Craig Murray, exembajador en Uzbekistán, padre de un niño recién nacido, un hombre con una salud muy precaria y sin antecedentes, tendrá que entregarse a la policía escocesa el domingo por la mañana. Se convierte así en la primera persona encarcelada por el oscuro y vagamente definido cargo de «identificación de piezas».
Murray es también la primera persona encarcelada en Gran Bretaña por desacato al tribunal por su periodismo en medio siglo, un periodo en el que prevalecían valores legales y morales tan diferentes que el establishment británico acababa de poner fin a la persecución de los «homosexuales» y al encarcelamiento de las mujeres por abortar.
El encarcelamiento de Murray durante ocho meses por parte de Lady Dorrian, la segunda jueza más importante de Escocia, se basa, por supuesto, en una lectura ajustada de la legislación escocesa y no en la evidencia de que los establishments políticos escoceses y londinenses buscan vengarse del ex diplomático. Y la negativa del Tribunal Supremo del Reino Unido, el jueves, a escuchar la apelación de Murray a pesar de las numerosas y evidentes anomalías legales del caso, allanando así su camino a la cárcel, se basa igualmente en una estricta aplicación de la ley, y no está influenciada en modo alguno por consideraciones políticas.
El encarcelamiento de Murray no tiene nada que ver con el hecho de que avergonzara al Estado británico a principios de la década de 2000 al convertirse en esa cosa tan rara: un diplomático denunciante. Expuso la connivencia del gobierno británico, junto con Estados Unidos, en el régimen de tortura de Uzbekistán.
Su encarcelamiento tampoco tiene nada que ver con el hecho de que Murray haya puesto en aprietos al Estado británico más recientemente al denunciar los lamentables y continuos abusos legales de un tribunal londinense mientras Washington intenta extraditar al fundador de Wikileaks, Julian Assange, y encerrarlo de por vida en una prisión de máxima seguridad. Estados Unidos quiere dar un escarmiento a Assange por haber sacado a la luz sus crímenes de guerra en Irak y Afganistán y por haber publicado los cables diplomáticos filtrados que desenmascaran la fea política exterior de Washington.
El encarcelamiento de Murray no tiene nada que ver con el hecho de que el procedimiento de desacato contra él permitiera al tribunal escocés privarle de su pasaporte para que no pudiera viajar a España y testificar en un caso relacionado con Assange que está poniendo en serios aprietos a Gran Bretaña y Estados Unidos. En la vista española se han presentado montones de pruebas de que Estados Unidos espió ilegalmente a Assange dentro de la embajada de Ecuador en Londres, donde pidió asilo político para evitar la extradición. Murray debía testificar que sus propias conversaciones confidenciales con Assange fueron filmadas, al igual que las reuniones confidenciales de Assange con sus propios abogados. Este tipo de espionaje debería haber hecho que se desestimara el caso contra Assange, si el juez de Londres hubiera aplicado realmente la ley.
Del mismo modo, el encarcelamiento de Murray no tiene nada que ver con el hecho de que haya puesto en aprietos a los estamentos políticos y jurídicos escoceses al informar, casi en solitario, sobre el caso de la defensa en el juicio del ex primer ministro de Escocia, Alex Salmond. Las pruebas presentadas por los abogados de Salmond, de las que no informaron los medios de comunicación corporativos, llevaron a un jurado dominado por mujeres a absolverle de una serie de cargos de agresión sexual. Es el reportaje de Murray sobre la defensa de Salmond lo que ha sido la fuente de sus problemas actuales.
Y, con toda seguridad, el encarcelamiento de Murray no tiene nada que ver con su argumento –que podría explicar por qué el jurado estaba tan poco convencido de los argumentos de la acusación– de que Salmond era en realidad víctima de un complot de alto nivel por parte de políticos prominentes de Holyrood para desacreditarlo e impedir su regreso al primer plano de la política escocesa. La intención, dice Murray, era negar a Salmond la oportunidad de enfrentarse a Londres y defender seriamente la independencia, y exponer así la creciente palabrería del SNP en favor de esa causa.
