Para aquellos que han estado siguiendo de cerca a Venezuela en los últimos años, existe una clara sensación de déjà vu con respecto a la política exterior de Estados Unidos hacia esa nación sudamericana. Esto se debe a que la estrategia de cambio de régimen de Washington en Venezuela es casi idéntica al enfoque que ha adoptado en América Latina en numerosas ocasiones desde la Segunda Guerra Mundial. Esta estrategia implica la aplicación de sanciones económicas, un amplio apoyo a la oposición y medidas de desestabilización que crean un grado suficiente de sufrimiento humano y caos para justificar un golpe militar o una intervención militar directa de Estados Unidos. Debido a que esta estrategia ha funcionado tan bien para los Estados Unidos durante más de medio siglo, nuestros líderes electos no ven ninguna razón para no usarla con respecto a Venezuela. En otras palabras, desde la perspectiva de Washington, sus políticas de cambio de régimen hacia Venezuela indican que todo sigue igual en América Latina.
A pesar de la retórica estadounidense, esta estrategia de cambio de régimen no tiene en cuenta si un gobierno es elegido democráticamente o no, ni las consecuencias para los derechos humanos de tales intervenciones. De hecho, prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos que Estados Unidos ha derrocado exitosamente en los últimos 65 años fueron elegidos democráticamente. Entre los líderes democráticamente elegidos que han sido derrocados se encuentran Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), Salvador Allende en Chile (1973), Jean Bertrand Aristide en Haití (2004) y Manuel Zelaya en Honduras (2009). Washington atacó a todos estos líderes con sanciones económicas y campañas de desestabilización que crearon el caos económico y las crisis humanitarias necesarias para justificar una solución militar.
El denominador común en todos estos casos no tiene nada que ver con la democracia ni con los derechos humanos, sino con el hecho de que los gobiernos elegidos tuvieron la audacia de desafiar los intereses de Estados Unidos en la región. El hecho de que un gobierno latinoamericano pueda priorizar los intereses de su propio pueblo por encima de las necesidades de Estados Unidos es inaceptable en Washington. Esta actitud fue exhibida por el director de la CIA, George Tenet, durante una audiencia del Comité de Inteligencia del Senado en febrero de 2002, cuando declaró arrogantemente que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, «probablemente no tiene en mente los intereses de Estados Unidos». Dos meses después, Washington apoyó un golpe militar que intentaba derrocar al líder venezolano.
El fallido golpe militar fue el primer intento importante respaldado por Estados Unidos de derrocar al presidente Chávez tras su victoria electoral en 1998. Después del golpe, Washington continuó sus esfuerzos para instalar un gobierno en Venezuela que tuviera en el centro los «intereses de Estados Unidos». Aumentó su apoyo a los grupos de la oposición mediante el aumento de los fondos para los programas de USAID en el país con el objetivo de poner a la gente en contra del gobierno. Wikileaks publicó un cable clasificado enviado desde la embajada de Estados Unidos en Venezuela a Washington en 2006 que decía que el financiamiento de USAID para programas locales busca influenciar a los líderes comunitarios «alejándolos lentamente del chavismo». El cable también declaró que los objetivos más amplios de la embajada incluyen «aislar a Chávez internacionalmente».
En 2015, el presidente Obama firmó una orden presidencial que afirmaba ridículamente que Venezuela representaba una «amenaza extraordinaria para la seguridad nacional» de Estados Unidos. La ley estadounidense exigía que la administración Obama impusiera sanciones. Dos años después, el presidente Donald Trump declaró que no descartaría una «opción militar» para Venezuela. También intensificó las sanciones con el fin de dificultar al gobierno la solución de la crisis económica del país. Según el economista Mark Weisbrot:
Las sanciones perjudican principalmente a Venezuela al prohibirle pedir préstamos o vender activos en el sistema financiero de Estados Unidos. También prohíben a CITGO, la empresa estadounidense de la industria de combustibles que es propiedad del gobierno venezolano, que envíe dividendos o ganancias a Venezuela. Además, si Venezuela quisiera hacer una reestructuración de la deuda para reducir el servicio de la deuda durante la crisis actual, no podría hacerlo porque no podría emitir nuevos bonos.
Debido a que las sanciones prohíben a la empresa estatal venezolana CITGO enviar sus ganancias a casa, el gobierno venezolano está perdiendo 1.000 millones de dólares al año en ingresos. En última instancia, las sanciones están imponiendo mayores dificultades al pueblo venezolano porque, como señala Weisbrot, «exacerban la escasez de alimentos, medicinas y otros bienes esenciales, al tiempo que limitan severamente las opciones políticas disponibles para sacar al país de una profunda depresión».
