Hasta el día de hoy no deja de sorprenderme la facilidad con que una multitud de “buenos cristianos” se desentienden de las grandes cuestiones mundiales, como son la Paz, los genocidios o el imperialismo. Cuestiones que provocan sufrimientos terribles e ingentes.

Con frecuencia me he referido a los posibles mecanismos mentales y sociales por los que tantos cristianos “buenas personas” se desentienden de estas grandes cuestiones y del sufrimiento masivo que conllevan. Así que hoy no me detendré en ello. Son los posibles mecanismos que les llevan a tranquilizar sus conciencias, que les llevan a auto justificarse con excusas tan poco evangélicas como aquella de que “yo ya me ocupo de mi familia”. En el evangelio del pasado domingo 23 de febrero, los versículos 32-34 del capítulo 6 del Evangelio de Lucas se refieren precisamente a esta cuestión:

“Por aquellos días fue Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó apóstoles (Lucas 6, 12-13)”. Y tras elegir a los doce “Jesús bajó con ellos y se detuvo en una llanura en la que había un gran número de discípulos y mucha gente del pueblo de toda Judea, de Jerusalén y del litoral de Tiro y Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación. Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos. Él, entonces, levantó los ojos hacia sus discípulos y les dijo (Lucas 6, 17-20)”:

‘[…] si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. […] Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (Lucas 6, 32-34 y 36)’.”

En el Evangelio de Mateo, este pasaje (5, 20-48) tiene matices complementarios:

“Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. […] Si, pues, al presentar tu ofrenda al altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano […]. Porque si amáis solamente a quienes os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¡Hasta los publicanos que cobran impuestos para Roma se portan así! Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¡Hasta los gentiles se portan así! Vosotros, pues, sed perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto.”

Se trata de un solemne momento al inicio mismo de su misión pública y, en él, Jesús está exigiendo a todo discípulo, y no exclusivamente a los apóstoles que acaba de elegir, el ser misericordioso, el ir más allá de nuestro entorno cercano. Un cristiano sin esa misericordia que debe llegar incluso a los de “lejos”, como la misericordia de Dios mismo, que hace salir el sol sobre todos (Mateo 5, 45), no es realmente cristiano. Por eso no fue casual que cuando Él quiso explicar quién es nuestro “próximo”, eligió la figura de un alejado: un samaritano (Lucas 10:25-37).

Y precisamente porque se trata de una exigencia a todo discípulo, hace ya tres años, en un artículo cuyo título comenzaba con aquel duro “¡Alejaos de mí!” pronunciado por el mismo Jesús, elegí este subtítulo: “Una parábola actual para cristianos que quieren serlo de verdad”. En él dejaba bien claro que se trata de exigencias para todo cristiano. Lo cual no significa ni que descuidemos a nuestras familias ni que todos nos debamos convertir en especialistas en geopolítica. Cosa que también dejaba clara en la conclusión del artículo:

“En esta parábola Jesús tan solo nos pide, a quienes nos consideramos cristianos, la empatía y misericordia suficientes que nos lleven a interesarnos seriamente en saber qué les está pasando a esos hermanos nuestros [de Ruanda i Congo]. A partir de ahí, puede ser que Él nos inspire algo concreto que podamos hacer por ellos. O quizá no, porque ¡hay tantos crímenes en nuestro mundo! Pero lo que sí es seguro es que esa empatía y esa misericordia serán profundamente liberadoras para nosotros mismos: nos llevarán a tomar conciencia de la gran farsa en que vivimos.”

Efectivamente, otro momento evangélico solemne es aquel en el que Jesús nos revela cual será la “lección” que, entre cientos de posibles lecciones, Él mismo nos tomará en nuestra última hora. Sí, se trata de la llamada Parábola del juicio final (Mateo 25, 31-46): “Alejaos de mí…”. Y es evidente que, en ella, Jesús (en la misma línea de sus palabras en la “llanura” dirigidas a “un gran número de discípulos”) se está refiriendo a auxiliar no a nuestros familiares o a las personas de nuestro entorno cercano, sino a los hambrientos, los sedientos, a los harapientos…

Si, inmersos en nuestras acomodadas sociedades, no relativizamos en su justa medida los problemas y necesidades de las personas de nuestro entorno cercano, jamás llegaremos a hacernos realmente cargo del sufrimiento extremo de aquellos a los que Jesús se refiere. Dejaremos, así, en evidencia que no los consideramos verdaderamente como hermanos nuestros, que no deberíamos atrevernos a rezar el Padre Nuestro y que estamos tomando a la ligera las palabras del Señor que cité antes: “no entraréis en el Reino de los Cielos”.

