Mientras falsamente se sigue acusando sin cesar a Francia de graves responsabilidades en el genocidio de Ruanda, Bélgica vuelve a la carga. El estado europeo verdaderamente cómplice de aquellos que, como denunció Boutros Boutros Ghali, son los auténticos responsables de aquel gran genocidio, Estados Unidos y Gran Bretaña –exactamente como en el asesinato de Patrice Lumumba, con la complicidad añadida de la ONU–, acaba de prometer al genocida Paul Kagame ampliar las leyes que castigan el negacionismo de la Shoah. Objetivo: silenciar totalmente a los “negacionistas” que, como hago yo mismo, rechazan la versión oficial –falsaria y perversa– del genocidio de Ruanda. A fin de sostener al genocida Paul Kagame, sus “padrinos” occidentales están llegando a un grado tal de descaro y desvergüenza en la utilización malévola del genocidio de los tutsis, que es casi imposible de creer: para asimilarlo al arquetipo por excelencia de genocidio, el nazi, se está llegando a banalizar gravemente el terrible y planificado exterminio sufrido por los judíos a manos de aquellos que pretendieron eliminar de la faz de la tierra a todos los miembros de este pueblo. Lo cual está provocando que crezca cada día más la indignación de muchas personas de origen judío que conocen bien el dossier ruandés. Como es el caso de mi propia esposa, sin ir más lejos.

Están inflando de un modo tan insostenible esta gran fake news que, por ley natural, les puede explotar en cualquier momento. Quizá haya llegado ya la hora de una provocación más activa, como hicieron mahatma Gandhi o Martin Luther King. O como hizo Charles Onana, acusando a Paul Kagame y al FPR del doble magnicidio del 6 de abril de 1994. Tendré que calificar sistemáticamente de “gran genocida” a Paul Kagame, sin la utilización del calificativo “presunto”. Quizá así esta cuestión llegue por fin a algún gran tribunal internacional imparcial y salgan a la luz pública muchos hechos que, aunque ya calificados por el juez Fernando Andreu, han sido sistemáticamente silenciados por los grandes medios. Son hechos que llevaron al juez español a imputar a Paul Kagame –inmune e impune mientras ostente la presidencia de Ruanda– la autoría de los más graves y masivos crímenes catalogados por el derecho internacional, incluido el de genocidio. Y también a dictar orden de captura contra sus cuarenta más cercanos e importantes colaboradores.

Como ya en 2009 escribí en mi libro África la madre ultrajada:

“Es una gran infamia, como denuncian Helmut Strizek, los abogados defensores del TPIR y tantos otros analistas honestos, pretender convertir a este tribunal en un nuevo Núremberg, ocultando a la opinión pública que el papel de grandes agresores internacionales, desempeñado entonces por los nazis, corresponde ahora a los ‘liberadores’ himas-tutsis y a sus grandes padrinos anglófonos, y no al régimen de Juvénal Habyarimana. Augustin Ngirabatware se pregunta si acaso los judíos atacaron militarmente Alemania, como atacaron Ruanda los tutsis del FPR [ya en octubre de 1990, tres años y medio antes del inicio del genocidio de los tutsis]. Se pregunta si acaso los judíos asesinaron al presidente de Alemania y a un gran número de sus altos cargos, como hicieron los tutsis del FPR con el presidente Juvénal Habyarimana y otros muchos líderes ruandeses. Si acaso los judíos se apoderaron del poder en Alemania y gestionaron el país exterminando a cientos de miles de alemanes, como ha hecho el FPR en Ruanda. Si acaso los judíos han atacado a continuación a un país vecino de Alemania para derrocar a su jefe de Estado, como ha hecho el FPR en el Congo… Y acaba con este último interrogante: “¿Por qué entonces no se dice que una gran conspiración ha sido montada contra el pueblo ruandés?”

Desde el comienzo de mi implicación personal en la tragedia ruandesa, implicación inmediata a favor de las víctimas tutsis el mismo 7 de abril de 1994, siempre he creído y sostenido públicamente que se trataba de un verdadero genocidio, que las masacres sistemáticas de tutsis por extremistas hutus –y también por demasiados miembros del FPR infiltrados–, en la primavera de 1994, debían ser consideradas genocidio. Y ello a pesar de la ausencia de planificación por parte de los genocidas con la intención de eliminar a toda la etnia tutsi. Al contrario de lo que se puede oír y leer reiteradamente en los grandes medios, para poder catalogar unas masacres como genocidio no hay necesidad de inventar ninguna planificación –que en este caso no existió, como tuvo que reconocer finalmente el TPIR–, ni hay tampoco necesidad de atribuir a los genocidas la supuesta intención de acabar con la totalidad de los miembros de alguno de los grupos –étnico, en este caso– que son enumerados en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada por la ONU en 1948. En esta Convención no hay referencia alguna a la planificación. Y en cuanto a la intención se dice: “se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial, o religioso, como tal”.