Ataque implacable
Murray ha sido una espina clavada en el costado del establishment británico durante casi dos décadas. Ahora han encontrado una manera de encerrarlo al igual que a Assange, así como de atar a Murray potencialmente durante años en batallas legales que corren el riesgo de llevarlo a la quiebra mientras intenta limpiar su nombre.
Y dada su salud extremadamente precaria –documentada con detalle ante el tribunal–, su encarcelamiento corre el riesgo de convertir ocho meses en una condena de por vida. Murray estuvo a punto de morir de una embolia pulmonar hace 17 años, cuando fue atacado por última vez por el establishment británico. Su salud no ha mejorado desde entonces.
En aquel momento, a principios de la década de 2000, en el período previo y en las primeras fases de la invasión de Irak, Murray expuso eficazmente la complicidad de sus colegas diplomáticos británicos, su preferencia por hacer la vista gorda ante los abusos consentidos por su propio gobierno y su alianza corrupta y corruptora con Estados Unidos.
Más tarde, cuando salió a la luz el programa de «entregas extraordinarias» de Washington –secuestros patrocinados por el Estado–, así como su régimen de tortura en lugares como Abu Ghraib, el foco de atención debería haberse centrado en la renuncia de los diplomáticos a alzar la voz. A diferencia de Murray, se negaron a denunciar. Dieron cobertura a la ilegalidad y la barbarie.
Por su labor, Murray fue calumniado por el gobierno de Tony Blair, entre otras cosas, como un depredador sexual, cargos de los que una investigación del Ministerio de Asuntos Exteriores acabó exonerándolo. Pero el daño ya estaba hecho, y Murray se vio obligado a abandonar el cargo. El compromiso con la integridad moral y jurídica era claramente incompatible con los objetivos de la política exterior británica.
Murray tuvo que reinventar su carrera, y lo hizo a través de un popular blog. En su periodismo ha aplicado la misma dedicación a contar la verdad y el mismo compromiso con la protección de los derechos humanos, y ha vuelto a toparse con una oposición igual de feroz por parte del establishment británico.
Periodismo de dos niveles
La innovación jurídica más flagrante e inquietante de la sentencia de Lady Dorrian contra Murray –y la principal razón por la que va a ir a la cárcel– es su decisión de dividir a los periodistas en dos clases: los que trabajan para medios de comunicación corporativos autorizados, y los que, como Murray, son independientes, a menudo financiados por los lectores y no pagados con grandes sueldos por multimillonarios o por el Estado.
Según Lady Dorrian, los periodistas corporativos autorizados tienen derecho a las protecciones legales que ella niega a los periodistas no oficiales e independientes como Murray, los mismos periodistas que son más propensos a enfrentarse a los gobiernos, criticar el sistema legal y exponer la hipocresía y las mentiras de los medios corporativos.
Al declarar a Murray culpable de la llamada «identificación de piezas», Lady Dorrian no hizo distinción entre lo que Murray escribió sobre el caso Salmond y lo que escribieron los periodistas corporativos autorizados.
Esto es por una buena razón. Dos encuestas han demostrado que la mayoría de los que siguieron el juicio de Salmond y creen haber identificado a uno o más de sus acusadores lo hicieron a partir de la cobertura de los medios corporativos, especialmente la BBC. Los escritos de Murray parecen haber tenido muy poco impacto en la identificación de alguno de los acusadores. Entre los periodistas nombrados, Dani Garavelli, que escribió sobre el juicio para Scotland on Sunday y la London Review of Books, fue citado 15 veces más que Murray como ayuda para identificar a los acusadores de Salmond.
