6º apartado del capítulo 1 del libro ¿La humanidad va hacia el Harmagedon? ¿O hacia la plenitud del Punto Omega? de Joan Carrero
En ámbitos cristianos espiritualistas se suele afirmar que “Jesús no se metió en política”. Ciertamente su misión no fue directa o explícitamente política. Sin embargo, tenía una lúcida percepción de los acontecimientos geopolíticos de su tiempo. Y tal lucidez condicionó totalmente su posición frente a las realidades y fenómenos sociales que le tocó vivir en el Israel de hace dos milenios. Condicionó incluso su propia misión en esta tierra. La condicionó hasta el punto de que sin esa lucidez geopolítica no hubiese podido llevarla a cabo.
Es un dato históricamente incuestionable que sus discípulos sufrieron un gran shock tras el absoluto fracaso del Maestro. Y lo sufrieron no solo por la muerte cruel e ignominiosa de Aquel que tanto amaban, sino también porque esperaban que Él sería el poderoso mesías que liberaría a Israel de la terrible opresión militar, política y económica del Imperio Romano. En el Evangelio de Lucas, los dos discípulos que dejaron Jerusalén y se marcharon a la aldea de Emaús el mismo día de la Resurrección del Maestro, le confiesan al extraño que se encontró con ellos en el camino: “Nosotros creíamos que él sería quien liberaría a Israel”.[1]
Por tanto, es incuestionable que tanto el Maestro como sus seguidores tenían una percepción bien definida y precisa de la realidad geopolítica en la cual vivían inmersos; es incuestionable que tal realidad estaba absolutamente centrada precisamente en la inmisericorde dominación imperial romana; es incuestionable que, por eso mismo, tal dominación agobiante ocupaba también el lugar central en sus propias vidas cotidianas; y, finalmente, es incuestionable que, por todo esto, sus mayores expectativas estaban puestas en “la liberación de Israel”.
Todo lo cual no está en absoluto reñido con el hecho de que Jesús no pretendiese lograr tal liberación, ya durante su vida, mediante una revolución. Una cosa son los análisis sobre una determinada situación y otra las estrategias escogidas para cambiarla. Los discípulos eran incapaces de comprender que Jesús pretendía mucho más que acabar con el Imperio que entonces los oprimía y humillaba en su dignidad como pueblo de Yahvé.
Les era imposible ni tan siquiera imaginar que Jesús pretendía acabar con todos los imperios; acabar con ellos para siempre, erradicando sus raíces más profundas; acabar con ellos en unos plazos mucho más dilatados que aquellos que tenían en mente ellos, sus provincianos discípulos. La dura posición de Jesús frente al Imperio era inequívoca. Ya al final del prólogo mismo, argumenté que la liberación de la que Jesús se proclamaba portador era una liberación integral. En ella estaba por tanto incluía cualquier dimensión social. No era una liberación puramente intimista.
Y era más duro aún con los poderes locales colaboracionistas: las instituciones y gentes que en Israel eran los instrumentos de la Roma imperial (Herodes, los sumos sacerdotes, los saduceos, etc.). Entre los seguidores del Maestro algunos incluso provenían del movimiento de los zelotes. A uno de los doce apóstoles escogidos por Él mismo, Simón el Cananeo, le llamaban también el Zelote.
Es algo que no debería extrañarnos. Aunque los más radicales y violentos, llamados los sicarios, constituyesen una reducida minoría, el movimiento nacionalista de los zelotes, enfrentado frontalmente a la opresión imperial, era muy amplio. Seguramente el episodio de la elección popular de Barrabás y no de Jesús, en el momento en el que Pilato propone el indulto (con motivo de la Pascua) de uno de los dos condenados, no deba ser interpretado tanto en claves místicas como en claves políticas.
El ansia de rebelión frente a la terrible opresión romana era, lógicamente, muy mayoritario. Pero la sublime propuesta de Jesús, humillado y malherido ante Pilato, era totalmente incomprendida (¿y acaso aún no lo es, dos mil años después?). Era un profeta que en aquella hora trágica ya no sanaba ni alimentaba a las gentes, sino que era presentado al pueblo como un fracasado, casi como un despojo humano. “Ecce homo” (“He aquí el hombre”), exclamó con fuerte voz el quinto prefecto de la provincia romana de Judea al presentar a aquel maldito ensangrentado a la exaltada turba que acababan de preferir al zelote Barrabás.