En cuanto al factor étnico, que es fundamental para que los crímenes masivos contra hutus o tutsis puedan ser calificados como genocidio, en mi citado libro ya escribí:

“Espero que, con el tiempo, lleguen a ser consideradas como genocidio las masacres de carácter político. De momento, afirmar que el genocidio ruandés de la primavera de 1994 se adapta perfectamente a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio sería, desde mi punto de vista, falsear la naturaleza de esas masacres dándoles a su componente de motivación étnica una centralidad que creo que no tuvo en realidad. Estoy convencido de que la mayoría de quienes asesinaron a cientos de miles de tutsis lo hicieron no tanto por el hecho de que las víctimas perteneciesen a esa etnia, sino porque estaban persuadidos de que, dada la gran fractura étnica que la agresión del FPR había producido entre hutus y tutsis y dada la intensa solidaridad étnica que por ello imperaba en aquel período, su condición étnica hacía de todo tutsi un probable colaborador de sus hermanos inkotanyi del FPR. Unos inkotanyi que eran percibidos por la población hutu como los señores de la guerra que estaban arrasando el país desde hacía ya más de tres años, que acababan de asesinar al “padre de la patria”, que se estaban infiltrado a millares en Kigali y que acabarían con todos ellos si no lo impedían. Hubo ciertamente una globalización injusta y criminal de los tutsis por parte de los extremistas hutus. Pero ésta no consistió primordialmente en globalizarlos como miembros de una etnia a la que había que eliminar, como hicieron los nazis con los judíos, sino que los globalizaron como un colectivo étnico de agresores.

El miedo, la rabia, el odio y la impotencia frente a una tropa del FPR bien armada, contra la que los machetes no podían hacer gran cosa, desencadenó la matanza de los únicos que estaban a su alcance: los presuntos colaboracionistas, los tutsis del interior de Ruanda. El hecho de que, en medio de tal desenfreno, tales masacres se fueran más o menos organizando y de que, en algunas prefecturas y municipios, incluso estuviesen implicadas las autoridades nacionales o locales en tal organización, no contradice en absoluto mi punto de vista. Esta postura consiste, pues, en la negación no del genocidio pero sí de sus motivaciones fundamentalmente étnicas, así como de su planificación. Como veremos más adelante, la constatación de la inexistencia de tal planificación es la postura general de aquellos que yo considero auténticos expertos en este conflicto.

Todo ello no coincide exactamente con lo que nuestro mundo entiende por genocidio desde que el pueblo judío fuera casi exterminado por los distintos cuerpos armados del Gobierno nazi [de ahí el empeño de la citada versión oficial de también dejar sentado que la planificación fue obra del Gobierno ruandés]. Millones de civiles, que no estaban en guerra con nadie, fueron eliminados por el sólo hecho de ser judíos. Una prueba de tal disparidad [entre ambos genocidios] es que los extremistas hutus no sólo asesinaban a todo tutsi sino también a cualquier hutu sospechoso de colaboracionismo. […]

Por otra parte, respecto a la segunda cuestión, la de la venganza como supuesta motivación de las masacres sistemáticas contra cientos de miles de hutus, hay que tener en cuenta ante todo que los hechos que Abdul Ruzibiza y tantos otros nos han contado son tanto o más terribles que las barbaries, tan publicitadas, cometidas por los extremistas hutus durante cien días. Pero además están revestidos de diversos agravantes, de los que me limitaré a citar tan sólo tres:

  • El primero es el de la existencia de planificación. Planificación que, por el contrario, el TPIR no ha sido capaz de demostrar en el genocidio obra de los extremistas hutus. Y ello a pesar de que, para lograrlo, ha recibido durante quince años una cuantiosa financiación y todo tipo de apoyos.
  • El segundo es la condición de agresión internacional. Se trata del primero de los grandes crímenes punibles por la justicia internacional, según los Principios de Núremberg.
  • El tercero es el fuerte componente étnico. Seguramente, las masacres ejecutadas por el FPR/EPR se corresponden mucho más que las de los extremistas hutus a lo definido por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Es cierto que hay en ellas un fuerte componente político, entendiendo lo político según el modo con que el FPR lo entiende: la lucha por el poder por cualquier medio, incluidos los crímenes masivos. Pero es mi convicción que en el núcleo irreductible del FPR existe una ideología racista mucho más evidente que en los extremistas hutus que reaccionaron a las insoportables agresiones de éste.

Pero sobre todo, el considerar las masacres planificadas y ejecutadas sistemáticamente por el FPR/EPR, muchas de las cuales fueron realizadas años antes del genocidio de la primavera de 1994, como actos aislados de venganza por ese genocidio se convierte en un enigma nada fácil de resolver. Las matanzas realizadas por esta organización durante el genocidio en las zonas que controlaba y la posterior limpieza étnica en todo el país tras su victoria fueron planificadas y sistemáticas. En absoluto pueden ser consideradas actos de venganza. Pero pretender que incluso ya las anteriores al 6 de abril revisten carácter de venganza, es puro descaro por parte del FPR y complicidad por parte de sus aliados. A no ser que, para los expertos oficiales, aquellas primeras y grandes masacres no sean dignas de consideración.

