Dedicado a nuestra querida y admirada Victoire, que es fuerte y que ya ha vencido a la mentira y al maligno (1Carta de san Juan 2,14).
En mi anterior libro, Los cinco principios superiores, intenté explicar cómo podemos construir, según los maestros de la No violencia, el mundo mejor que muchos creemos posible. De ahí su subtítulo: “Cómo reconducir la gran transformación en la que se encuentra inmersa la especie humana”. Ahora, en El Shalom del resucitado, intento mostrar algo que para mi es una certeza: ese mundo mejor no solo es seguro sino que incluso ya ha comenzado.
La realidad subyacente
En realidad en el libro planteo una hipótesis científica y teológica mucho más desconcertante: ese mundo plenamente feliz no solo existe ya, subyacente a nuestro mundo cotidiano tan cargado de penalidades, sino que incluso está estrechamente imbricado en él. Es como el lado bueno del tapiz de la vida, del que ahora tan solo vemos la cara trasera: un entrecruzamiento ininteligible de urdimbre y trama de hilos que no nos permite ni tan solo imaginar el maravilloso diseño que ya existe del “otro lado”.
La física cuántica nos habla de una realidad subyacente, imperceptible para nuestros sentidos pero sin la cual no existiría lo que llamamos “la realidad”. Porque no se trata de “otra realidad” -con sus desconcertantes leyes tan extrañas a las de la ciencia newtoniana- sino de la “dimensión profunda” -utilizando siempre aproximaciones metafóricas- de una sola y única realidad.
Como acabo de afirmar se trata de una hipótesis no solo teológica sino también científica. Tras el fallecimiento de su amigo Michele Besso en marzo de 1955, Albert Einstein, ya en sus últimas semanas de vida (fallecería el 18 de abril), escribió unas líneas a la familia de este el 22 de marzo: “Ahora ha dejado este extraño mundo un poco antes que yo. Pero eso no significa nada. Las personas como nosotros, los que creemos en la física, sabemos que la distinción entre pasado, presente y futuro no es más que un espejismo obstinadamente persistente”.
Observemos que no dice “quienes creemos en Dios” o “en la vida eterna” sino “quienes creemos en la física”. Seguro que el genio que, con sus intuitivas hipótesis, tanto se adelantaba siempre a las pruebas experimentales, habrá pasado en el último instante de su fascinante vida por la universal, paradójica y mágica experiencia de que tal instante se convierte en eterno. Se convierte en un instante en el que deja de existir el tiempo convencional, ese “espejismo obstinadamente persistente” de un pasado y un presente que parecen avanzar siempre irremediablemente hacia el futuro. Se convierte en un instante eterno en el que toda nuestra vida trascurre ante nosotros con todo lujo de detalles.
Raimon Panikkar, considerado por muchos el más importante pensador catalán, inventó un término para expresar que no existe el tiempo sin la eternidad ni la eternidad sin el tiempo: tempiternidad. Por eso son posibles en nuestra realidad convencional destellos de la verdadera realidad global: unos sublimes cantos en boca de unos esclavos negros torturados y humillados, una transfiguración tabórica en la soledad de un eremitorio, una experiencia de la “naturaleza esencial” en medio del ajetreo de las actividades cotidianas en un monasterio zen…
Una noche hace casi dos mil años
Pero hoy no voy a ocuparme ni de tal dimensión subyacente ni de la realidad global tempiterna. Tal tratamiento necesitaría un marco más amplio que el marco en el que hoy estamos, el reducido marco de una única charla. Hoy me moveré solo en el marco cotidiano espacio-temporal en el que, estoy convencido, hace casi dos mil años comenzó todo, comenzó la gran revolución, la nueva creación. Tal certeza es paradojal en esta hora en la que retornan los golpes de estado en Latinoamérica, en la que el gran genocida Paul Kagame sigue haciendo un terrible daño en el África Central, o en el que las desigualdades y la concentración del dinero y el poder no solo no desaparecen sino que crecen aceleradamente. Y todo ello por causa de un gran afán de dominación hegemónica imperial renovado y trasnochado.
