Del libro Huir o morir en el Zaire, de Marie Béatrice Umutesi, marzo 2002, pp. 36-38 y 43-44

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Desde comienzos de 1990 habían empezado a circular rumores sobre un inminente ataque de los refugiados tutsis, pero casi nadie les prestaba credibilidad. Éramos muchos los que pensábamos que esos rumores eran lanzados por el régimen de Habyarimana para distraer la atención de la población de los verdaderos problemas del país.

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A mediados de 1990 una amiga tutsi me confirmó el rumor del ataque de los refugiados tutsis. Afirmaba tener información proveniente de miembros de su familia que vivían en Uganda y formaban parte del entorno de Fred Rwigema, entonces ministro del Interior del presidente Museveni. Con ocasión de su último viaje a Uganda, los parientes de esta amiga habían insistido en que no regresara directamente a Ruanda a causa de la guerra que se preparaba. Le recomendaran que esperara un poco, ya que el retorno de los refugiados estaba próximo. Iban a regresar en masa tras la victoria militar. A pesar de esta información de primera mano, yo seguía siendo escéptica. Un ataque de los refugiados tutsis traería consigo inexorablemente la matanza de los tutsis del interior del país, como había sucedido con ocasión de los ataques anteriores. Yo esperaba que los refugiados tutsis fueran a agotar primero todas las vías pacíficas posibles para hacerse oír antes que pensar en la lucha armada, para no exponer la vida de centenares de miles de inocentes. Ignoraba todavía que la vida de un hombre no pesa casi nada cuando se trata de alcanzar el poder. Como diría cínicamente años más tarde Tito Rutaremara, un líder del movimiento de los refugiados tutsis, “no puede hacerse una tortilla sin romper huevos”.

Me enteré del ataque de los rebeldes por las radios internacionales. Los reporteros hablaban de un ejército de diez mil hombres, bien entrenado, disciplinado y superequipado. Por el contrario, presentaban al Ejército de Habyarimana como una banda de boy scouts. Apenas dormía durante las primeras semanas. Tenía miedo. Siendo originaria de Byumba –es decir, del norte– no me sentía suficientemente segura en Gitarama, donde extremistas del sur podían aprovechar el caos, si la guerra se generalizaba, para deshacerse de la gente del norte. Además, me sucedía con frecuencia que me tomaban por tutsi. Si la guerra llegaba a Gitarama, corría el peligro de ser blanco de los extremistas hutus, que no dejarían de hacer pagar a los tutsis el ataque de sus hermanos refugiados. Sabía que si los rebeldes alcanzaban el poder, aprovecharían los primeros días para deshacerse de los individuos molestos. Al ser hutu y responsable de una ONG, yo no tenía ninguna esperanza de escapar a las matanzas. Dejé de tener miedo con la llegada de los militares zaireños, belgas y franceses. Sentí también alivio al enterarme de que el presidente Habyarimana había abandonado la Cumbre de la Francofonía en Canadá para regresar urgentemente a Ruanda. Esperaba que pudiera encontrar una solución al conflicto antes de que éste degenerara. Durante esos días de miedo, por primera vez tuve confianza en él.

El ataque de los rebeldes tutsis fue seguido de una ola de detenciones en todo el país de personas sospechosas de colaborar con el enemigo. En Kigali fueron detenidas 8000 personas y agrupadas en el estadio durante varios días, bajo un sol de justicia, sin alimentos y sin agua. En esta operación hubo varios muertos. Muchos intelectuales tutsis, considerados a menudo equivocadamente como aliados naturales de los refugiados tutsis o rebeldes, fueron las víctimas principales. Muchos hutus, igualmente sospechosos de entendimiento con el enemigo o víctimas de arreglos de cuentas, fueron encarcelados.

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A partir de 1991 el Frente Patriótico Ruandés cambió de estrategia militar. Abandonó la guerra clásica por la guerrilla. Para la población de Byumba la guerrilla iba a ser una tragedia. Al principio los rebeldes no atacaban a la población civil, pero a partir de 1991 comenzaron a masacrarla sistemáticamente. La gente comenzó a desplazarse masivamente hacia regiones todavía no afectadas por los combates. Contaban las atrocidades que cometían los rebeldes: mujeres destripadas, hombres empalados. Perpetraban muchas otras modalidades de tortura, a cual más bárbara. Estas historias macabras creaban un sentimiento de terror en las poblaciones de los municipios fronterizos con Uganda. Los rebeldes ya no eran percibidos como seres humanos. La gente se los imaginaba con cuernos y cola, como el catecismo presentaba al diablo.

Comencé a oír hablar de las atrocidades cometidas por el Frente Patriótico Ruandés cuando los primeros desplazados, que venían de los municipios próximos a la frontera ugandesa, llegaron a mi zona en 1992. En un principio pensé que se trataba de historias nacidas en la mente de aquellas pobres gentes traumatizadas por dos años de vagabundeo. Comencé a creer en ellas el día en que la mujer de un primo, llamado Macali, comerciante de Kibuye, nos contó las circunstancias del asesinato de éste por los rebeldes del Frente Patriótico Ruandés. “Cuando los rebeldes llegaron a Kibuye, mi marido antes que nada nos evacuó a mí y a nuestros hijos. Luego regresó a buscar algunas provisiones, ya que no nos habíamos llevado nada en la huida. Cuando llegó a casa ya estaban en ella los rebeldes. Le cogieron y le torturaron. Esperamos en vano su vuelta. Al no verle regresar, mis hijos aprovecharon un momento de cierta calma en los combates para ir hasta la casa a escondidas. Encontraron a su padre atado con sus propias vísceras a un pilar de la tienda. Los rebeldes lo habían destripado, le habían arrancado los intestinos y los habían utilizado como cuerda”. Este relato y otros me afectaron profundamente. La vida había cambiado: el horror, la angustia y el miedo estaban presentes cada día.