Nos percibíamos como potenciales liberadores de una Europa conquistada por los soviéticos, para apoyar a la guerrilla de resistencia europea (eso cambiaría con el envío de tropas a Vietnam en la década del sesenta, cuando las Fuerzas Especiales fueron enviadas a cazar y matar guerrilleros.) Estábamos regidos por las leyes de guerra, y se suponía que -aunque solo fuera para nuestra propia protección bajo la Convención de Ginebra- operábamos con uniforme militar con identificación militar.
Hemos recorrido un largo camino desde entonces, tanto las Fuerzas Especiales del Ejército como la visión de EE.UU. sobre su misión en el mundo. Hoy las Fuerzas Especiales se han agrupado con la Fuerza Delta del Ejército, los Rangers (infantería liviana especializada), los “Seals” de la Marina, y las unidades de Operaciones Especiales de los Marines, más algunas unidades de la fuerza aérea, en algo llamado Comando de Operaciones Especiales de EE.UU., que según el periódico Washington Post se desplegaron el año pasado en 75 países (más de la mitad de las naciones del mundo), y se planea que operen en 120 países hacia finales de año.
Nada de esto será una novedad para cualquiera que siga de cerca la política de EE.UU. Lo planteo para cuestionar un proyecto y una política de estas características, no solo simplemente por razones morales, como individuo y ciudadano, sino también por razones políticas y militares. El programa de dominación de seguridad global que EE.UU. lleva adelante desde 2003 expresa el militarismo, la crueldad y la falta de respeto por las leyes internacionales que ahora caracteriza al Pentágono.
Como muchos de nosotros hemos sostenido, la dominación global es una política sin posibilidades de triunfo. El mundo no puede ser dominado por un solo Estado. Al tratar de hacerlo, EE.UU. se destruirá a sí mismo. La historia pone en evidencia las razones.
Una política global de asesinato de todos aquellos percibidos como enemigos de EE.UU. crea, motiva y aumenta la cantidad y la determinación de esos enemigos de una manera sin fin. Es un ataque a la fuerza más poderosa de la historia moderna, el nacionalismo, compuesto por religión y cultura y que integra la identidad moral y el sentido de destino de los pueblos. Al atacarlo, EE.UU. se ha colocado en el lado de los perdedores de la historia.
William Pfaff es un escritor estadounidense, columnista del International Herald Tribune y frecuente colaborador de The New York Review of Books. Sirvió en las Fuerzas Especiales de Estados Unidos durante y después de la guerra de Corea. En 1961 se convirtió en uno de los primeros miembros del Hudson Institute.