Es ciertamente una certeza paradojal pero, como sabe muy bien la física actual, la realidad es en sí misma paradojal. Y esa naturaleza paradojal de la realidad, en la que los aparentes opuestos se integran sorprendentemente, es solo uno de los muchos rasgos extraños y casi increíbles del nuevo paradigma científico: la realidad es creada en gran medida por el observador; nada es lo que parece; hay un orden en el caos; solo podemos referirnos a la realidad subyacente mediante analogías, metáforas o parábolas…
Esto es precisamente lo que hizo Jesús, enseñar mediante parábolas. Y más en concreto: referirse a un Reino de justicia y paz -que él llamaba el Reino de Dios o Reino de los cielos- utilizando parábolas como la del sembrador, la del grano de mostaza o la de la levadura. Ahora, siguiendo ese método didáctico y utilizando esas mismas parábolas, podríamos decir que ese mundo nuevo, que Jesús afirmaba que había llegado con él mismo, parece ser como una frágil plantita que no llega a crecer. Y mucho menos a desplegarse plenamente y cobijar a las aves del cielo.
Las similitudes entre la realidad profunda de la que siempre hablaron los místicos de todas las tradiciones y la realidad subyacente de la que nos habla la física actual son muchas. Son tales que, incluso si ambas no se refiriesen a la misma realidad, podríamos como mínimo utilizar una de ellas como metáfora o parábola de la otra y viceversa. Sería un recurso lícito que no tendría nada que ver con los concordismos poco serios en los que desde hace décadas se ha caído desde movimientos como el de la Nueva Era.
Los procesos revolucionarios
Según distintos niveles de análisis de la realidad podríamos dar diferentes explicaciones de porqué, dos mil años después, siguen triunfando la mentira, la injusticia y la violencia. La gente común culpa de ello a los políticos. Otros dan un paso más y culpan a los poderes económicos y mediáticos que condicionan casi absolutamente la política. Uno pocos son conscientes de algo más, de aquello que afirmaban los genios de la generación prodigiosa de mahatma Gandhi y Albert Einstein o, un poco más tarde, Martin Luther King: las generaciones futuras se lamentarán más del silencio de la gran masa de los buenos que de la maldad de unos pocos. Es también lo que Antonio Gramsci llamaba el consentimiento.
Pero hoy aquí, en este reducido encuentro -de personas dispuestas a desplazarse y encontrarse para tratar del supuesto saludo de alguien supuestamente resucitado-, yo me atrevería a afirmar que el mundo está tan mal porque cada uno de nosotros no acabamos de creer en el poder de Dios. O, en las categorías no teístas de mahatma Gandhi, no acabamos de creer en la fuerza poderosa de la Verdad. Ante semejante tesis, seguramente alguno de nosotros reaccionará pensando que casi estamos cayendo en un espiritualismo poco realista. O que es demasiada auto exigencia. No creo que sea así. Vamos a intentar verlo.
Creo que es cierto que las grandes revoluciones solo llegan cuando se alcanza una masa crítica social suficiente. Pero esa verdad debe ser integrada en un marco más amplio: esa masa crítica suficiente siempre tiene su origen en la entrega lúcida y generosa de una pequeña minoría. El concepto de integración o unificación no solo es fundamental en el ámbito de la ciencias naturales sino también en el de los análisis políticos económicos -que deben ser cada vez más globales- o en el de la espiritualidad. Albert Einstein, por ejemplo, no anuló las leyes de Isaac Newton, solo las integró en un marco más amplio. De igual modo debemos ampliar el marco de nuestra visión espiritual.
Un pequeño grupo de galileos
En lo referente a los textos pascuales, si en algo están de acuerdo todos los exegetas y teólogos dignos de ser tenidos en cuenta es en que repentinamente se produjo una transformación radical en aquellos que constituían el reducido entorno de los amigos del crucificado. Parecen estar de acuerdo en ello incluso aquellos que consideran como lenguaje mitológico todos los relatos neotestamentarios de milagros o de apariciones del resucitado. Fue una transformación de un reducido círculo de amigos que ocasionó la que seguramente es la mayor revolución de la historia.