Paralelamente al surgimiento del cristianismo, el movimiento de los zelotes siguió existiendo con fuerza, llegando incluso a tomar Jerusalén en la primera guerra judeo-romana de los años 66-73. Entre tanto, los cristianos, que tras la Resurrección y las apariciones del Señor Jesús ya entendía en qué consistía aquella liberación mucho más integral, profunda y universal a la que se había referido el Maestro, también crecían en número y empezaban a anunciar la Buena Nueva más allá de Israel.
En el año 70, las legiones romanas comandadas por quien sería el futuro emperador, Tito Flavio Vespasiano, asediaron Jerusalén, destruyendo, saqueando e incendiando finalmente el Templo. Tres años más tarde ocuparon la fortaleza de Masada, el último reducto de los zelotes, tras el suicidio de sus defensores. Los caminos de cristianos y zelotas se separaron definitivamente en cuanto a la praxis liberadora. Pero, como vengo argumentando, el análisis geopolítico era semejante. Jesús mismo siempre había dejado muy clara su condena de toda dominación.
Otros episodios evangélicos, que parecerían cuestionar tal enfrentamiento de Jesús con el Imperio, deben ser contextualizados y bien entendidos. Me refiero, por ejemplo, al episodio del elogio por Jesús de la fe de un centurión romano.[2] O al episodio de la elección de Mateo (un recaudador de los impuestos imperiales) como uno de sus doce apóstoles.[3] O al episodio de su debate con un grupo de malintencionados fariseos y herodianos sobre si debía ser pagado o no el impuesto imperial.[4]
La profundidad de la mirada de Jesús sobre los acontecimientos y personas era tal que supo discernir magistralmente (en realidad, divinamente) como debía actuar en cada situación y momento para provocar los profundos cambios, al mismo tiempo personales y colectivos (e incluso históricos), que su Padre le había encomendado. Un discernimiento e integración de opuestos (lo individual y lo colectivo) que tanto ha faltado, a todo lo largo de la historia, ya sea en muchas revoluciones (tan despiadadas con los individuos, que han provocado grandes mortandades) o ya sea en muchos espiritualismos individualistas.
En el episodio del centurión romano de Cafarnaúm, para poder hacer una justa valoración del acontecimiento y del elogio realizado por Jesús, deberíamos sumergirnos en el relato y en sus circunstancias: el centurión buscaba a Jesús impulsado por su gran estima hacia un siervo suyo que estaba a punto de morir; su fe en el Maestro galileo era sorprendente, muy superior a la de la gran mayoría de los judíos; apreciaba tanto a la nación judía que había hecho construir una sinagoga…
Quizá todos estos sorprendentes elementos nos puedan hacer entender que sería un verdadero reduccionismo el calificar a los actores de esta escena, sin matización alguna, en opresores y víctimas. Y quizá nos puedan hacer entender que episodios como este no pueden ser utilizados para argumentar que Jesús no se opuso al Imperio Romano.
En cuanto a la elección del recaudador de impuestos, Mateo, y a su desconcertante llamamiento por Jesús, mientras estaba ejerciendo su despreciable tarea, sentado en el telonio en Cafarnaúm, a orillas del lago de Galilea, ahora tenemos la magnífica perspectiva que nos dan dos milenios: gracias a Mateo, autor del primero de los cuatro evangelios canónicos, miles de millones de seres humanos han recibido la gracia extraordinaria de conocer a Jesús, el Señor.
Él sabía siempre lo que hacía. Y supo muy bien lo que hacía al mirar en aquel momento a Leví-Mateo y decirle con una extraña autoridad: “¡Sígueme!”. Por tanto, tampoco este episodio puede ser utilizado por nadie para cuestionar el profundo rechazo de Jesús hacia cualquier poder opresor. Y en especial a los mayores de tales poderes, los imperiales, que avasallan no tan solo a individuos y sociedades sino incluso a naciones enteras, sometidas por la violencia de las armas.
Finalmente, veamos el último de los tres episodios que he elegido por ser con frecuencia utilizados inadecuadamente. Aquel episodio en el que Jesús afirmó: “Dad, pues, al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”. La astuta respuesta de Jesús a quienes pretendían hacerle caer en la trampa, ya sea apoyando la obligación de someterse al impopular pago de los impuestos imperiales o ya sea enfrentándose a la autoridad imperial, ha provocado durante dos milenios incontables reflexiones y debates.
