Cuando la República Democrática del Congo y Ruanda firmaron el Acuerdo de Paz de Washington en junio de 2025, bajo los auspicios de Estados Unidos, muchos lo consideraron un avance diplomático: el primer marco en décadas que situaba el liderazgo estadounidense en el centro de la estabilización de los Grandes Lagos. El acuerdo prometía una doble vía: la retirada de las fuerzas y milicias ruandesas del este del Congo y la neutralización de las FDLR en el marco de un proceso más amplio de paz y retorno de los refugiados.

Cuatro meses después, la aplicación del acuerdo se encuentra en punto muerto. Los calendarios se han descarrilado, los combates han reanudado y la ambigüedad central del acuerdo –cómo «neutralizar» un movimiento entrelazado con la vida de casi medio millón de refugiados ruandeses– amenaza ahora con descarrilar todo el proceso.

Tanto en Washington como en la región, los círculos de decisión siguen considerando la «neutralización» como un problema puramente militar que requiere una respuesta militar. Sin embargo, intentar aniquilar una organización político-militar arraigada en los agravios y las estrategias de supervivencia de una población refugiada –y en las fracturas políticas y sociales del este del Congo– no solo sería ineficaz, sino también peligrosamente contraproducente. Esto podría fracturar la cohesión nacional congoleña, agravar el sufrimiento humanitario y devolver la iniciativa estratégica a Kigali, cuyas fuerzas y aliados se han beneficiado de la inestabilidad durante tres décadas.

Washington debe reconocer ahora que la única vía viable es la política, no la cinética, y utilizar su influencia para hacer posible esa vía política.

Por qué la opción militar contra las FDLR no puede funcionar y por qué es contraproducente

Hay cuatro factores que hacen que una «solución» militar sea inútil.

En primer lugar, los costes humanitarios y políticos serían inmediatos. Una ofensiva contra las FDLR provocaría nuevos desplazamientos masivos, fomentaría las represalias y agravaría una situación humanitaria ya de por sí catastrófica. Los informes de las organizaciones de defensa de los derechos humanos que operan en la región documentan los repetidos ataques contra las aldeas de Kivu del Norte, donde la población civil sufre el peso de las operaciones del M23 y sus aliados. Extender la violencia a estas zonas rurales no haría más que aumentar el sufrimiento y alejar cualquier perspectiva de solución política.

En segundo lugar, las FDLR no son un grupo combatiente aislado. Representan, histórica y socialmente, la expresión armada de una amplia población de refugiados ruandeses y comunidades congoleñas que temen la persecución y la exclusión. No se puede «destruir» un fenómeno militar arraigado en una población civil sin romper el sentimiento de seguridad de esa población, y sin provocar nuevos reclutamientos, represalias y desplazamientos.

Por eso han fracasado décadas de operaciones militares (Umoja Wetu, Kimia II, Amani Leo, etc.). Incluso tras la muerte del comandante Sylvestre Mudacumura en 2019 y otras pérdidas de liderazgo en 2023, el movimiento se ha mantenido. Su resistencia se debe a su arraigo social, no a su superioridad militar. Una guerra de desgaste contra una base social no es una solución: es un factor que agrava el conflicto.

En tercer lugar, una campaña brutal desestabilizaría el frágil equilibrio entre las FARDC, los grupos de autodefensa locales y las comunidades del este. Muchos wazalendo consideran que las FDLR forman parte de una red de protección frente a los abusos del M23 y las RDF. Si las FARDC atacan a las unidades de las FDLR que operan junto a estas comunidades, corren el riesgo de alienar a aliados locales esenciales, debilitar la postura defensiva de Kinshasa y, sin quererlo, reforzar al M23 y a sus apoyos ruandeses. Las escaladas de 2024-2025 ya han demostrado que una operación desconectada de las realidades políticas locales puede tener consecuencias catastróficas.