Fue una revolución tal que, aún en nuestros días, sigue dando seres tan excepcionales como el padre Mugica o el padre Mario. Refiriéndome solo a dos sucesores actuales de aquellos galileos en este Buenos Aires en el que hoy tenemos nuestro encuentro. Dos sucesores con carismas tan diferentes y a la vez tan magníficos. Y paradójicamente, todos aquellos galileos que cambiaron la historia acabaron como su “fracasado” maestro: asesinados. Fue una gran revolución mundial. Sin embargo, sin la entrega absoluta de un reducidísimo grupo que experimentó en sus propias vidas el asombroso poder de su Maestro y Señor resucitado, tal revolución no habría sido posible.
Si ellos no hubiesen sido fieles a su misión, el Resucitado no habría podido iniciar su Reino ni se habría podido dar la actual masa crítica de los millones de cristianos auténticos también fieles al Evangelio, más allá de tantos otros millones de cristianos inconsecuentes o incluso traidores al mandato de Jesús. Por eso él les dijo alguna vez: “Al que mucho se le dio mucho se le exigirá” (Lucas. 12, 48). Y por eso mismo, consciente de lo mucho que he recibido, personalmente me siento especialmente responsable.
Así por ejemplo, esa convicción me fue de mucha utilidad para tomar la decisión de iniciar nuestro ayuno, que llegó a los cuarenta y dos días, frente a las masacres masivas de hutus ruandeses en el Zaire en 1996 y frente a la inacción de la comunidad internacional. Como era de suponer, diversos amigos me intentaban hacer ver que éramos demasiados pocos para una acción con semejante pretensión de convertirse en una denuncia internacional. Sin embargo, mi certeza era que, precisamente porque éramos muy pocos, yo estaba obligado a suplir la falta de masa crítica suficiente con una acción tan radical como lo era el ayuno.
Por eso, cuando afirmo que nuestra falta de fe en el poder del resucitado es una causa fundamental de que nuestro mundo esté tan mal, no creo estar cayendo ni en espiritualismos poco realistas ni en autoexigencias excesivas. Más bien creo que se trata de lucidez. Específicamente cristiana.
Hasta el más pequeño puede cambiar el curso del futuro
Antes de continuar debo aclarar que cuando hablo de nuestra responsabilidad personal no pretendo, claro está, enmendarles la plana a los maestros que se lamentaban del silencio de la gran masa de los buenos. Se trata de algo mucho más simple: ellos también se refieren de un modo u otro a nuestra responsabilidad personal. Cada uno de nosotros entendemos a estos gigantes según nuestras propias limitadas coordenadas mentales. Por eso es que casi nadie tiene en cuenta aquella otra afirmación de mahatma Gandhi: “Un solo ser humano, si está fundamentado en la Verdad, puede sentar las bases para la caída y la regeneración de un imperio”.
También el reverendo Martin Luther King exhortaba a sus fieles a creer mucho más en el poder de Dios. En un sermón al que puso por título “Nuestro Dios es poderoso”, el décimo tercero de los dieciséis que recogió en su libro La fuerza de amar, relata la conmovedora experiencia que, en una situación límite, cambió para siempre su vida. Y recordemos que también Jesús, tras hablar a las multitudes, enseñaba en privado a sus discípulos y les solicitaba una entrega total. Les decía que el que no estuviese dispuesto a renunciar a todo no podía ser su discípulo.
Así que, insisto, si nosotros, que tanto hemos recibido, no acabamos de creer en el poder del Señor resucitado, somos en gran medida responsables del penoso estado de nuestro mundo. Por el contrario, él nos asegura que si tuviésemos fe como un grano de mostaza moveríamos montañas. O que si creyésemos en él haríamos obras incluso mayores que las suyas.
El cuerpo glorioso del resucitado
Para ir concluyendo, vayamos ya a la cuestión central de este encuentro nuestro: ¿Cómo alcanzar la certeza de que ya ha comenzado un mundo en el que la verdad, la justicia y la paz triunfarán finalmente? O más específicamente: ¿Cómo los cristianos podemos llegar a la certeza de que el señor Jesús resucitado se apareció tangiblemente a sus amigos y comió repetidamente con ellos en unos encuentros que anticiparon el banquete escatológico del Reino definitivo de Dios? Porque si Cristo no hubiese resucitado nuestra creencia en el poder de Dios sería una pura teoría fruto de la especulación. Y si los discípulos no vieron y tocaron su cuerpo glorioso no hay explicación seria para la radical y repentina transformación que se dio en ellos.