A principios de este mes, el presidente Trump apretó aún más las tuercas al firmar una orden ejecutiva que imponía sanciones a las exportaciones de oro de Venezuela. La nación sudamericana contiene una de las mayores reservas de oro del mundo y ha pasado a vender parte de su oro como medio para hacer frente a la crisis económica. Una semana después de que Trump emitiera su decreto, Gran Bretaña cumplió con las nuevas sanciones al negarse a entregar a Venezuela 14 toneladas de lingotes de oro por valor de 550 millones de dólares. Este oro pertenece a Venezuela y simplemente está siendo almacenado en las bóvedas del Banco de Inglaterra. Como en el caso de las ganancias de CITGO, Venezuela simplemente quiere lo que es legítimamente suyo.
El hecho de que Estados Unidos y Gran Bretaña se sientan con derecho a decidir lo que Venezuela puede y no puede hacer con sus propios activos y reservas ilustra la arrogancia imperialista de estas dos naciones. Estas últimas sanciones estadounidenses y la negativa británica a entregar el oro de Venezuela restringen aún más la capacidad del gobierno venezolano para abordar la crisis económica del país.
Y luego, a principios de esta semana, se ha dado a conocer que el gobierno de Trump está considerando añadir a Venezuela a la lista de Estados Unidos de patrocinadores del terrorismo, lo que automáticamente desencadenaría sanciones aún más severas. Etiquetar a Venezuela como estado patrocinador del terrorismo es tan ridículo como que Obama declare que el país es una «amenaza extraordinaria» para la seguridad nacional de Estados Unidos. Un funcionario de Estados Unidos, hablando a condición de que se mantenga el anonimato, admitió que sería muy difícil aportar pruebas de que Venezuela patrocina el terrorismo. ¡Eso es porque no es así! Pero los Estados Unidos nunca han necesitado pruebas para intervenir en otro país, siendo Irak y sus supuestas armas de destrucción masiva el ejemplo obvio. Tal movimiento también ilustra los extremos a los que Washington está dispuesto a llegar para demonizar y acosar a los países más débiles que se niegan a seguir sus reglas.
Las políticas de cambio de régimen de Estados Unidos se están coordinando con la oposición en Venezuela, que consiste principalmente en las élites ricas del país que dirigían el país antes de la elección de Hugo Chávez. La política socialista del ex presidente Chávez y del actual presidente Nicolás Maduro ha violado los privilegios de las élites nacionales y de las compañías petroleras extranjeras. En respuesta, la oposición rica del país, que todavía domina la actividad económica, ha tratado de sabotear la economía mediante la reducción de la producción y la exportación de productos de primera necesidad a la vecina Colombia.
A pesar de su riqueza y poder económico, la oposición venezolana necesita el apoyo de la nación más poderosa del mundo porque no puede ganar en las urnas. Desde 1998, elección tras elección, los venezolanos han apoyado abrumadoramente a los presidentes Chávez y Maduro en las urnas. Estas elecciones han sido supervisadas por observadores internacionales y se han considerado en repetidas ocasiones libres y justas. Un famoso observador electoral, el ex presidente de Estados Unidos Jimmy Carter, declaró: «De hecho, de las 92 elecciones que hemos monitoreado, yo diría que el proceso electoral en Venezuela es el mejor del mundo.»
Los principales medios de comunicación estadounidenses están desempeñando su papel propagandístico habitual y crucial con respecto a Venezuela, asegurando que el público sólo escuche la narrativa oficial de Washington. Esta narrativa busca demonizar al gobierno venezolano y ha calificado repetidamente a Chávez y Maduro como «antidemocráticos», «autoritarios» y, ridículamente, como «dictadores». Los medios de comunicación también han centrado su atención en la escasez de alimentos y en una «crisis humanitaria» que está provocando que los venezolanos abandonen el país, en lugar de los increíbles logros sociales en la reducción de la pobreza, la educación, la vivienda para los pobres y la democracia participativa.
Mientras tanto, el hecho de que más de cinco millones de personas en la vecina Colombia hayan sido desplazadas por la fuerza de sus hogares, por la violencia de las últimas dos décadas, apenas registró un punto en el radar de los medios de comunicación. Tampoco lo ha hecho que más de 4.000 niños indígenas wayuu hayan muerto de desnutrición en el norte de Colombia en la última década. No oímos hablar de estas crisis humanitarias porque el gobierno colombiano es un régimen amistoso que sirve a los intereses de Estados Unidos, al igual que muchos otros aliados autoritarios cuyas violaciones de los derechos humanos son convenientemente ignoradas por los principales medios de comunicación.