En cuarto lugar, la geografía del conflicto hace que las exigencias de Kigali sean contradictorias. Las zonas históricamente asociadas a las FDLR —Rutshuru, Kiwanja, Masisi, Nyiragongo— están hoy en día en gran parte bajo el control del M23 y, por extensión, de las Fuerzas de Defensa de Ruanda. Estos territorios también concentran a las poblaciones de refugiados ruandeses instaladas desde 1994, de donde proceden muchos de los actuales miembros de las FDLR. En la práctica, Kigali pide a Kinshasa que «neutralice» a las fuerzas situadas en zonas ya ocupadas y administradas por su propio ejército y sus intermediarios. Al ocupar y militarizar estos bastiones de refugiados, Kigali confunde a civiles y combatientes y transforma las zonas de refugio en zonas de ataque. Esta contradicción no es accidental: al exigir la neutralización de las fuerzas situadas en territorios bajo influencia ruandesa, Kigali se garantiza la posibilidad de atribuir a Kinshasa cualquier posible fracaso, ya que el objetivo no es la seguridad, sino mantener a Kinshasa políticamente debilitada, militarmente constreñida y diplomáticamente desacreditada.

Falta la cuestión de los refugiados ruandeses

La crisis de los refugiados ruandeses no es un simple síntoma del conflicto de los Grandes Lagos, sino su punto de partida. Cuatro meses después del Acuerdo de Washington, esta dimensión, que sin embargo es el verdadero motor del conflicto, sigue siendo en gran medida ignorada. El ACNUR registra algo más de 200 000 refugiados ruandeses en la RDC, pero el número real, incluyendo a los no registrados, los apátridas y los que viven con una identidad falsa, probablemente supera el medio millón.

No se trata de una cuestión secundaria: es la falla central de la inestabilidad en África Central. La llegada, entre 1994 y 1996, de cientos de miles de refugiados que huían del avance del Frente Patriótico Ruandés provocó la primera gran catástrofe humanitaria de la región. Su presencia en el este del Congo se convirtió, según los puntos de vista, en una razón o en un pretexto para la intervención militar de Ruanda en 1996. Esta intervención desencadenó la Primera Guerra del Congo y condujo a la caída de Mobutu en 1997. La cuestión de los refugiados también estuvo en el centro de la Segunda Guerra del Congo en 1998. Desde entonces, crisis tras crisis, guerra tras guerra, cada estallido de violencia en la región remite, de una forma u otra, a esta cuestión sin resolver.

Por lo tanto, no se trata de un problema humanitario marginal, y mucho menos de un asunto que pueda dejarse en manos de Kigali. La afirmación de Ruanda de que podría «resolver» la cuestión mediante repatriaciones forzadas coordinadas con el M23 es ilusoria y peligrosa. Se trata de una causa fundamental de la inestabilidad regional, que solo puede abordarse mediante una solución política basada en la justicia y una verdadera reconciliación.

Sin embargo, desde el punto de vista político, estos refugiados siguen siendo invisibles, e incluso en el ámbito humanitario su situación sigue siendo en gran medida ignorada. Durante años, informes de la ONU y de ONG han documentado masacres selectivas y persecuciones –actos que, en algunos casos, podrían constituir crímenes contra la humanidad o incluso genocidio–sin que se haya producido una respuesta internacional estructurada.

Las masacres que se están perpetrando actualmente en Rutshuru, Masisi, Binza y los territorios circundantes prolongan esta trágica continuidad de violencia. En las últimas semanas, cientos de civiles hutus –entre ellos refugiados ruandeses establecidos desde hace mucho tiempo– han sido ejecutados en ataques deliberados llevados a cabo por unidades del M23-AFC con el apoyo de las Fuerzas de Defensa de Ruanda. Investigadores de la ONU y de ONG como Human Rights Watch y Amnistía Internacional han documentado estas matanzas y la destrucción sistemática de aldeas hutus. Lejos de ser aisladas, estas atrocidades prolongan treinta años de violencia dirigida contra las comunidades hutus del este del Congo, un patrón ya detallado en el Informe Mapping de la ONU de 2010. Su recurrencia, su selectividad y la impunidad que las rodea reflejan una estrategia organizada de limpieza étnica y, cada vez más, una intención genocida. A pesar de esta realidad ampliamente documentada, la respuesta internacional sigue siendo tímida, como si reconocer a estas víctimas pudiera socavar la narrativa dominante.

¿Cómo es posible que una población tan central en la historia del conflicto siga estando tan ausente de las soluciones?

