«Yo disiento»
ADOLFO SUÁREZ

No pasa semana que no nos encontremos ante una decisión judicial escandalosa de las más altas instancias judiciales españolas. Últimamente, hemos visto la absolución de los directivos de Bankia por la salida a bolsa; la condena a la Universidad de Barcelona por el manifiesto de rechazo a la sentencia del primero de octubre aprobada por su claustro (la mayoría de universidades de Cataluña aprobaron el mismo manifiesto), y el discurso de Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del poder judicial y del Tribunal Supremo, que desvela una conversación privada con el monarca que habría criticado al Gobierno español por haber vetado la presencia del Rey en el acto más importante de la carrera judicial celebrado en Barcelona. Sin entrar a valorar cada caso, son tres ejemplos que ilustran las críticas que los últimos años recaen sobre la cúpula judicial española: jueces al servicio de los poderes económicos, jueces que no respetan la libertad de expresión y que la atacan, y jueces que toman partido por las opciones políticas más derechistas. No en vano, cada vez más, instituciones y ciudadanos del Estado español recurren a los tribunales europeos. Hasta ahora, buena parte de estas demandas han sido aceptadas y los tribunales españoles condenados por vulneración de derechos fundamentales.

Lo más grave de todo es que el desprestigio de la Justicia española a escala internacional está provocado por unos magistrados que están en funciones, ya que su mandato ha caducado. Pero la renovación está bloqueada por el PP. A lo largo de las últimas décadas, el PP ha ido maniobrando para situar jueces que les son afines en las altas instancias judiciales: Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Audiencia Nacional Española, Consejo General del Poder Judicial. Unas instituciones copadas por magistrados conservadores, los cuales se han arrogado la defensa de una particular concepción de la nación española. Y, bien pensado, es natural que pase así. Si unas personas han sido nombradas para ocupar una alta función, no por sus méritos profesionales sino por la afinidad política con el partido, no se espera de ellas que actúen con rigor profesional, sino para interpretar las leyes de acuerdo con el criterio político de quien las ha digitado. Es decir, para hacer política.

De este modo, hace tiempo que algunos tribunales persiguen la libertad de opinión y el derecho de manifestación con acusaciones por delitos de terrorismo y de sedición. Incluso, se han atrevido a condenar cargos electos por votación popular para permitir debates parlamentarios sobre determinados temas, entre los cuales hay una presidenta de un Parlamento. También han inhabilitado a un presidente electo por desobediencia a una autoridad administrativa, lo que nunca puede ser delito, en opinión de juristas expertos.

Y ya, envalentonados, han permitido condenar a una Universidad por un manifiesto de su claustro. Un claustro formado por personas elegidas por todo el estamento universitario.

Todo ello consigue el objetivo que siempre han tenido las ideologías más conservadoras y reaccionarias: extender el miedo a ejercer los derechos fundamentales. Por ello conviene recordar un artículo publicado en 1982 por el entonces presidente del Gobierno en el que critica la tibia sentencia sobre el golpe de estado de Tejero de 1981. Entre otras cosas, bajo el título «Yo disiento», Adolfo Suárez escribía: «Alguna vez señalé que sólo había que tener miedo al miedo mismo. No hay libertad bajo el miedo, no hay derechos ciudadanos bajo el miedo, no se puede gobernar bajo el miedo… Creo que el miedo traería consigo la involución de la política española”.