Sin embargo, ninguna comisión de la ONU debería haber ignorado una escandalosa realidad que jamás pudo tener el carácter de venganza: regiones enteras de Ruanda fueron vaciadas de su población hutu. Desde octubre de 1990 hasta abril de 1994 fueron masacrados por el FPR decenas de miles de hutus, en torno a los doscientos mil según los cálculos de quienes las vivieron de cerca y de aquellos expertos que más confianza me merecen. A esto hay que añadir la huida aterrorizada de otros muchos cientos de miles que supieron de ellas, sobre todo a partir del virulento ataque desencadenado por el FPR en febrero de 1993. El resultado fue el vaciamiento de regiones enteras de la mitad noreste de Ruanda. Robin Philpot llega a dar una cifra concreta que revela esta infamia: ‘Dos años y medio después de la invasión, sólo quedaban 1800 personas en una región del norte de Ruanda que contaba con 800.000 antes de la guerra’.

Ese vaciamiento, sobre todo de Byumba aunque también de Ruhengeri, Kibungo o la zona rural de Kigali, fue tan descarado que el FPR, meses después, cuando ya había alcanzado el poder, llegó a estar seriamente preocupado porque esta realidad trascendiese internacionalmente. En el interior de Ruanda, felizmente liberada por unos salvadores amados por el pueblo… ¡faltaban millones de ruandeses! Pero los que sobrevivían en los inmensos campos de refugiados, en los países limítrofes, preferían malvivir en ellos antes que caer en manos de los inkotanyi en el interior de Ruanda. Sin pretenderlo, dejaban en evidencia a un FPR que se presentaba como un movimiento liberador, pero que solo provocaba terror a la inmensa mayoría de sus conciudadanos. Un terror que había vaciado Ruanda de más de la mitad de su población [de aproximadamente unas 8.000.000 personas].”

Acabo denunciando una desvergüenza más: la de pretender que la teoría del doble genocidio –defendida, por ejemplo, por el juez Fernando Andreu en su auto– es negacionismo. Si se tratase de una forma encubierta de negacionismo –como han afirmado en medios españoles gentes como John Carlin o Ramón Lobo–, la falsaria asimilación del genocidio de los tutsis al genocidio de los judíos sería un negacionismo aún mayor. Negacionismo respecto a la Shoah, por supuesto. Porque hay mayores diferencias entre ambos que entre el genocidio de los tutsis y el de millones de hutus asesinados por el hecho mismo de ser hutus. Antes de ampliar la legislación sobre el negacionismo a fin de aplastar cualquier oposición a Paul Kagame, Bélgica debería condenar a quienes banalizan la Shoah al despojarla de aquellas características que le confieren una especial gravedad y singularidad, haciéndola hasta incomparable con el genocidio de los tutsis.

Cada vez que se utiliza inadecuadamente el término genocidio se está banalizando la Shoah. Cada vez que se equiparan a ella otros genocidios que no revisten su magnitud, gravedad y características singulares especialmente terribles, se la está banalizando. Se la banaliza especialmente cuando, al compararla con el genocidio de los tutsis se oculta una circunstancia fundamental que hace que este no pueda ser comparado con la Shoah. Lo destaco en mi citado libro: “Aunque tras tanta violencia generalizada había un factor determinante, que no era precisamente el étnico, al que se ha intentado culpar de todo. El afirmar que se asesinó a los tutsis por el mismo hecho de ser tutsis y sólo por ello, es una explicación totalmente insuficiente, segada y falsaria de su brutal exterminio. Sin tener en cuenta el factor realmente determinante al que me refiero, jamás se podrá entender lo que pasó: ‘Y fue ante todo este temor a la vuelta del orden antiguo, este miedo a volverse a encontrar bajo un régimen de opresión, lo que explicaba aquel furor extremo de un pueblo poseído por su desesperación’ (Edouard Kabagema).”

Algunos de nosotros no tuvimos necesidad de esperar veinte años a que el informe Mapping de la ONU denunciase grandes masacres de hutus por parte del FPR, masacres de “carácter genocida”. Ya las conocíamos y las denunciamos en 1996 con todos los medios a nuestro alcance, incluso con un ayuno de cuarenta y dos días. Y hoy afirmo que el genocidio sufrido por los hutus a manos de Paul Kagame y sus esbirros tiene muchos más elementos de similitud con el genocidio nazi que los que tiene con este el genocidio de los tutsis. Empezando por las cifras de víctimas. Lo afirmo por más escandaloso que pueda parecer a quienes siguen marcados por la versión oficial. Lo afirmo por más que la preservación de la propia seguridad o la de sus seres cercanos impida posicionarse públicamente de este mismo modo a muchos buenos conocedores hutus de esta inmensa tragedia. Lo afirmo por más imprudente que pueda parecer el proclamar esta incómoda versión de los hechos en un mundo en el que la dignidad y la verdad no son valores absolutos.