En mi modesta opinión, para poder comprender bien esta respuesta de Jesús, existe un elemento que, a pesar de que me parece muy relevante, no he podido encontrar en aquellos autores cuyos análisis sobre este episodio he podido leer a lo largo de los años: los enviados por la elite de los fariseos que, junto con algunos herodianos, debían tenderle una trampa a Jesús, eran gentes totalmente inmersas en ese sistema perverso de poder en el que el Cesar y Herodes eran la cúpula.
Eran parte del sistema, pero, al mismo tiempo, pretendía simular que para ellos era posible también una alternativa de resistencia nacionalista: no pagar un impuesto ilícito. No creo que con la astuta salida de Jesús de aquel falso dilema con el que, una vez más, pretendieron hacerle tropezar, se pueda en absoluto afirmar que Jesús sostuviese la necesidad de someterse al Imperio.
Me parece que, en todo caso, lo que pretendió fue dejar de nuevo en evidencia la hipocresía en la que estas gentes vivían y se movían. La ingeniosa salida de Jesús de aquella trampa fue muy semejante a la que utilizó el día en que, una vez más, se enfrentaron con Él exigiéndole que les mostrase con que autoridad hacía las cosas que hacía:
“Llegado al Templo, mientras enseñaba se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo diciendo: ‘¿Con qué autoridad haces esto? ¿Y quién te ha dado tal autoridad?’ Jesús les respondió: ‘También yo os voy a preguntar una cosa; si me contestáis a ella, yo os diré a mi vez con qué autoridad hago esto: El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del cielo o de los hombres?’ Ellos discurrían entre sí: ‘Si decimos: Del cielo, nos dirá: Entonces ¿por qué no le creísteis? Y si decimos: De los hombres, tenemos miedo a la gente, pues todos tienen a Juan por profeta’. Respondieron, pues, a Jesús: ‘No sabemos’. Y él les replicó asimismo: ‘Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto’.”[5]
En aquel momento recurrió a la autoridad de alguien que precisamente no aceptaba el sistema imperial; alguien que con plena coherencia se mantenía fuera de él, a diferencia de los herodianos y de la elite de los fariseos; alguien que no tenía ni bolsa ni monedas imperiales con la imagen del Cesar: Juan el Bautista.
En conclusión, la posición frente al Imperio Romano por parte de los seguidores de un judío marginal, Jesús de Nazaret, así como los acontecimientos históricos en los siglos posteriores a su asesinato, son la evidencia de que el coraje y la audacia de persona socialmente insignificantes, y sin poder militar alguno, pueden ser un factor decisivo en el derrumbe del actual Imperio de la Mentira. Un imperio con pies de barro, como el del sueño del rey Nabucodonosor, que el profeta Daniel interpretó tan certeramente.
Efectivamente, la misión de Jesús no fue directa o explícitamente política, como esperaban sus discípulos. Sin embargo, la lúcida percepción de los acontecimientos geopolíticos de su tiempo condicionó totalmente su posición frente a las realidades y fenómenos sociales que le tocó vivir en el Israel de hace dos milenios. Condicionó incluso su propia misión en esta tierra. La condicionó hasta el punto de que, sin esa lucidez geopolítica, no la hubiese podido llevar a cabo. Es una lección que debería tener muy en cuenta cualquiera que se considere cristiano.
[1] Lucas 24, 19-21.
[2] Lucas 7, 1-10.
[3] Mateo 9, 9-13; Marcos 2, 13-17; Lucas 5, 27-28.
[4] Mateo 22, 16-21.
[5] Mateo 21, 23-27; Marcos 11, 27-33 y Lucas 20, 1-8.
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Pintura: «¿Quid Est Veritas? Cristo y Pilatos» (Nikolai Nikolaevich Ge, 1890). Nikolai Nikolaevich Ge, nacido en 1831 en Voronezh, Rusia, y fallecido en 1894 en Ivanovsky khutor, actualmente Shevchenko, Ucrania, fue un pintor realista ruso de la generación de los Ambulantes. Bajo la influencia de León Tolstói, dedicó los últimos años de su vida a una serie sobre la Pasión de Cristo.
Jesús y los dos discípulos en el camino de Emaús