Llegué a Barcelona en el primer vuelo de la mañana. Directamente, me dirigí a la terminal del autobús. Durante el trayecto, en varias ocasiones, el conductor avisó a los pasajeros, siempre en castellano, de la proximidad de una parada. Al llegar a la Plaza de Cataluña, entré en un bar. Un cafè amb llet, pedí al camarero. ¿Café con leche?, me respondió. Al salir, cogí un taxi para llegar al barrio de Gracia, donde tenía los trabajos que hacer. El taxista no paró de hablar en todo el trayecto, siempre en castellano. A la entrada de la oficina, donde tenía la reunión, una secretaria me respondió con un buenos días a mi habitual bon dia. Tras explicarle que tenía una cita a esa hora, me respondió «enseguida le atenderá».
Terminada la reunión, ya era hora de comer, entré en un restaurante libanés que tenía anunciado un menú que tenía buena pinta. El solícito camarero me atendió en castellano, aunque en ningún momento expresó ninguna dificultad para entender mis demandas en catalán. Me despidió con un bon dia, que agradecí. Otra vez, cogí un taxi para dirigirme a la estación de Sants. El taxista me recibió con un «a dónde» que ya me intimidó a no darle pie a contarme su vida, lo que no pude evitar ya que me enteré de sus opiniones negativas de la Colau, del Puydemont y de quien sabe qué más. Un tanto resignado, subí al bus que debía dejarme en el aeropuerto. Mientras el conductor hacía tiempo para arrancar al horario previsto, subió un revisor que inició la charla con el conductor, ambos en castellano.
Llegado al aeropuerto, mi vuelo llevaba retraso y, para hacer tiempo, fui hacia la barra de uno de los bares. Una canya, pedí. ¡Una caña!, sentí que me corregía la camarera. En la puerta de embarque, un azafato muy amable me pidió «la tarjeta de embarque y el DNI». Al entrar en el avión, me recibieron con un «buenos días». Y mientras intentaba aprovechar el vuelo para pegar una cabezadita, cada poco tiempo la megafonía interrumpía mi medio sueño con algún anuncio, siempre en castellano o en inglés.
A la llegada a Mallorca, mientras esperaba la apertura de las puertas del avión, pensaba en las declaraciones del candidato a la alcaldía de Barcelona, Manuel Valls, quien nos advirtió de lo difícil que es vivir en Barcelona para un castellanohablante. Efectivamente, para algunos debe de ser muy cansado tener que escuchar todo el día a quienes se empeñan en hablar en su lengua en su casa. Y pensé en Albert Rivera, insultado por los taxistas en la madrileña estación de Atocha. Seguro que un hecho semejante nunca le ocurrió mientras preparaba aquel discurso en el que, con compungida emoción, repetía aquel «yo solo veo españoles». Y he aquí que allí donde él sólo ve españoles, los taxistas de Madrid sólo lo ven como un «catalán de mierda». Cruel paradoja la de aquel que, a base de alimentar al monstruo del anticatalanismo acaba devorado por él mismo. Rivera es el principal culpable de la caricatura que España se ha formado de los catalanes, con la imprescindible complicidad de los medios de comunicación españoles que la han catapultado a las alturas de la popularidad. Y es igual que sean independentistas o no, se llamen Rivera o no, hoy ningún catalán puede pasear tranquilo por las calles de las ciudades españolas sin que alguien le espete «catalán de mierda».
Es el resultado de atizar el odio contra un colectivo. Ahora que algunos hablan de ilegalizar ideologías, yo sería más partidario de inhabilitar para la actividad política a todos los individuos que fomentan el odio contra sus semejantes. Son un peligro público.