Hace pocas semanas, en un pueblo de Mallorca, las autoridades locales y autonómicas, hechas las diligencias previas a nivel estatal, ordenaron derribar una resistente y esbelta cruz de piedra. Bellísima. ¿Qué pecado artístico, social, urbanístico, civil o político había cometido, esa prodigiosa cruz, contra el municipio o contra los hombres y mujeres del pueblo? Tenía un pasado nada honesto. Se había construido y levantado en memoria y honor de los fallecidos civiles y militares del bando vencedor durante la Guerra Civil española. Aunque hacía tiempo que le habían lavado la cara. Es decir, se le había despojado de todos los símbolos que hacían referencia a ese trágico enfrentamiento entre vecinos de la región que habían participado en él. La cruz de piedra trabajada, preciosa, llevaba años que permanecía desnuda en un lugar destacado del municipio. No hacía daño a nadie, en mi opinión. Todo lo contrario, era un pequeño monumento escultórico que proporcionaba belleza y cota cultural al pueblo. Pero no todo el mundo opinaba lo mismo. Además de recordar lo que bélicamente había simbolizado, era una representación religiosa del cristianismo. Había que derribarla. Y así se hizo, pero de la peor forma. La insultaron y escupieron hasta el punto de no desmontarla a piezas, sino que la destrozaron grosamente de arriba abajo como si ella fuera la culpable de todos los males de la tierra.
Es lo que ocurre con las ideologías, es que son más potentes que las religiones. Al menos, como generadoras de odio. Lo que ocurrió ese día con esta cruz rota es un acto de odio. De odio a lo que representaba aquella cruz en el presente, no a lo que había representado antes con sus símbolos franquistas y preconstitucionales. Una acción absurda, visceral y sinrazón. Bien, somos humanos, y eso es lo que acostumbramos a hacer los humanos: actos irracionales y groseros. Aquella cruz, en sí misma, era una pequeña obra de arte urbano que daba dignidad y elevación espiritual a la comunidad. Tenía además un valor material que se destruyó con mala voluntad y resentimiento. ¿Por qué? También tenía valor artístico, incluso sentimental y emocional. Incluso tenía cierto valor literario. Era un testimonio silencioso de muchos secretos entre amigos y amores juveniles, y de alguna conjura vecinal. Era un patrimonio local. Una figura de sabiduría popular. Todo ello formaba parte de la historia contemporánea del pueblo. Ahora ya forma parte inexistente de la acritud colectiva.
Lo que quedará para siempre es su recuerdo, es decir, su ficción, su metáfora literaria. Quizás nunca se escribirá nada sobre la cruz rota municipal, pero podría hacerse una obra de teatro, una novela o un poema de homenaje, para que no vuelva a pasar nada parecido en ningún lugar del mundo. De estas pequeñas realidades públicas están hechas las mejores novelas de la narrativa universal, lo que demuestra que la literatura tiene más vida y sobre todo más existencia que la realidad. La memoria literaria es más inmutable y resistente que la memoria histórica.
Los libros me han abierto los ojos y las orejas. Quien tenga ojos que mire, y quien tenga orejas que escuche. ¿A quién o qué debemos mirar y escuchar? La lectura nos lo dice. La lectura, en cierto modo, o de forma conjunta con otras disciplinas intelectuales, es la voz de nuestra conciencia. Lo verdaderamente urgente es la lectura de nuestro interior. Y los libros son las mejores muletas para hacerlo. ¿Qué ocurre cuando no lo hacemos? Que levantamos cruces que generan odio entre nosotros y que rompemos cruces que no hacen daño a nadie. Ésta es la condición humana. La naturaleza humana. El hombre es un animal de costumbres. Es por la rutina de nuestros hábitos, sin detenernos a pensar en ellos, por nuestra pereza inveterada, que nos aferramos a las ideologías, las religiones, los convencionalismos, los gustos de los sentidos y los placeres más irracionales y necios. Por falta de conciencia y exceso de instinto. Pero no somos sólo animales de impulsos mecánicos, también tenemos inteligencia, tenemos la capacidad de razonar, tenemos muchas posibilidades para elegir lo que hacemos y lo que no hacemos. Cómo pensamos. Cómo actuamos. Con un lenguaje que a mí no me gusta del todo, solemos decir que esto son vicios. Tenemos el vicio de pensar mal de los demás, de maliciar, de desconfiar de todos, de amargarnos la vida sin apenas darnos cuenta. Incluso desconfiamos de nosotros mismos, la máxima estupidez humana. Mira tu interior, consúltalo, reflexiona, medita, toma conciencia de quién eres y de qué haces. Éste es el hábito más importante que habría que hacer nuestro. Habituate a pensar, a prestar atención, a contemplar, a leer.
Lo que muchas veces repito y me repito, de que yo soy mi interior, y que es en mi interior donde encuentro las respuestas esenciales, debería convertirlo en costumbre, en hábito de vida. Pensando, pensando, llego a un sitio que deja de ser sólo humano. En mi interior habita algún elemento desconocido que yo no sé cómo identificar. Lo llamo el rincón divino. Venga, ya: ¡rincón divino! ¿Y qué más? No puedo reírme de él. Quizás sea fruto de la imaginación o de la autenticidad, no lo sé, pero es así. ¿Qué es real y qué es ficción? ¿Qué es humano y qué es divino? No lo sé, pero yo intento aprovecharlo todo. Todo lo que me sirve para ver mejor lo acepto, nunca lo rechazo. Va a mi favor. Sería una estupidez de mi parte no tenerlo en cuenta. Yo no me lo he inventado, yo no lo he creado. Está dentro de mí. Yo no lo he puesto allí. ¿Qué debo hacer con ese apoyo espiritual? Aprovecharlo, naturalmente. Por supuesto y con toda naturalidad.
Si encuentro absurdo levantar cruces para después derribarlas y romperlas, si encuentro absurdo el odio y la venganza, si encuentro absurdos mis actos demasiado humanos, ¿por qué no atreverme a gestionar los “otros”? Es necesario que engrandezca mi comportamiento limitando la condición humana, si esto es factible. Hay que intentarlo, al menos.
A veces no me atrevo ni a pensarlo: si concluyo que mi naturaleza humana no es suficiente para llevar a buen puerto todo lo que pienso que me es necesario para mi salud física y psíquica, ¿por qué no debo saltar la barrera y acercarme a una fuerza mayor que la humana? Sé qué es lo que falla en mí: tengo demasiadas cruces, hábitos y costumbres que debo cambiar. Sólo es cuestión de ser, como decía el personaje shakespeariano. Pero, ¿ser qué: humano o divino? Ambas cosas.
Fuente: dBalears