Estas semanas se ha celebrado el campeonato de Europa de fútbol. Según los pocos partidos que he podido ver y las crónicas periodísticas, parece que se ha impuesto el juego mediocre, sin brillo ni imaginación. Además, las primeras jornadas del campeonato fueron noticia por los enfrentamientos brutales entre diferentes aficiones, especialmente la rusa y la inglesa. Por desgracia, la violencia en el fútbol no es ninguna novedad, tan dentro del terreno de juego como fuera. Seguramente, es el deporte donde más se tolera y, incluso, se premia el juego sucio y el engaño. No importa el resultado, lo que importa es ganar, aunque sea en el último minuto y de un penalti inexistente. Esta es una frase hecha que ilustra dónde se ha llegado en este deporte, vulnerando todas las reglas de fair play que inspiran el espíritu olímpico. Engañar al árbitro no sólo no está repudiado, sino que se concibe como una muestra de astucia del jugador: simular un penalti inexistente, retorcerse de dolor tirado por el suelo fingiendo una lesión, provocar al adversario… son prácticas habituales, retransmitidas a cámara lenta para las televisiones, las cuales no provocan ningún rechazo en los espectadores, al contrario, bienvenida sea la injusta pena máxima o el gol en fuera de juego si sirve para derrotar al adversario. Un gol hecho ilegalmente con la mano, es tachado de la mano de Dios si sirve para ganar un campeonato del mundo.
Y el problema es que este espíritu antideportivo se transmite a los niños. La mayoría de entrenadores ya intentan inculcar la deportividad en los niños, pero chocan con la realidad de muchos padres que gritan y que incitan a sus hijos a ganar el partido a cualquier precio. Una falta o una desconsideración con el adversario puede recibir el premio del progenitor que alaba estas acciones punibles, mientras que el niño recibe el desprecio del padre si se muestra blando en la disputa del balón o respetuoso con el adversario.
Y, si esto ocurre en el fútbol, por qué no tiene que pasar en la política. Si uno se identifica con los colores de un partido político, especialmente de la derecha, no importa cómo juega, lo que importa es que gane. Puede ser que esto explique los resultados electorales favorables al PP, a pesar de las docenas de casos de corrupción que lo sacuden con cientos de cargos imputados y encarcelados. Les es indiferente si su partido se ha dopado y ha podido hacer unas campañas electorales carísimas gracias a las comisiones que ha recibido. Es igual si se descubre una trama del partido para blanquear dinero. No pasa nada si ministros, consejeros autonómicos, alcaldes, concejales y dirigentes del partido están en prisión o encausados por actos delictivos. Muy bien si un ministro del Interior conspira y utiliza a la fiscalía y la policía para difamar a adversarios políticos, con la complicidad de medios de comunicación afines… Si la causa es justa, no importan los medios empleados. Lo que importa es ganar, mantenerse en el poder, masacrar al adversario.
Con esta concepción del juego, mal nombrado democrático, no es extraño que dimitir sea considerado una debilidad, exigible sólo a los adversarios, los cuales no tienen derecho a tener el poder, que es patrimonio de la derecha. De esta manera, los votantes de la derecha actúan más como forofos o hooligans extremistas que como demócratas que ejercen un derecho democrático. Todo vale para obtener la victoria. Así es la política, así como el fútbol. No importa si los tuyos juegan mal o sucio o si hacen marañas, si al final ganan el partido. Hemos ganado y, sobre todo, los demás han perdido. Esto es lo único que importa.