La distinción de Lady Dorrian se refería más bien a quién se le otorga protección cuando se produce la identificación. Escriban para el Times o el Guardian, o emitan en la BBC, donde el alcance de la audiencia es enorme, y los tribunales les protegerán de la acusación. Escriban sobre los mismos temas para un blog, y se arriesgan a ser llevados a la cárcel.
De hecho, la base legal de la «identificación de piezas» –podría decirse que es su objetivo– es que otorga poderes peligrosos al Estado. Da permiso al poder judicial para decidir arbitrariamente qué pieza del supuesto rompecabezas debe considerarse como identificación. Si Kirsty Wark de la BBC incluye una pieza del rompecabezas, no cuenta como identificación a los ojos del tribunal. Si Murray u otro periodista independiente propone una pieza diferente del rompecabezas, sí cuenta. No es necesario subrayar la facilidad con la que el establishment puede abusar de este principio para oprimir y silenciar a los periodistas disidentes.
Sin embargo, la sentencia de Lady Dorrian ya no es la única. Al negarse a escuchar la apelación de Murray, el Tribunal Supremo del Reino Unido ha ofrecido su bendición a esta misma peligrosa clasificación de dos niveles.
Acreditado por el Estado
Lo que ha hecho Lady Dorrian es dar un vuelco a la visión tradicional de lo que constituye el periodismo: que es una práctica que en su máxima expresión está concebida para exigir responsabilidades a los poderosos, y que cualquiera que se dedique a esa labor está haciendo periodismo, independientemente de que se le considere o no un periodista.
Esta idea era obvia hasta hace poco. Cuando los medios de comunicación social empezaron a funcionar, uno de los beneficios que anunciaron incluso los medios de comunicación corporativos fue la aparición de un nuevo tipo de «periodista ciudadano». En ese momento, los medios de comunicación corporativos creyeron que estos periodistas ciudadanos se convertirían en carne de cañón, proporcionando historias locales sobre el terreno a las que sólo ellos tendrían acceso y que sólo los medios de comunicación del establishment estarían en condiciones de rentabilizar. Este fue precisamente el impulso de la sección Comment is Free del Guardian, que en sus inicios permitía a una variada selección de personas con conocimientos o información especializada proporcionar al periódico artículos de forma gratuita para aumentar las ventas y las tasas de publicidad del periódico.
La actitud del establishment hacia los periodistas ciudadanos, y la del Guardian hacia el modelo Comment is Free, sólo cambió cuando estos nuevos periodistas empezaron a ser difíciles de controlar, y su trabajo a menudo ponía de manifiesto, de forma inadvertida o no, las insuficiencias, los engaños y la doble moral de los medios de comunicación corporativos.
Ahora, Lady Dorrian ha puesto el último clavo en el ataúd del periodismo ciudadano. Ha declarado, a través de su sentencia, que ella y otros jueces serán los que decidan a quién se considera periodista y, por tanto, quién recibe protección legal por su trabajo. Es una forma apenas disimulada de que el Estado otorgue licencias o «credenciales» a los periodistas. Convierte el periodismo en un gremio profesional en el que sólo los periodistas oficiales y corporativos están a salvo de las represalias legales del Estado.
Si uno es un periodista no autorizado y sin credenciales, puede ser encarcelado, como lo está siendo Murray, sobre una base legal similar a la del encarcelamiento de alguien que lleva a cabo una operación quirúrgica sin las titulaciones necesarias. Pero mientras que la ley contra los cirujanos charlatanes está ahí para proteger al público, para evitar que se inflija un daño innecesario a los enfermos, la sentencia de Lady Dorrian servirá para un propósito muy diferente: proteger al Estado de los daños causados por la exposición de sus prácticas secretas o más malignas por parte de periodistas problemáticos, escépticos, y ahora en gran parte independientes.