No creo que dichas apariciones tangibles se puedan eliminar con tanta facilidad -como con demasiada frecuencia se hace- del kerigma o núcleo primitivo del Evangelio. Creo que san Pablo daba por tan supuesta la materialidad de las apariciones que el sentido de su enérgica afirmación de Corintios 15, 14 sería este: “y si Cristo no se nos apareció tangiblemente, vana es nuestra fe”. Si no fuese así, la expresión “su cuerpo glorioso” (en Filipenses 3, 21) y sus explicaciones sobre tal misterio (a lo largo de Corintios 15) no tendría mucho sentido. Se habría referido simplemente a un espíritu, sin necesidad de utilizar el inequívoco término “cuerpo” ni de enredarse en algo tan contradictorio como es la expresión “cuerpo espiritual”.
Admiro profundamente a tantos héroes que a lo largo de la historia han sido capaces de dar su vida generosamente. Pero personalmente no veo necesidad alguna de renunciar a esa certeza que no hace sino potenciar lo que de generosidad pueda haber en mi. Por último añadiría otro interrogante que también considero necesario: ¿Cómo podemos llegar a la certeza de que nuestras eucaristías son la actualización de aquellas inefables comidas pascuales? Porque los relatos pascuales son en una gran medida textos litúrgicos. Son textos no solo para ser estudiados. Fueron escritos para ser acogidos con el corazón, para ser leídos y vividos en las celebraciones del memorial-actualización de aquellos encuentros con el Señor Jesús en torno a una mesa o en torno a unas brasas a orillas del lago. Encuentros que tienen la potencialidad de transformarnos a nosotros al igual que los transformaron a ellos.
El Shalom que lo cambió todo
Estoy convencido de que una noche hace casi dos mil años un acontecimiento imprevisto lo cambió todo. Todo comenzó aquella noche. Nació un mundo nuevo y maravilloso. Ese es el núcleo del libro. Lo destaco ya en la segunda página de la introducción, tras la transcripción del relato del Evangelio de Juan de las dos apariciones de Jesús a sus amigos en Jerusalén: “Si este texto relata unos hechos que efectivamente sucedieron durante las primeras horas de la noche de un domingo de primavera en la Jerusalén de hace casi dos milenios, algo esencial debería cambiar no solo en nuestra comprensión del fenómeno humano sino incluso en nuestra misma visión de la Vida y del Cosmos.” Más tarde completo el análisis:
“Finalmente, si creemos que tales textos relatan hechos fundamentalmente históricos, por más que estén escritos en un género literario particular, se abre otra cuestión muy digna de consideración: el hecho de que aquel ‘Shalom’ sea la primera palabra pronunciada solemne y reiteradamente por el resucitado a sus amigos no puede ser considerado irrelevante. No puede ser insignificante (falto de significación) el hecho de que en aquel momento, que considero el momento culminante de la Historia, el resucitado haya utilizado reiteradamente ese término para dirigirse a sus amigos, un pequeño grupo de seguidores reunidos en Jerusalén, en la sala amplia del piso superior de una casa del monte Sion, reunidos como anticipo de una Nueva Humanidad en un Universo Nuevo.
La utilización de semejante saludo por parte del resucitado no puede ser ni intrascendente ni una mera formalidad: en la mentalidad de aquellos galileos, el saludo, las bendiciones o maldiciones de un patriarca o de un profeta gozaban del poder de ser eficaces, es decir, de realizar aquello que anunciaban. Si tal cosa es cierta, ¡cuánto más eficaz será la solemne palabra de aquel al que Tomas llama (proclamación que es el broche final del Evangelio de san Juan) “Señor mío y Dios mío”!, ¡cuánto más eficaz será su solemne palabra profética en aquel momento, que era -Jesús mismo lo sabía bien- el punto culminante de la Historia, el punto de inflexión del Cosmos!”
