Repentinamente Bashar al-Asad ha perdido el juicio. A pesar de tener un control cada vez mayor de la situación utilizando tan solo sus armas convencionales, ha decidido atarse la cuerda al cuello: ha provocado a un Occidente que había fijado como línea roja el uso de de armas químicas. La fuente de información sobre tal atrocidad son «los rebeldes». Es decir, la otra parte del conflicto. La parte a la que Occidente escucha como si de un imparcial oráculo divino se tratase. ¿Y quienes son tales rebeldes? Mejor será dejar esta cuestión para otro momento, ya que mi análisis desbordaría el limitado espacio de este artículo y, sobre todo, no sería nada «políticamente correcto». Pero lo cierto es que las voces que, incluso desde el interior de la misma ONU, apuntan a que son precisamente los rebeldes quienes vienen usando armas químicas (como la voz de Carla del Ponte, la digna fiscal del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, que fue defenestrada de ese cargo por Estados Unidos y Gran Bretaña), quedan una vez más silenciadas.
Así que el «noble» Occidente, que hace ya más de una década decidió atacar al Irak de las armas de destrucción masiva, se pone de nuevo en marcha. Y, ¡otra vez!, un impresionante coro de analistas, expertos, tertulianos, editorialistas, etc. (conservadores, liberales, socialistas…) propaga masivamente el nuevo consenso: nosotros «los buenos», «los defensores de la democracia y la libertad», debemos «hacer algo». Y nuestra sociedad occidental, una sociedad a la deriva liderada por verdaderos criminales, ni tan solo abre su boca. Pareciera que no solo no ha aprendido nada del pasado sino que incluso está cada vez mas idiotizada y desmovilizada. Porque no son solo las tecnologías de la informática y de la comunicación las que en la última década han evolucionado de modo sorprendente: lo han hecho también la «tecnologías» de la propaganda y del control de masas (y, por supuesto, los presupuestos para la «inteligencia»). No es extraño que Julian Assange, al ser preguntado sobre cuáles eran sus conclusiones tras leer decenas de miles de cables secretos, respondiese: la primera de ellas es que han acabado con la sociedad civil.
Cuando medio siglo más tarde se desclasifiquen los documentos relativos a todo esto (como se acaban de desclasificar los referentes al golpe de Estados Unidos en Irán), tantos y tan documentados «intelectuales» (los que queden vivos), ni se dignarán entonar ningún tipo de disculpa: ellos saben mantenerse siempre instalados en el marco de lo políticamente correcto, ellos continuarán teniendo a su disposición los mejores espacios en los grandes medios. Por el contrario, nosotros nunca dejaremos de ser los «radicales», o incluso los defensores de «las teorías de la conspiración», a pesar de que algunos de nuestros argumentos sean tan incuestionables como lo son las denuncias, ante las cámaras de televisión, del general Wesley Clark, excomandante supremo de la OTAN durante el ataque a Kosovo. Ya al inicio del ataque a Afganistán, denunció el plan secreto de su propio Gobierno: «tomar siete países en los próximos años: empezando por Irak, después Siria, Líbano, Somalia, Libia, Sudán y para terminar Irán”. ¿Cómo es que tales testimonios no interesan a quienes se empeñan en analizar estos conflictos sin tener en cuenta jamás ninguna causa extrínseca en la que aparezca implicado Occidente?
¿Y por qué Bashar al-Asad -cuestionan estos intelectuales- está siendo tan renuente a permitir que el equipo de investigadores de la ONU lleve a cabo sus investigaciones? Pero a quienes conocemos bien lo que tales equipos vienen haciendo desde hace más de medio siglo en el Congo y en Ruanda (o lo que la ONU hace después con los informes más incómodos), no nos extraña que el régimen sirio sea tan reacio a ellas. A comienzos de 2010, el senador Pere Sampol, sorprendido e indignado por las conclusiones de otro equipo de expertos de la ONU, solicitó una entrevista al juez Fernando Andreu. Para desactivar nuestra querella en la Audiencia Nacional contra decenas de altos cargos del Gobierno de Ruanda, me acusaban de ser el principal financiador de los «genocidas» de las FDLR. Aún recuerdo las palabras que este juez íntegro pronunció aquel día: «Yo ya no tengo en cuenta nunca los informes de la ONU, durante años he podido comprobar reiteradamente que siempre son informes de parte». Más tarde, la publicación de cinco cables de WikiLeaks dejó en evidencia aquella auténtica conspiración urdida por el Departamento de Estado estadounidense, el Gobierno ruandés, la ONU, nuestro Ministerio de Exteriores y los diarios El País y Público. Sin embargo, ahora que hasta la misma ONU reconoce que las diversas rebeliones que operan en el Congo son sobre todo creación de Ruanda, ninguno de los actores de esta farsa se ha dignado pedirnos disculpas ni a nosotros ni, sobre todo, a las víctimas ruandesas y congoleñas.
Joan Carrero Saralegui, presidente de Fundació S’Olivar, 29 agosto 2013.