El periodismo está siendo acorralado de nuevo en el control exclusivo del Estado y de las empresas multimillonarias. No es de extrañar que los periodistas corporativos, deseosos de conservar sus puestos de trabajo, consientan con su silencio este asalto total al periodismo y a la libertad de expresión. Al fin y al cabo, se trata de una especie de proteccionismo –seguridad laboral adicional– para los periodistas empleados por unos medios de comunicación corporativos que no tienen ninguna intención real de desafiar a los poderosos.
Pero lo que es realmente chocante es que esta peligrosa acumulación de poder del Estado y de su clase empresarial aliada está siendo respaldada implícitamente por el sindicato de periodistas británico, el NUJ. Ha guardado silencio durante los muchos meses de ataques a Murray y los esfuerzos generalizados para desacreditarlo por sus informes. El NUJ no ha hecho ningún gesto significativo sobre la creación por parte de Lady Dorrian de dos clases de periodistas –aprobados y no aprobados por el Estado– ni sobre el encarcelamiento de Murray por estos motivos.
Pero el NUJ ha ido más allá. Sus dirigentes se han lavado públicamente las manos excluyendo a Murray de la afiliación al sindicato, incluso cuando sus representantes han admitido que debería estar habilitado. El NUJ se ha hecho tan cómplice del acoso a un periodista como lo fueron en su día los compañeros diplomáticos de Murray por su acoso como embajador. Se trata de un episodio verdaderamente vergonzoso en la historia del NUJ.
La libertad de expresión criminalizada
Pero lo más peligroso es que la sentencia de Lady Dorrian forma parte de un patrón en el que los establishments político, judicial y mediático se han confabulado para estrechar la definición de lo que cuenta como periodismo, para excluir cualquier cosa más allá de la papilla que suele pasar por periodismo en los medios corporativos.
Murray ha sido uno de los pocos periodistas que ha informado detalladamente de los argumentos presentados por el equipo legal de Assange en sus audiencias de extradición. En los casos de Assange y Murray, el juez que preside el caso ha limitado las protecciones de la libertad de expresión que tradicionalmente se conceden al periodismo y lo ha hecho restringiendo quiénes son los periodistas. Ambos casos han sido ataques frontales a la capacidad de ciertos tipos de periodistas –los que están libres de presiones corporativas o estatales– para cubrir historias políticas importantes, criminalizando efectivamente el periodismo independiente. Y todo esto se ha conseguido mediante un juego de manos.
En el caso de Assange, la jueza Vanessa Baraitser aceptó en gran medida las afirmaciones de Estados Unidos de que lo que había hecho el fundador de Wikileaks era espionaje y no periodismo. El gobierno de Obama había evitado procesar a Assange porque no podía encontrar una distinción en la ley entre su derecho legal a publicar pruebas de los crímenes de guerra de Estados Unidos y el derecho del New York Times y del Guardian a publicar las mismas pruebas, que les había proporcionado Wikileaks. Si la administración estadounidense procesaba a Assange, también tendría que procesar a los editores de esos periódicos.
Los funcionarios de Donald Trump eludieron ese problema creando una distinción entre los periodistas «adecuados», empleados por medios corporativos que supervisan y controlan lo que se publica, y los periodistas «falsos», aquellos independientes que no están sujetos a esa supervisión y presiones.
Los funcionarios de Trump negaron a Assange la condición de periodista y editor y, en cambio, lo trataron como un espía que se confabulaba con los denunciantes y los ayudaba. Eso supuestamente anuló las protecciones a la libertad de expresión de las que gozaba constitucionalmente. Pero, por supuesto, el caso de Estados Unidos contra Assange era un sinsentido evidente. Es fundamental para el trabajo de los periodistas de investigación «coludir» con los denunciantes y ayudarlos. Y los espías se guardan la información que les proporcionan esos denunciantes, no la publican para todo el mundo, como hizo Assange.
Fíjense en los paralelismos con el caso de Murray.