¿Cómo, pues, llegar a la certeza interior de que estos textos relatan unos hechos fundamentalmente históricos? A todo lo largo del libro recojo algunas experiencias, casi todas ellas de cristianos de mi propio entorno, que nos confirman la actuación y el poder del Espíritu. Pero tales experiencias actuales ni tan solo habrían sido posibles sin una tradición milenaria, sostenida por una comunidad viva, en la que los textos pascuales constituyen el corazón mismo de ella. Por tanto, la certeza interior sobre la historicidad del núcleo fundamental de los acontecimientos relatados en los textos pascuales surge de una corazonada-experiencia personal y colectiva a la vez, histórica y actual a la vez. No nace ni desde la mera especulación, ni desde la pura emotividad. Ni desde “experiencias” extrañas. Ni desde el ámbito exclusivamente personal ni solamente desde el colectivo. Ni desde un presente sin perspectiva histórica ni desde la fijación en el pasado.
Aunque se trata de una historicidad, la de lo nuclear de tales relatos, que no creo que pueda ser probada o demostrada en el sentido estrictamente científico. A lo sumo podríamos referirnos -y así lo hago en el libro- a “señales”, a fenómenos o acontecimientos que apuntan a tal historicidad. Como pueden ser el conjunto de acontecimientos que siguieron a la muerte del Maestro. O el sorprendente fenómeno de la Sabana de Turín, que ha llevado a tantos científicos a las mismas puertas de la fe en la resurrección de Jesús de Nazaret. Del mismo modo que el descubrimiento de las constantes físicas fundamentales está llevando a tantos otros científicos de altísimo nivel al Principio Antrópico, según el cual es absolutamente inverosímil que el cosmos, la vida y la conciencia hayan aparecido por azar.
La naturaleza de la materia-energía
Pero lo que sí afirmo con energía y argumento extensamente a lo largo de todo el libro es que, superado ya el pasado cientificismo materialista y racionalista, nada en la ciencia actual impide creer en lo relatado por los textos pascuales. La certeza de que con el Shalom del resucitado comenzó el reinado de la verdad, la justicia y la paz choca frontalmente con todas las barbaries que se han sucedido desde aquella noche hasta hoy. Pero además existe otro supuesto choque al que debo hacer referencia: el que se da, según nos dicen eminentes exegetas y teólogos, entre todos los fenómenos milagrosos relatados en la Biblia -incluidas las apariciones del resucitado- y la ciencia actual. Cosa que es absolutamente falsa. Por lo que la inexistencia de este supuesto choque es relativamente fácil de desenmascarar.
Es bastante sorprendente que a esta altura, un siglo después de la publicación de la teoría de la relatividad y de la llegada de la física cuántica, teólogos de primera línea se atrevan a hacer afirmaciones tan trasnochadas como la de que un cuerpo, aunque sea el de un resucitado, nunca podrá atravesar una pared. Ni tan solo conocemos la naturaleza y el funcionamiento de la materia-energía pero los citados teólogos se atreven a dictaminar lo que podría o no podría hacer el cuerpo glorioso -según la expresión paulina- del resucitado. Es igualmente sorprendente que nieguen la posibilidad de curaciones inexplicables de enfermos ya desahuciados. Estos teólogos -racionales, cultos y “serios”, europeos casi en su totalidad- nunca se molestaron demasiado en salir de su burbuja académica. Les habría bastado convivir una sola semana con el padre Mario en González Catán para que se desmoronasen todas sus magníficas teorías.
También he encontrado escuelas y maestros espirituales muy centrados en la experiencia de “la naturaleza esencial” que no se han dado cuenta de que el interés por fenómenos como el de las apariciones corpóreas del resucitado o el de la bilocación, fenómeno que sin duda sigue dándose en la actualidad, no se debe a un morboso afán por los fenómenos extraños y aparatosos. No se han dado cuenta de que, como explico en el libro, aquí estamos tocando el meollo mismo de la búsqueda científica actual sobre la naturaleza y el funcionamiento de la materia-energía. Búsqueda a la que dichos fenómenos aportarían, si no fuesen despreciados, mucha luz y muchas respuestas. Son fenómenos extraños simplemente porque están más allá de la frontera de los métodos de experimentación actuales.
