La sentencia del caso Gürtel, además de las condenas a destacados cargos públicos del Partido Popular, ha constatado dos hechos importantes: la financiación ilegal del partido, prácticamente desde su creación, y la existencia de una caja B proveniente del cobro de comisiones ilegales. Sin menospreciar que el Tribunal ha considerado que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, cometió perjurio en su declaración.
La gravedad de los delitos que el Tribunal considera probados deberían haber supuesto la dimisión inmediata del Gobierno y la disolución del Partido Popular. Por desgracia, nada de esto ocurrirá ya que los dirigentes del PP no tienen el más mínimo sentido democrático ni conciencia moral.
Independientemente del resultado de la moción de censura que el PSOE ha registrado, el ciclo de control de las principales instituciones por parte del Partido Popular está terminado. Por mucho que los dirigentes del PP se aferren al poder con uñas y dientes, los electores le pasarán factura. Pero, ni las condenas judiciales ni la pérdida del poder no compensarán el mal que los populares han infringido a los españoles y a la España que tanto dicen amar.
El paso del Partido Popular por las instituciones españolas ha supuesto el desprestigio de la actividad política, en general. La corrupción, el amiguismo, el clientelismo, la privatización de servicios públicos, la absurda planificación de grandes infraestructuras (como la alta velocidad, ya iniciada por el PSOE), el rescate de grandes infraestructuras fallidas económicamente, el freno a las energías renovables con el impuesto al sol… más que lo robado con el cobro de comisiones a cambio de adjudicaciones irregulares, el coste económico de todo este desbarajuste es incalculable, además de suponer una hipoteca para las generaciones futuras.
También debemos hablar del daño moral infringido a una sociedad que se ha acostumbrado a la corrupción. O el mensaje que los jóvenes han aprendido: es más importante «estar bien» con el poder que no la preparación y el esfuerzo personal —el ejemplo de los másteres universitarios de Cifuentes y compañía lo dice todo. Pero, de todos los males atribuibles a esta saga de dirigentes sin escrúpulos, lo peor es haber enfrentado entre ellos a los ciudadanos del Estado español. Rajoy, para alcanzar el poder al frente de su partido, atizó la catalanofobia. El recurso de inconstitucionalidad presentado contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña, y la posterior sentencia de un Tribunal Constitucional partidista, evitó el definitivo encaje de Cataluña con España. La Transición política y la incorporación de España a Europa habían despertado la ilusión que, al fin, el Estado español se acercaría a las democracias europeas y asumiría el hecho plurinacional avanzando hacia modelos políticos parecidos a los de Bélgica o de Suiza, respetuosos con el plurilingüismo. Pero, todo esto se ha ido a pique. Las maniobras del PP para situar a personas afines ideológicamente a las más altas instancias judiciales ahora pasan factura. El resultado es bien conocido: violencia policial, encarcelamientos preventivos arbitrarios, euroórdenes de detención sin ninguna base jurídica sólida… Y, como decíamos, lo peor de todo, el odio desatado en buena parte de los españoles contra Cataluña y los catalanes.
Hoy, de aquella «transición modélica» no queda nada. La imagen de España ante el mundo es la de un Estado autoritario, con un sistema judicial totalmente e injustamente desprestigiado por la politización del Tribunal Supremo y del Constitucional, gobernado por el partido más corrupto de Europa.