Durante tres décadas, todos los intentos de repatriación han fracasado porque las causas profundas en Ruanda siguen sin cambiar: falta de seguridad personal, de garantías judiciales, de reconocimiento político, de reintegración social y de oportunidades económicas. Cada oleada de retornos forzados o coaccionados no ha hecho más que aumentar la desconfianza y desacreditar a las instituciones encargadas de proteger a los refugiados. Quienes temen la persecución buscan inevitablemente defenderse, y es precisamente la existencia de estas estructuras de autodefensa lo que Kigali invoca posteriormente como prueba de una «amenaza existencial», lo que justifica nuevas incursiones y guerras por delegación en el este del Congo.

El resultado es un ciclo que se autoalimenta: el miedo genera milicias, las milicias justifican las invasiones y las invasiones crean nuevos refugiados. Romper este círculo vicioso requiere mucho más que operaciones militares o programas de desmovilización: se necesita una apertura política centrada en la protección, que garantice un retorno verdaderamente voluntario, basado en los derechos y supervisado por terceros creíbles. Sin ello, cualquier marco militar o diplomático, por muy sofisticado que sea, no hará más que reproducir la inestabilidad que pretende resolver.

La percepción errónea de las FDLR: cuando la narrativa sustituye a los hechos

La percepción actual de las FDLR parece guiada por una narrativa más política que factual. La etiqueta de «grupo genocida» que se les atribuye nunca se ha establecido jurídicamente ni se ha aplicado de manera coherente. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) nunca ha acusado a miembros de la actual dirección de las FDLR de genocidio. De hecho, de los aproximadamente 500 oficiales de las antiguas Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR), solo unos pocos han sido condenados, mientras que varios han sido absueltos.

Es esencial distinguir entre las FDLR como organización y las personas que la componen. Si bien una minoría de sus miembros sirvió en el antiguo ejército ruandés, la mayoría son jóvenes que se unieron al movimiento después de 1994, sin relación con los acontecimientos de ese período. Entre los antiguos oficiales de las FAR que siguen en activo, muchos nunca han sido acusados de ningún delito, en particular Victor Byiringiro, actual presidente de las FDLR, y el general Omega, comandante de su rama militar, las FOCA (Fuerzas Combatientes Abacunguzi). También hay que recordar que un gran número de antiguos miembros de las FAR se integraron en el ejército ruandés después de 1994.

Paradójicamente, el propio Kigali ha integrado a muchos exmiembros de las FAR y antiguos cuadros de las FDLR en altos cargos de sus instituciones, del Ministerio de Defensa y de los servicios de seguridad. Si la pertenencia a las FAR bastara para demostrar una ideología genocida, estos nombramientos serían indefendibles. La doctrina de «no dialogar con los genocidas», a menudo esgrimida en el extranjero, se derrumba ante las decisiones pragmáticas del régimen.

Además, expertos de la ONU han documentado que Ruanda integra a antiguos miembros de las FDLR en las tropas que despliega en la RDC –varios cientos según los informes– debido a su conocimiento del terreno. Esta realidad operativa contradice directamente la retórica oficial de Kigali.

Estas contradicciones exigen una reevaluación objetiva del papel y la naturaleza de las FDLR en el proceso de paz, un paso indispensable para lograr una estabilidad duradera en la región de los Grandes Lagos.

Las raíces de esta errónea calificación se remontan a un episodio fundacional: el asesinato, en marzo de 1999, de ocho turistas occidentales en el bosque de Bwindi, en Uganda. El ataque, inmediatamente atribuido al Ejército de Liberación de Ruanda (ALiR), precursor de las FDLR, sirvió de justificación para las primeras sanciones estadounidenses. Sin embargo, investigaciones y testimonios posteriores revelaron graves incoherencias. El exoficial de inteligencia ruandés Aloys Ruyenzi afirmó que la operación había sido orquestada por agentes del FPR disfrazados de rebeldes, una operación de bandera falsa destinada a reforzar la narrativa ruandesa de las «milicias hutu terroristas» y a obtener el apoyo occidental a sus campañas en el Congo. Años más tarde, un tribunal federal estadounidense anuló las confesiones centrales del caso Bwindi, al considerarlas obtenidas bajo tortura. Este episodio dio lugar a una poderosa arma narrativa, perfeccionada desde entonces por Kigali.