Repito la cita que ya hice más arriba calificándola como la esencia misma del libro: “Si este texto relata unos hechos que efectivamente sucedieron durante las primeras horas de la noche de un domingo de primavera en la Jerusalén de hace casi dos milenios, algo esencial debería cambiar no solo en nuestra comprensión del fenómeno humano sino incluso en nuestra misma visión de la Vida y del Cosmos.” Las apariciones tangibles de aquel Jesús fracasado, traicionado, torturado y asesinado no solo lo cambiaron todo en nuestra lucha por un mundo más fraterno y habitable: su cuerpo glorioso es -en expresión de Olivier Clément- la última metamorfosis de la materia-energía. Una metamorfosis maravillosa y definitiva.
Y acabo este penúltimo apartado con el último párrafo del tercer capítulo del libro: “Es por todo esto por lo que me voy refiriendo con una cierta reiteración al fenómeno de la bilocación. No porque se trate de un fenómeno fantástico, de aquellos que tanto gustan a los amantes de lo extraño y esotérico. Me he referido a él porque está precisamente en el mismo centro de las cuestiones más fundamentales de la física actual y porque incluso apunta respuestas a ellas: la cuestión de la relación entre la mente y el cerebro, la gran tarea de la ciencia actual, según decía Erwin Schrödinger; la cuestión de aquello que el mismo Erwin Schrödinger llamó entrelazamiento cuántico (predicho en 1935 por Albert Einstein, Boris Podolsky y Nathan Rosen en su formulación de la llamada paradoja EPR -las iniciales de los tres apellidos-), entrelazamiento por el que es instantánea la conexión entre dos partículas que antes estuvieron unidas, aunque se hallen en extremos opuestos del Universo, fenómeno este, el del entrelazamiento, que Erwin Schrödinger consideró no un rasgo más de la mecánica cuántica, sino el más característico de ella; las sugerencias de John Wheeler y Richard Feynman sobre la posibilidad de que las ondas electromagnéticas puedan viajar tanto hacia adelante como hacia atrás en el tiempo, con todo lo que esto implica para nuestra concepción del espacio-tiempo; etc.”
El Espíritu Santo y nosotros lo llevaremos a cabo
A partir de aquella noche todo quedó tan condicionado por el Shalom del resucitado que se podría decir que ahora la iniciativa es suya. Lo cual no significa que ya sean innecesarios nuestros esfuerzos y luchas para construir la Tierra Nueva. Al contrario: la exigencia es aún mayor si cabe, porque Él nos ha revelado claramente su proyecto y nos pide nuestra participación en él. Pero descansamos en la certeza de que aquel que nos insta a dar de comer a una multitud de desvalidos y excluidos (Lucas 9, 13) tiene el poder de multiplicar nuestros cinco panes y dos peces.
Solemos pasar nuestras vidas resistiéndonos a la invitación del Señor de dejarlo todo, abandonarnos en sus manos, seguir sus pasos. Hasta el día en que nos rendimos y descubrimos, consolados, que su yugo es suave y su carga ligera (Mateo 11, 29). Un día se quejaron los discípulos: ¿Quién es capaz de semejante renuncia total? Pero la respuesta del Maestro fue esta: “Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios” (Lucas 18, 27). No importan ni nuestros miedos ni nuestra sensación de impotencia.
¿Estamos dispuestos nosotros hoy a continuar la prodigiosa revolución que inició aquel pequeño grupo de galileos que un día experimentaron el poder de Jesucristo, el resucitado? Después de ochenta años creo que ya es hora de que la exégesis y la teología cierren el ciclo que se inició con la desmitologización de Rudolf Bultmann y devolvamos al Señor resucitado el poder de obrar de nuevo en nuestras vidas los antiguos prodigios salvadores. Como en los días posteriores a aquella primera Pascua cristiana, narrados en el último libro de la Biblia cristiana, los Hechos de los Apóstoles: “el Espíritu Santo y nosotros…” (15, 28) decían los apóstoles (testigos del resucitado) para referirse a un modo conjunto de actuar. Fue así como cambiaron la historia.