Como se mencionó anteriormente, la estrategia de cambio de régimen de Washington en Venezuela no es nada nuevo. De hecho, es virtualmente una copia de los anteriores esfuerzos de cambio de régimen en América Latina. Un ejemplo clásico ocurrió en Chile después de que el candidato socialista Salvador Allende fuera elegido presidente en 1970. Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional del gobierno de Nixon, predijo la arrogancia que mostraría décadas más tarde el director de la CIA, Tenet, cuando dejó claras sus ideas sobre las elecciones: «No veo por qué necesitamos quedarnos quietos y ver cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su gente. Los temas son demasiado importantes para que los votantes chilenos puedan decidir por sí mismos». Y así, el gobierno de Nixon se dedicó a desestabilizar el país con políticas que buscaban, como dijo un miembro del gabinete, «hacer chirriar la economía chilena».
Durante 18 meses, la CIA financió clandestinamente a empresas, comerciantes y camioneros para que cerraran y se pusieran en huelga, logrando que la «economía chirriara», causando penurias al pueblo chileno, que tuvo que soportar una escasez masiva de productos de primera necesidad. Documentos desclasificados revelan que Estados Unidos también proporcionó fondos y armas a grupos de oposición en Chile, mientras que operativos de la CIA trabajaron con oficiales militares chilenos que planeaban un golpe de estado para derrocar al presidente Allende. En 1973, Chile se había desestabilizado lo suficiente como para justificar un golpe militar. Una vez en el poder, el líder del golpe, el general Augusto Pinochet, revocó muchas de las políticas de Allende que habían perjudicado los intereses de las élites del país y de las corporaciones estadounidenses. También gobernó Chile como dictador durante los siguientes 18 años con el apoyo de Washington mientras convertía al país en una catástrofe en derechos humanos.
Un proceso similar se desarrolló en Haití tras la elección del sacerdote católico Jean Bertrand Aristide a la presidencia en el año 2000. Su partido politico, Fanmi Lavalas, fue, con mucho, el más popular en Haití y obtuvo una mayoría significativa en el parlamento del país. Como líder electo del país más empobrecido del hemisferio, Aristide implementó políticas que beneficiaron a los pobres en las áreas de la salud, la educación y la vivienda de bajo costo. También duplicó el salario mínimo, cosa que menoscabó los beneficios obtenidos por las empresas estadounidenses, canadienses y francesas que operaban en el país. Washington y sus aliados imperialistas respondieron imponiendo sanciones económicas a Haití y al mismo tiempo financiando a grupos de oposición en el país. USAID administró gran parte de los fondos de la oposición y realizó una campaña activa contra el aumento del salario mínimo. Aristide también se enfrentó a una campaña de violencia llevada a cabo por grupos paramilitares financiados por las élites económicas de Francia y Haití. Documentos desclasificados revelaron que estos grupos armados también mantenían una relación con Estados Unidos.
En 2004, con el país reducido al caos tras tres años de sanciones económicas y violencia paramilitar, Estados Unidos, Canadá y Francia desplegaron tropas en Haití para derrocar al gobierno. Los marines estadounidenses capturaron al presidente Aristide y a su esposa en el palacio presidencial y los transportaron al aeropuerto internacional, que había sido asegurado por las tropas canadienses. El presidente haitiano se vio obligado a dimitir de su cargo y viajó con su esposa a África. Estados Unidos instaló entonces a un empresario haitiano que vivía en Miami como nuevo presidente no electo. Con el país bajo ocupación militar extranjera, el nuevo presidente revirtió la mayoría de las políticas implementadas por Aristide, encarceló a miles de opositores y prohibió a Fanmi Lavalas, el partido político más popular del país.
La actual política exterior de Estados Unidos hacia Venezuela reproduce claramente las políticas implementadas en décadas pasadas que derrocaron exitosamente a gobiernos de América Latina. Desde la perspectiva de Washington, tiene mucho sentido implementar políticas que socaven a un gobierno elegido democráticamente para lograr un cambio de régimen cuando ese gobierno prioriza las necesidades de su propio pueblo sobre las de la economía estadounidense y las corporaciones multinacionales. La estrategia funcionó en Chile. Funcionó en Haití. Y también funcionó en los otros países latinoamericanos antes mencionados. Estados Unidos no tiene reparos en socavar la democracia e imponer dificultades económicas a los latinoamericanos una vez más, esta vez con el pueblo venezolano como objetivo para lograr un cambio de régimen en ese país. Después de todo, un país no es democrático a menos que su gobierno tenga «los intereses de Estados Unidos en el centro».
Garry Leech es periodista independiente y autor de numerosos libros, entre ellos Ghosts Within: Journeying Through PTSD (Forthcoming, Spring 2019, Roseway Publishing), How I Become an American Socialist (Misfit Books, 2016), Capitalism: A Structural Genocide (Zed Books, 2012); The FARC: The Longest Insurgency (Zed Books, 2011), Beyond Bogota: Diary of a Drug War Journalist in Colombia (Beacon Press, 2009) y Crude Interventions: The United States Oil and the New World Disorder (Zed Books, 2006). También enseña política internacional en la Universidad de Cape Breton en Nueva Escocia, Canadá.
Fuente original: Counterpunch