En este momento del Procés, lo que anima este movimiento social es la defensa de la dignidad política
En los últimos años, y coincidiendo con la crisis económica, en Cataluña se ha ido forjando un movimiento social en torno a la independencia que, por su potencia y por sus formas de organización y de acción, está dejando a la opinión pública internacional expectante y a las élites europeas más que preocupadas. El lunes la juez encarceló a dos de sus máximos representantes. Los poderes fácticos que dirigen los países europeos tienen buenas razones para intentar desactivar este movimiento social porque, no debemos equivocarnos, las personas que resistieron ante los colegios electorales el 1-O, poniendo su cuerpo vulnerable ante la brutalidad policial, están dispuestas a desobedecer y a romper con el statu quo. Y eso, claro, inquieta.
Es verdad que a la troika no le gustan los movimientos independentistas. No quieren que triunfe la independencia en Cataluña porque otras comunidades podrían seguir el mismo ejemplo. Pero no nos engañemos. Lo que más les quita el sueño no es esta cuestión, sino la contestación política más profunda que ha acabado penetrando en el independentismo catalán.
El movimiento independentista incomoda a los dirigentes europeos porque puede ser un catalizador para convertir el malestar político en una forma de contestación política organizada y efectiva.
Si en estos momentos una parte muy importante de los catalanes está dispuesta a aceptar los efectos negativos que a corto plazo puede tener la independencia de Cataluña –algunos de ellos realmente impactantes– ya no es sólo por razones nacionalistas o por el recuerdo doloroso de los agravios históricos, sino sobre todo porque se ha llegado a la conclusión de que hoy, aquí y ahora, ya no se quiere seguir siendo gobernado de esta manera. Parece evidente que lo que ha hecho acto de presencia en este movimiento social es una oposición firme contra un determinado tipo de gobierno, contra una determinada manera de gobernar que pretende convertir a los ciudadanos en súbditos vejados y atemorizados.
Desengañémonos, las élites europeas no nos ayudarán. Muchos ciudadanos europeos simpatizan con nosotros pero no la mayoría de sus dirigentes. Y no lo harán porque saben que el peligro más importante no es que aumente el número de estados europeos, sino que haya emergido una ciudadanía activa, organizada, con una capacidad de resolución, de improvisación y de inventiva política sorprendente. En el fondo, a los poderes fácticos que mueven los hilos en Europa no les importa que se siga un modelo de activismo basado en la resistencia pacífica, pero sí que les inquieta la gran determinación que se ha mostrado a la hora de decir que ya no se piensa seguir aceptando más los instrumentos de gobierno autoritarios o que no responden a las necesidades de los gobernados, ni respetan su condición de ciudadanía implicada en la cosa pública.
Europa está atravesando desde hace años no sólo una gran crisis económica sino también una crisis política de primer orden. Una Europa esquizofrénica que, por una parte, levanta la bandera de los derechos humanos y, por otra, aplica políticas neoliberales que no hacen más que ponerlos en entredicho o literalmente suspenderlos. Los dos ejemplos más trágicos seguramente son, en primer lugar, los políticos griegos cediendo a las presiones y a las amenazas de la troika a pesar del «no» que habían expresado sus conciudadanos en las urnas y, en segundo lugar, la inacción y la desidia ante el drama de las personas que buscan refugio en nuestro continente.
Lo que más incomoda de este movimiento social que ha ido germinando en Cataluña, y que cada vez es más seguido con curiosidad por muchos ciudadanos europeos, es que se convierta en modelo de empoderamiento, que pueda llegar a ser imitado, que su fuerza política se convierta viral. Y es que no estamos ante una reivindicación que afecta sólo a Cataluña. La experiencia política que se ha ido tejiendo entre miles y miles de catalanes lleva en su seno un valor universal: el de los individuos que deciden ocupar la plaza pública y convertirse en protagonistas de las decisiones políticas.
En este momento del Procés, lo que anima este movimiento social es la defensa de la dignidad política. La dignidad no debe ser entendida sólo como un regalo, como algo intrínseco a todo ser humano, sino también, y sobre todo, como una tarea, como un deber. Cada vez que bajamos la cabeza ante formas de gobierno intolerables, nuestra dignidad se resiente, pero los seres humanos, que habitualmente somos tan obedientes y disciplinados, llega un momento que nos plantamos.
Lo que más me impresiona de este movimiento social nacido de la problemática específica del movimiento independentista catalán en su forma actual es que desborda este marco y lo convierte en una experiencia política universal. Lo que me parece vislumbrar en este movimiento social que incomoda a los dirigentes europeos es que puede llegar a ser un catalizador para convertir el malestar político de muchos ciudadanos europeos en alguna forma de contestación política más organizada y efectiva. Las instituciones europeas amenazan a este movimiento social catalán, o lo dejan a la intemperie, y callan incluso cuando se encarcela a sus caras más visibles. Espero que muy pronto sientan el retorno del bumerán.