Veinte años después, el argumento de la «amenaza para la seguridad» ya no se sostiene. Las FDLR no han llevado a cabo ningún ataque transfronterizo significativo contra Ruanda en más de dos décadas. Su presencia es ahora defensiva, concentrada en zonas rurales aisladas donde a menudo conviven con las comunidades locales. Los informes de seguimiento de las Naciones Unidas confirman que no disponen de la logística, los efectivos ni la ambición necesarios para representar una amenaza real. Sin embargo, Kigali sigue agitando su espectro para justificar sus incursiones y mantener una economía de guerra basada en la explotación ilegal de los recursos congoleños.

La falsa equivalencia entre las FDLR y el M23 distorsiona aún más la realidad. El M23 es una fuerza auxiliar fuertemente armada, financiada, dirigida y abastecida por las Fuerzas de Defensa de Ruanda. Controla centros urbanos y corredores estratégicos. Las FDLR, por el contrario, están modestamente equipadas y arraigadas en comunidades de refugiados, sin ambiciones políticas, ideológicas ni territoriales en la RDC.

Las operaciones pasadas contra las FDLR —llevadas a cabo al considerarlas erróneamente una amenaza estratégica comparable a la del M23— provocaron desplazamientos masivos de civiles sin resolver nada. Repetir este enfoque hoy en día debilitaría aún más los equilibrios ya precarios que sostienen el marco de Washington.

Esta manipulación del discurso en torno a las FDLR no es secundaria: constituye el núcleo de la estrategia regional de Kigali y ha influido durante mucho tiempo en la percepción estadounidense del conflicto. Al hacer suya la narrativa ruandesa de una amenaza permanente, Washington se ha alineado a menudo con los objetivos tácticos de Kigali en lugar de buscar una estabilidad regional duradera. La paradoja es ahora evidente: las FDLR no son un enemigo ideológico, sino un pretexto estratégico, un instrumento narrativo que sirve para legitimar la prolongada presencia militar y económica de Ruanda en la República Democrática del Congo.

La trampa de Kigali

Kigali sabe perfectamente que la aniquilación total de las FDLR es imposible, y precisamente por eso la exige. Detrás de la retórica de la «neutralización» se esconde una estrategia deliberada que mantiene el este del Congo en llamas desde hace tres décadas.

La lógica es simple: al presionar a Kinshasa para que «neutralice» a las FDLR, Ruanda conduce al Gobierno congoleño a tres callejones sin salida. En primer lugar, desmantelar sus alianzas locales con las milicias wazalendos; en segundo lugar, embarcarse en una campaña imposible de ganar, cuyo fracaso servirá a Kigali de pretexto para «intervenir de nuevo»; y, por último, mantener una guerra sin fin que garantice a Ruanda su presencia, su influencia y sus vías de extracción en el corazón del territorio congoleño.

Desde hace treinta años, las Fuerzas de Defensa de Ruanda nunca se han retirado totalmente del este del Congo. A pesar de su superioridad logística, su capacidad de inteligencia y su entrenamiento y apoyo por parte de las grandes potencias occidentales, no han «neutralizado» a las FDLR, porque el problema es político, no militar. Las FDLR no pueden ser erradicadas con bombas: son la emanación de una población refugiada arraigada en comunidades que han sufrido, en repetidas ocasiones, masacres perpetradas por auxiliares ruandeses. Kigali controla las ciudades a través del M23, pero nunca ha sometido el corazón rural donde viven, recuerdan y resisten estas poblaciones.

Las FDLR de hoy en día no son los restos de una fuerza de 1994. Están compuestas en su mayoría por jóvenes nacidos y criados en la RDC, hijos de esas mismas comunidades perseguidas, un crecimiento orgánico de poblaciones que llevan décadas siendo perseguidas simplemente por ser quienes son.

El esquema es circular y perverso: las unidades del M23 y las FDR justifican sus operaciones calificando a comunidades enteras de «FDLR» o «partidarias de las FDLR»; se producen abusos, se instala el miedo y estas comunidades se ven obligadas a armarse o a aliarse con grupos de autodefensa, lo que Kigali cita inmediatamente como una nueva prueba de una «amenaza existencial». La violencia genera así la justificación de más violencia. El objetivo de Ruanda no es la seguridad, sino la influencia. Cada nuevo estallido de combates ofrece un nuevo pretexto: un «corredor», una «operación», una razón más para quedarse. Al presentar a las FDLR como una amenaza existencial, Kigali obtiene una cobertura diplomática para intervenir libremente en el Congo, al tiempo que se presenta como un estabilizador en lugar de un desestabilizador.