El planteamiento de la jueza Baraitser sobre Assange se hizo eco del planteamiento de Estados Unidos: sólo los periodistas autorizados y con credenciales gozan de la protección de la ley frente a la persecución; sólo los periodistas autorizados y con credenciales tienen derecho a la libertad de expresión (en caso de que decidan ejercerla en las redacciones que están en deuda con los intereses del Estado o de las empresas). La libertad de expresión y la protección de la ley, insinuó Baraitser, ya no se relacionan principalmente con la legalidad de lo que se dice, sino con el estatus legal de quien lo dice.
Lady Dorrian ha adoptado una metodología similar en el caso de Murray. Le ha negado la condición de periodista, y en su lugar lo ha clasificado como una especie de periodista «impropio», o bloguero. Como en el caso de Assange, se da a entender que los periodistas «impropios» o «falsos» son una amenaza tan excepcional para la sociedad que deben ser despojados de las protecciones legales normales de la libertad de expresión.
La «identificación de piezas» –especialmente cuando se alía con acusaciones de agresión sexual, involucrando los derechos de las mujeres y jugando con la actual y más amplia obsesión por las políticas de identidad– es el vehículo perfecto para ganar el consentimiento generalizado para la criminalización de la libertad de expresión de los periodistas críticos.
Los grilletes de los medios de comunicación corporativos
Hay un panorama aún más amplio que debería ser difícil de pasar por alto para cualquier periodista honesto, corporativo o no. Lo que Lady Dorrian y la jueza Baraitser –y la clase dirigente que las respalda– están tratando de hacer es devolver el genio a la botella. Intentan invertir una tendencia que durante más de una década ha visto cómo un pequeño pero creciente número de periodistas utilizaba las nuevas tecnologías y las redes sociales para liberarse de las ataduras de los medios de comunicación corporativos y contar verdades que el público nunca debió escuchar.
¿No me creen? Consideren el caso del periodista del Guardian y del Observer, Ed Vulliamy. En su libro Flat Earth News, el colega de Vulliamy en el Guardian, Nick Davies, cuenta la historia de cómo Roger Alton, editor del Observer en el momento de la guerra de Irak, y un periodista con credenciales y licencia si alguna vez hubo uno, se mantuvo al margen de una de las mayores noticias de la historia del periódico durante meses.
A finales de 2002, Vulliamy, un periodista veterano y de gran confianza, convenció a Mel Goodman, un ex alto funcionario de la CIA que todavía tenía autorización de seguridad en la agencia, para que declarara que la CIA sabía que no había armas de destrucción masiva en Irak, el pretexto para una inminente e ilegal invasión de ese país. Como muchos sospechaban, los gobiernos estadounidense y británico habían estado diciendo mentiras para justificar una próxima guerra de agresión contra Irak, y Vulliamy tenía una fuente clave para demostrarlo.
Pero Alton eliminó esta historia que estremecía al mundo y luego se negó a publicar otras seis versiones escritas por un Vulliamy cada vez más exasperado durante los meses siguientes, mientras la guerra se acercaba. Alton estaba decidido a mantener la historia fuera de las noticias. En 2002, sólo hacían falta unos pocos editores –todos los cuales habían ascendido en el escalafón por su discreción, sus matices y su cuidadoso «criterio»– para asegurarse de que algunos tipos de noticias no llegaran nunca a sus lectores.
Los medios sociales han cambiado esos cálculos. La historia de Vulliamy no podría ser anulada tan fácilmente hoy en día. Se filtraría, precisamente a través de un periodista independiente de alto perfil como Assange o Murray. Por eso estas figuras son tan importantes para una sociedad sana e informada, y por eso ellos, y algunos otros como ellos, están desapareciendo gradualmente. La clase dirigente ha comprendido que el coste de permitir que los periodistas independientes actúen libremente es demasiado alto.
