Uno de los pilares fundamentales sobre el que descansa el sistema democrático es la calidad y la independencia de la Justicia. Jueces y magistrados, cuando se ponen la toga deben hacer abstracción de su ideología personal, así como de las presiones de cualquier tipo: gubernamentales, económicas o mediáticas. La Ley debe ser igual para todos, independientemente de ideas políticas, religiosas y convicciones morales. Cuando este principio fundamental falla, todo el sistema democrático se tambalea.

La semana pasada, el Tribunal Supremo provocó un auténtico escándalo al anular, de manera vertiginosa, la sentencia del mismo Tribunal que condenaba a las entidades financieras a pagar retroactivamente el Impuesto sobre los Actos Jurídicos Documentados que grava las hipotecas. Todos los medios de comunicación se han hecho eco de ello y, incluso, se han convocado manifestaciones de protesta en diferentes ciudades del Estado. El Gobierno español aprobó un Decreto Ley expreso que establece que a partir de ahora la banca deberá pagar este tributo, un gesto que sólo ha servido para desactivar las movilizaciones ya que la banca sigue ahorrándose los miles de millones que debería haver devuelto a los hipotecados.

Justo unos días antes, la Justicia española recibió otra bofetada, aunque no ha tenido tanta repercusión mediática. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo ha fallado que Arnaldo Otegui y otros cuatro miembros de Herri Batasuna no tuvieron un juicio justo por la falta de imparcialidad de la juez de la Audiencia Nacional, Ángela Murillo. Los injustamente condenados han pasado seis años en prisión. ¿Como se puede compensar esta monumental injusticia?

Al igual que está ocurriendo con la presidenta del Parlamento de Cataluña, con los miembros del Gobierno de Cataluña y con los representantes de la sociedad civil, que hace más de un año que sufren prisión preventiva a partir de un relato que les atribuye un levantamiento violento, cuando todo el mundo y los tribunales de justicia de Alemania, Bélgica, Reino Unido y Suiza no lo han visto en ninguna parte. O lo mismo que ocurre con cantantes acusados ​​de terrorismo por sus canciones, que se han tenido que proteger de la injusticia española en otros países europeos.

En diciembre termina el mandato del presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes. Mientras tanto, el PP y el PSOE ya han negociado las vacantes y la nueva presidencia. Todo augura que los dos partidos no tienen intención de resolver los problemas de la Justicia española, que, en mi opinión, son dos:

El primero, profesionales de la Justicia, magistrados, jueces y fiscales contaminados por su ideología personal: machismo, clasismo, moralismo y, especialmente, el nacionalismo castellano-español –excluyente y sectario–, que los justifica para inventarse relatos judiciales sin pruebas que permitan escarmentar a quienes amenazan la «unidad de la patria».

El segundo, es la escasa formación jurídica de bastantes profesionales de la Justicia. Unos porque han hecho carrera al amparo de los partidos políticos –el mismo Lesmes participó, se supone que cobrando, en cursos organizados por la FAES, Fundación creada por Aznar para fomentar la ideología más conservadora. Otros jueces han conseguido la plaza en los Tribunales Superiores de Justicia o en el Tribunal Supremo o en el Consejo General del Poder Judicial, gracias al voto de los partidos políticos, no a través de la carrera judicial. El resultado es que han llegado a las más altas instancias judiciales unos malos profesionales, que deben su carrera a un partido o a otro y que ponen su ideología por delante de la Justicia. Y estos son mayoría.