguna nueva información para hacer este programa. Todo estaba disponible desde hacía años. Pero nadie, aparte de unos pocos expertos – académicos, personal militar de la ONU sobre el terreno, investigadores de la ONU, antiguos colaboradores de Kagame y desilusionados del círculo íntimo – se han atrevido a hablar.
Los verdaderos criminales, como siempre, al parecer, han sido las potencias occidentales y la ONU. Han mostrado afortunadamente su remordimiento por no haber intervenido en el momento del genocidio (presumiblemente porque su error confesado ha ayudado a justificar la posterior oleada de falsas «intervenciones humanitarias» en Oriente Medio). Pero lo que el documental deja claro es que Blair, Bill Clinton, Kofi Annan y muchos otros han ayudado a encubrir los crímenes contra la humanidad de Kagame y proporcionar un barniz de legitimidad a su actual gobierno opresivo. Cualquier persona que haya amenazado con destapar el asunto, como Carla del Ponte, la fiscal jefe del Tribunal Internacional de la ONU para Ruanda, se la ha echado.
Pero mientras veía el programa, algo me impresionó especialmente con fuerza, aunque Corbin no hiciera referencia a ello: ¿qué periodistas han ido arrastrándose por toda la historia de Ruanda durante años? ¿Como se permitió forjar a Blair, Clinton y Annan el mito de un simple genocidio hutu de tutsis sin que fuera cuestionado seriamente por los periodistas que trabajan para periódicos serios, que se supone que interpretan estos eventos para nosotros?
Desde mi propia experiencia cubriendo Israel-Palestina, puedo adivinar lo que pasó. Los reporteros sobre el terreno temen alejarse demasiado del consenso de sus redacciones. En lugar de decir a sus editores lo que pasaba (el modelo de producción de noticias que la mayoría de la gente supone que se hace), los editores estaban creando el marco de la historia para los periodistas, sobre la base de la narrativa oficial promovida en los círculos políticos y diplomáticos. Los corresponsales preocupados por sus carreras no se atrevieron a desafiar con fuerza la línea adoptada, incluso cuando sabían que era una mentira.
Ruanda también ofrece un ejemplo revelador de cómo trabajan estos grupos de pensamiento, y como una persona no experta, lejos de los acontecimientos reales pero educada en una especie de consenso sobre los asuntos exteriores de Londres o Washington, acaba vigilando los límites del pensamiento posible de un modo que nos priva a nosotros, sus lectores, del derecho a escuchar una contra-narrativa.
Un culpable en este caso fue George Monbiot, a menudo visto como uno de los pensadores más radicales y originales que publican en los principales medios de comunicación liberales británicos. Hace dos años escribió un ataque horrible titulado «Nombrando a los negacionistas del genocidio», contra dos académicos, uno de ellos el famoso Ed Herman. Monbiot finalmente apuntó a una serie de otros pensadores, entre ellos Noam Chomsky, acusándolos de ser «despreciadores del genocidio», para no calificarlos igual en su instigación.
El crimen cometido por este pequeño grupo fue que habían planteado la posibilidad de que la historia oficial del genocidio en Ruanda – así como de algunas de las masacres en los Balcanes – podría no ser del todo precisa históricamente, y que los hechos podrían haber sido distorsionados para obtener ventajas políticas. Monbiot, desinteresado en evaluar sus afirmaciones o hacer frente a los hechos, los atacó por haberse apartado de la narrativa oficial. Monbiot podría querer reconsiderar su comportamiento, por el que yo y otros lo criticamos en su momento, y emitir una disculpa largamente esperada.
Aparte de eso, las acusaciones vergonzosas de Monbiot son un ejemplo útil del poder que tiene la adherencia emocional, imaginativa y posiblemente financiera de los medios de comunicación sobre los periodistas, incluso los alabados por su independencia.
Es en este contexto en mente también que uno debe quitarse el sombrero ante la BBC y, de mala gana, ante Jane Corbin por hacer su trabajo por una vez. La Historia no contada de Ruanda nos recuerda cómo los periodistas raramente ejercen en serio el trabajo de romper el mito y decir la verdad, reivindicada como piedra angular de su oficio.
Jonathan Cook, con sede en Nazaret, Israel, es un ganador del Premio Especial Martha Gellhorn de Periodismo. Sus últimos libros son “Israel y el choque de civilizaciones: Iraq, Irán y el Plan para rehacer Oriente Medio” (Pluto Press) y “Palestina desapareciendo: los experimentos de Israel en la desesperación humana” (Zed Books).