Lo que es aún más peligroso es que la definición ruandesa de «amenaza» está en constante evolución. Una vez que las FDLR se hayan debilitado o neutralizado políticamente, Kigali se centrará inevitablemente en las milicias wazalendos –muchas de las cuales son de etnia hutu congoleña– calificándolas a su vez de «genocidas». Esta inflación retórica garantiza que ningún civil hutu, ni ninguna estructura armada hutu, pueda ser considerado legítimo, perpetuando así el derecho de injerencia permanente de Kigali.

Esta dinámica no puede romperse por la fuerza. Solo un marco político que aborde la cuestión de los refugiados desde su raíz –con garantías creíbles de seguridad, derechos y retorno– podrá poner fin al ciclo que Ruanda ha mantenido durante décadas.

Construir la paz mediante el diálogo: una hoja de ruta política para una seguridad real y una estabilidad duradera

Si la vía militar es una trampa, la alternativa es clara: una hoja de ruta política centrada en la protección, que vincule el desarme a garantías creíbles de retorno, derechos y reintegración. Solo una alineación de incentivos de este tipo puede ofrecer a los combatientes una salida racional, a los refugiados un retorno digno y a Ruanda las garantías de seguridad que dice buscar.

Este proceso debería comenzar con la creación de un Mecanismo Conjunto de Diálogo para los Refugiados Ruandeses, bajo los auspicios conjuntos de la ONU y la Unión Africana, coordinado por los Estados Unidos, en colaboración con los actores regionales y facilitadores internacionales como Qatar. Este mecanismo debe ser neutral e inclusivo –asociando a los refugiados de la República Democrática del Congo, los países vecinos y las diásporas en Europa y América– y tener como mandato la elaboración de un Marco de Retorno y Protección acompañado de un calendario claro de reformas institucionales, jurídicas y de seguridad en Ruanda.

Por su parte, Kigali debería comprometerse a adoptar medidas de confianza con plazos concretos y verificables: garantías de retorno seguro bajo supervisión internacional; adopción de una ley de amnistía; fin verificable de los retornos forzosos de refugiados y del acoso transfronterizo; y apertura del espacio cívico y político. El reconocimiento jurídico y la integración en el panorama político ruandés de los actores y organizaciones procedentes de los refugiados son indispensables, al igual que la liberación de las personas encarceladas por su compromiso pacífico. Lo mismo ocurre con una libertad esencial: el derecho de todas las víctimas de crímenes cometidos desde 1990, tanto en Ruanda como en la República Democrática del Congo, a testificar públicamente sin ser criminalizadas como «negacionistas». Sin verdad, la reconciliación es ilusoria.

El desarme solo puede producirse tras el restablecimiento de la confianza, nunca antes. Solo cuando se hayan establecido las garantías políticas, las salvaguardias jurídicas y el seguimiento internacional, el desarme podrá ser creíble. En este contexto, la desmovilización debe concebirse no como un acto de rendición, sino como una etapa de integración en un marco político negociado.

Un enfoque pragmático podría comenzar con un acuartelamiento temporal bajo supervisión internacional, seguido de una reintegración legal basada en un filtrado transparente y una reinserción profesional adaptada a las competencias. Esta reintegración también debería ofrecer perspectivas de responsabilidad dentro del ejército y las instituciones civiles, de modo que los cientos de miles de refugiados que regresan se sientan realmente representados en los más altos niveles del aparato de seguridad y político.

Para tranquilizar a los refugiados, los comités de coordinación dirigidos por refugiados en todo el este del Congo deberían garantizar la gestión de la información, el registro y el diálogo local, con el apoyo técnico de socios internacionales neutrales. Dada la pérdida de credibilidad del ACNUR entre los refugiados ruandeses, este debería mantener una función técnica y logística, sin dirigir la dimensión política, que debería ser competencia de un marco internacional más amplio.

Si se dan estas condiciones –garantías creíbles de retorno, apertura política real en Ruanda y verificación internacional–, entonces el desarme se convertirá en un camino hacia la paz en lugar de un instrumento de capitulación. Ofrecería al movimiento político-militar de los refugiados ruandeses una transición negociada y una salida política digna, a los refugiados un renovado sentido de seguridad y ciudadanía, y a Ruanda la estabilidad duradera que afirma buscar.