Es muy sorprendente que, conociendo qué es lo que se nos preguntará en ese trascendental examen final, no tengamos mayor interés en preparar nuestra respuesta. Al igual que es sorprendente que nos pueda molestar que algunos, aquellos que quieren lo mejor para nosotros, nos recuerden todo este misterio tan decisivo para nuestra propia felicidad inmortal. Así como parecen molestar las llamadas de alerta que el Señor nos realiza en la llamada Parábola del sembrador (Mateo 13, 1-23). Llamadas no solo sobre la seducción de las riquezas, una taimada seducción que es capaz de conseguir que nos autoengañemos, sino incluso sobre las preocupaciones cotidianas, con frecuencia tan enajenantes, y sobre la falta de la imprescindible perseverancia. Parábola proclamada esta vez desde una barca, a fin de que le escuchase mejor la multitud que se había reunido en la orilla:

“El [grano] que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero los preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto.”

El auxiliar a los más necesitados es un mandato del Señor, no un consejo. Es una exigencia suya no solo para su círculo más íntimo, sino para toda la multitud de sus discípulos. Por muy dura que nos pueda parecer semejante exigencia, no es nada en comparación con sus exigencias a quienes querían (y a quienes quieran en la actualidad) seguirlo y formar parte de su reducido grupo más íntimo. Nos gustaría formar parte de esa “elite”… ¡pero sin pasar por la renuncia absoluta y radical que eso exige!

En la teología clásica se solía diferenciar entre los consejos y los preceptos que podemos encontrar en boca de Jesús en los evangelios. Son numerosos en el Nuevo Testamento los textos sobre la necesidad de tal entrega, voluntaria pero absoluta y radical, si queremos seguirlo:

– “Si alguno quiere venir a mí, y no renuncia a su padre y madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. […] Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todas sus propiedades, no puede ser mi discípulo (Lucas 14, 26-27 y 33).”

– “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí (Mateo 10, 37-38).”

– “Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará (Mateo 16, 24-25, Marcos 8, 34-35 y Lucas 9, 23-24).”

– “Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?’ Jesús le dijo: ‘¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.’ El, entonces, le dijo: ‘Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud.’ Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: ‘Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme.’ Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: ‘¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!’ (Marcos 10, 17-23)”.

– “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (Hechos 4, 32-35).”

Y tanto para unos como para otros es necesaria la confianza en Dios, que nos dará la fuerza necesaria para seguir tanto sus mandamientos como sus consejos. Es necesaria la certeza de que la Providencia vela por nosotros, aquella certeza tan intensa en el pobre de Asís.

“No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! […] Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis la necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura. No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Lucas 12, 22-24 y 27-34).”

Pero tal confianza, y el desprendimiento que ella genera, son un don. Y, como tal, no se alcanza con voluntarismo, sino que se nos concede por nuestras plegarias:

“Jesús [tras la dolorosa partida del joven rico], mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: ‘¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!’. Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: ‘¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios.’ Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: ‘Y ¿quién se podrá salvar?’ Jesús, mirándolos fijamente, dice: ‘Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios.’ Pedro se puso a decirle: ‘Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido’. Jesús dijo: ‘Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna’ (Marcos 10, 23-30).”

Y la fe se consolida firmemente solo con la experiencia directa, clara y nítida (como aquella de tantos que han pasado por experiencias cercanas a la muerte), de unas realidades que superan en belleza y valía a todas las otras conocidas, de modo que lo que desde el exterior pueda parecer una gran renuncia, no lo es en realidad:

“El Reino de los Cielos [les dijo Jesús] es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel. También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra (Mateo 13, 44-46).”

Tanto la limosna, como el ayuno y la penitencia, propios de la cuaresma que se inicia esta semana, son tan solo medios que apuntan a esa misericordia entrañable a la que se nos invita. Una cuaresma que tan solo pretende abrirnos y prepararnos al gozo del reencuentro con el Señor resucitado. Una misericordia entrañable que brotará como un torrente tras los encuentros pascuales con Él. Encuentros en torno a la mesa que Él nos sigue preparando, como lo hizo entonces (Juan 21, 1-14) en aquella sagrada roca que, a orillas del lago, unas antiquísimas tradiciones llaman la “Mensa Domini” (la mesa del Señor). Una roca sagrada en la que mi esposa Susana y yo hemos vivido algunos de los momentos más inolvidables de nuestra vida.

Pintura: San Francisco predica a los pájaros (Giotto, 1295)

Vivir la Cuaresma con Thomas Merton (Cruzando Fronteras con Fernando Cordero sscc, 04.03.2025)