Las decenas de «casos aislados» de corrupción que han sacudido al PP hacen que se empiece a hablar de corrupción sistémica. No en vano, ya hay voces que propugnan la ilegalización de este partido al que acusan de organización criminal, basándose en la Ley de partidos, que sirvió para ilegalizar a Herri Batasuna y sus sucesivas marcas, hecho que impidió que se pudieran presentar a las elecciones. Esta propuesta comienza a tomar consistencia cuando los «casos aislados» se entrelazan entre sí y apuntan a la Dirección estatal, sospechosa de financiación ilegal y de blanqueo de dinero. Día tras día, las investigaciones judiciales dejan al descubierto una trama delictiva que se sirve del poder para estafar cientos de millones de euros de las arcas públicas o consigue comisiones millonarias gracias a adjudicaciones fraudulentas de contratos públicos.
Pero, a pesar de la extraordinaria cuantía de los recursos robados a las arcas públicas, considero que esto no es lo peor de la corrupción política. Diría que lo que han robado, que es espectacular y que nunca llegaremos a poder cuantificar, es la parte menos importante del gran daño infringido a la sociedad. Porque, lo peor de todo es que, para lograr sus comisiones, los delincuentes políticos han malgastado una cantidad tan astronómica de recursos públicos que han hipotecado a varias generaciones. Es el caso, por ejemplo, de las obras faraónicas de Jaume Matas en Baleares, algunos de sus proyectos ni estaban en el programa electoral del PP, pero sirvieron de excusa para licitar ingentes cantidades de obra pública: el metro de Palma, por ejemplo, que anualmente se come decenas de millones en amortizaciones y mantenimiento; el hospital en Son Espases, con una concesión privada de explotación de todos sus servicios por treinta años; el Palacio de congresos; la Ópera de Calatrava; las autopistas de Ibiza… y otros que condicionarán los presupuestos –y las políticas– de los próximos gobiernos de Baleares durante treinta años.
En el caso estatal, los gastos inútiles suman cifras astronómicas: aeropuertos como el de Castellón o Ciudad Real; autopistas privadas circunvalando Madrid que se deben rescatar con recursos públicos; y, en el colmo de todos los despropósitos, el AVE. Hablamos de miles de millones de euros en infraestructuras infrautilizadas, que durante las próximas décadas se comerán una parte importante de los presupuestos de las administraciones públicas.
Esto, en cuanto a lo que se puede cuantificar materialmente, porque hay intangibles que todavía suponen un perjuicio económico más grande en la sociedad. Es el caso del oligopolio que, de hecho, se permite a las eléctricas españolas. Gracias a las «puertas giratorias», las grandes compañías eléctricas han impuesto sus políticas a los diferentes gobiernos. El resultado es que las tarifas eléctricas en España son de las más caras de Europa. A la vez, con el veto a las energías renovables, han conseguido que el país europeo con más horas de exposición solar, tenga diez veces menos placas solares instaladas que en Gran Bretaña u ocho veces menos que en Alemania.
Y es que la corrupción política es la peor plaga que puede asolar a un País, ya que dificulta el progreso social y económico. La corrupción premia a los incompetentes y ahoga a los emprendedores. Además del incalculable perjuicio económico que provoca, la corrupción política es un mal moral, es una carcoma que roe el alma de los pueblos y los convierte en mezquinos y cobardes.
Por todo ello, el dinero que nos han robado es lo de menos. Todo lo que nos han quitado no tiene precio.