Por último, el proceso debe ser oponible y verificable. Su integración en el marco de Washington, la sujeción de la ayuda a avances medibles y el establecimiento de un mecanismo de verificación independiente bajo el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU garantizarían la realidad de los compromisos. Sin verificación ni consecuencias, ningún acuerdo puede durar.

Para Washington, no se trata de caridad, sino de estrategia. Un acuerdo político que restablezca la estabilidad, favorezca el comercio lícito y refuerce la soberanía de los Estados de la región representaría un modelo de diplomacia pragmática, basada en la firmeza, la responsabilidad y el respeto mutuo.

Pero para que este marco tenga éxito, los dirigentes ruandeses deben afrontar consecuencias tangibles en caso de incumplimiento. Mientras Kigali mantenga un monopolio absoluto del poder y la percepción de superioridad militar sobre sus vecinos, actuará como si la diplomacia fuera opcional. Por lo tanto, el equilibrio de poder debe cambiar: el régimen debe comprender que el incumplimiento de sus compromisos puede debilitar su legitimidad internacional, sus alianzas estratégicas y, en última instancia, su control del poder.

Solo bajo una presión diplomática y económica sostenida, los dirigentes ruandeses considerarán la cooperación no como una opción, sino como una necesidad.

Más allá de la consolidación de la paz, esa estabilidad también protege los intereses estratégicos de Estados Unidos, al garantizar un acceso duradero a los minerales críticos indispensables para la economía mundial, un objetivo central en la renovada competencia de la Administración Trump con las grandes potencias. Por lo tanto, evitar que la fragilidad y los conflictos regionales perturben estas cadenas de suministro no es solo un imperativo moral, sino una exigencia estratégica.

Eludir la trampa narrativa de Kigali: un camino estadounidense hacia la paz real en los Grandes Lagos

El Marco de Paz de Washington supuso un avance en cuanto a intenciones, una muestra del regreso del liderazgo estadounidense y de la diplomacia estratégica. Sin embargo, en su concepción actual, corre el riesgo de prolongar la inestabilidad que pretendía resolver. Al erigir la «neutralización» de las FDLR sin inscribirla en un proceso creíble de retorno de los refugiados, protección y reforma política, refuerza involuntariamente la influencia de Kigali y debilita la posición de Kinshasa.

Es hora de superar la trampa narrativa que Kigali ha construido tan hábilmente. Durante años, Ruanda ha vendido a la comunidad internacional su propia definición de «seguridad», presentándose como un estabilizador mientras exporta inestabilidad. Su estrategia es metódica, disciplinada y económicamente pragmática. Adherirse a ella sin cuestionarla equivale a prolongar la guerra de Ruanda, no a construir la paz que el presidente Trump desea y que la región necesita con tanta urgencia.

Estados Unidos dispone de los resortes decisivos para reorientar el proceso, no relajando la firmeza frente a los grupos armados, sino redefiniendo la «neutralización » como un resultado político. Este enfoque privaría a Kigali de su justificación para mantener una presencia militar en el Congo, impediría que Kinshasa se embarcara en campañas autodestructivas y situaría a Washington en el centro de una paz duradera y verificable.

En la práctica, muchos actores internacionales —incluidos los Estados Unidos— siguen considerando a Ruanda como un socio conveniente en materia de seguridad y una puerta de acceso estratégica a los minerales críticos de la región. Esta dependencia, aunque comprensible en el contexto de la competencia mundial, corre el riesgo de consolidar un statu quo de impunidad e inestabilidad.

Sin embargo, una Ruanda más pluralista e inclusiva, menos centrada en una estructura de poder única y más abierta a la diversidad política y social, sería a la larga un socio regional más estable, predecible y pacífico. Tal transformación no solo beneficiaría a los pueblos de Ruanda y sus vecinos, sino también a los intereses a largo plazo de las potencias occidentales que dicen querer construir una estabilidad real en África Central.

Fuente: Jambonews

Foto: Un soldado de las FDLR con refugiados ruandeses en Chai, en el Kivu del Norte

RDC-Ruanda : un acuerdo de paz o una ilusión ? | Patrick Mbeko (Alohanews, 03.07.2025)