En primer lugar, todo el periodismo independiente y sin licencia fue catalogado como «fake news». Con esto como telón de fondo, las corporaciones de los medios sociales fueron capaces de confabularse con las llamadas corporaciones de los medios de comunicación tradicionales para convertir en algoritmos a los periodistas independientes y dejarlos en el olvido. Y ahora los periodistas independientes están siendo educados sobre el destino que les espera si intentan emular a Assange o a Murray.
Dormidos al volante
De hecho, mientras los periodistas corporativos han estado dormidos al volante, el establishment británico se ha estado preparando para abrir la red a fin de criminalizar todo el periodismo que busque responsabilizar seriamente al poder. Un reciente documento consultivo del gobierno en el que se pide una represión más draconiana de lo que se denomina engañosamente » difusión de información» –código para el periodismo– ha obtenido el respaldo de la Ministra del Interior, Priti Patel. El documento clasifica implícitamente el periodismo como algo poco diferente del espionaje y la denuncia de irregularidades.
A raíz del documento consultivo, el Ministerio del Interior ha pedido al Parlamento que estudie la posibilidad de «aumentar las penas máximas» para los infractores –es decir, los periodistas– y poner fin a la distinción «entre el espionaje y las revelaciones no autorizadas más graves». El argumento del gobierno es que las «revelaciones no permitidas» pueden crear «un daño mucho más grave» que el espionaje y, por tanto, deben ser tratadas de forma similar. Si se acepta, cualquier defensa del interés público –la salvaguarda tradicional de los periodistas– quedará silenciada.
Cualquiera que haya seguido las audiencias de Assange el verano pasado –que excluye a la mayoría de los periodistas de los medios corporativos– notará fuertes ecos de los argumentos esgrimidos por Estados Unidos para extraditar a Assange, argumentos que confunden el periodismo con el espionaje y que fueron ampliamente aceptados por la jueza Baraitser.
Nada de esto ha surgido de la nada. Tal y como señaló la publicación tecnológica online The Register en 2017, la Comisión de Leyes estaba en ese momento considerando «propuestas en el Reino Unido para una nueva Ley de Espionaje que podría encarcelar a los periodistas como espías». Se decía que dicha ley estaba siendo «desarrollada a toda prisa por los asesores jurídicos».
Es bastante extraordinario que dos periodistas de investigación –uno de ellos antiguo miembro de la plantilla de The Guardian– se las hayan arreglado para escribir este mes un artículo completo en ese periódico sobre el documento consultivo del gobierno y no mencionar a Assange ni una sola vez. Las señales de advertencia han estado ahí durante la mayor parte de una década, pero los periodistas corporativos se han negado a señalarlas. Del mismo modo, no es una coincidencia que la situación de Murray tampoco se haya detectado en el radar de los medios corporativos.
Assange y Murray son los canarios en la mina de carbón de la creciente represión del periodismo de investigación y de los esfuerzos por exigir responsabilidades al poder ejecutivo. Por supuesto, los medios de comunicación corporativos cada vez se esfuerzan menos para hacer esto, lo que puede explicar por qué los medios de comunicación corporativos no sólo parecen relajados sobre el creciente clima político y legal contra la libertad de expresión y la transparencia, sino que lo han estado animando.
En los casos de Assange y Murray, el Estado británico se está labrando un espacio para definir lo que cuenta como periodismo legítimo y autorizado, y los periodistas están colaborando en este peligroso desarrollo, aunque sólo sea con su silencio. Esa colusión nos dice mucho sobre los intereses mutuos de los establishments políticos y legales corporativos, por un lado, y del establishment mediático corporativo, por otro.
Assange y Murray no sólo nos están diciendo verdades preocupantes que se supone que no debemos escuchar. El hecho de que se les niegue la solidaridad por parte de aquellos que son sus colegas, aquellos que pueden ser los siguientes en la línea de fuego, nos dice todo lo que necesitamos saber sobre los llamados medios de comunicación convencionales: que el papel de los periodistas corporativos es servir a los intereses del establishment, no desafiarlos.
Fuente: Jonathan Cook