Esto era y no era un abogado de una ciudad «de provincias», como dicen en la capital; una persona conservadora, que había llegado a ocupar un cargo político en el partido que gobernaba la Comunidad Autónoma. Un día le invitó el presidente del gobierno autonómico y le propuso ser uno de los miembros de la terna de «juristas de reconocido prestigio» que habían de convertirse en magistrados del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma, al ser nombrados por el Consejo General del Poder Judicial después de ser votados en el Pleno del Parlamento autonómico.

Como es natural, el abogado aceptó con orgullo la propuesta de su presidente, con el que compartía vecindad en una urbanización en las afueras de la capital. Pero la fatalidad, para algunos sería la providencia, fue que uno de los primeros casos que le «tocaron» fue la instrucción del caso político más escandaloso de la historia de la Comunidad: un caso de presunta captación de votantes de emigrantes en las tierras de América del Sur, en el que estaba directamente implicado el presidente del Gobierno, como autor de un manuscrito en el que diseñaba todo el operativo de captación de votantes para su partido, financiado con fondos públicos. Después de una larga instrucción, en el transcurso de la cual llegó a despreciar, tratándolo de fantasioso, a un testigo que aportaba el nombre de un trabajador público que conocía todo el operativo. Archivó el caso exculpando a todos los políticos implicados.

Entre otros casos, aún le «tocó» otra instrucción de gran repercusión política, ya que implicaba la presunta participación de un grupo de alcaldes del partido del gobierno en una trama de contratación de una asociación que promovía un espectáculo en ferias y fiestas por los pueblos. Ni que decir tiene que los alcaldes también fueron exculpados.

Pocos años después, el abogado convertido en magistrado, a propuesta del mismo partido, fue elegido por el Senado vocal del Consejo General del Poder Judicial. Llegaba a las más altas instancias del poder judicial, al órgano que nombra magistrados del Tribunal Supremo y de los Tribunales de Justicia de las comunidades autónomas. Era la brillante culminación de su «carrera» judicial.

Observará el lector una cierta ironía en la calificación de carrera. Y es que la carrera judicial no es tan sencilla como le resultó al protagonista de nuestro cuento. Para convertirse en juez, los interesados, después de cursar los estudios de abogado, deben superar unas pruebas no tan meteóricas como una simple votación. Los aspirantes a juez deben superar una dura oposición libre que consiste en la superación de tres ejercicios: un test de cien preguntas; una exposición oral en audiencia pública de cinco temas sobre derecho constitucional, derecho civil y derecho procesal, y otra exposición oral en audiencia pública sobre derecho procesal civil, derecho procesal penal, derecho mercantil y derecho administrativo o laboral. Una vez aprobada esta oposición, se debe superar un curso teórico práctico en la Escuela Judicial en Barcelona; a continuación, se harán seis meses de prácticas en los órganos judiciales que les correspondan y, finalmente, una fase de sustitución y refuerzo en órganos judiciales.

De la carrera judicial han surgido buenos fiscales, jueces y magistrados. Hemos conocido algunos en Baleares y en el conjunto del Estado que han demostrado su profesionalidad e independencia política. Por desgracia, en los últimos años hemos visto ensuciada su tarea por la maquinación de los partidos políticos para situar a sus afines en las más altas instancias judiciales. Hasta que el Sistema ha estallado. Y, mientras tanto, hay presos políticos encerrados en prisión hace más de un año. Y esto ya no es un cuento.