Esta semana los medios nos han informado de que el número de refugiados que existe  en nuestro mundo ha alcanzado una cifra record: son ya más de sesenta y cinco millones. Sesenta y cinco millones de seres humanos que, cada uno con una vida tan importante y valiosa como la nuestra, han visto como se derrumbaban todas sus seguridades cotidianas en cada uno de los muchos conflictos abiertos como existen actualmente. Y ¿cuántos millones más de familiares y amigos de cada uno de ellos habrán muerto o sufrirán profundas heridas físicas y/o psíquicas tras la debacle en la que se han visto sumidos sus respectivos países?

Mientras tanto el “sublime” analista estrella de El País John Carlin nos acaba de regalar otro de sus “geniales” artículos, titulado esta vez “Los políticos son frívolos porque así somos”. El núcleo de este nuevo esperpento es este: “La verdad es que los políticos se pueden dar el lujo de juguetear con nosotros porque vivimos en tiempos de paz y prosperidad nunca vistos desde que el primer hombre o mujer pisó la tierra”. Me surge de adentro, incontenible, una pregunta: ¿Cuánto le pagarán a este inútil por semejantes paridas? Perdonen mi lenguaje, pero ni de lejos llega a la dureza del lenguaje de aquel profeta no violento, Jesús de Nazaret, que clamaba “con voz fuerte”: “¡Raza de víboras…!”.

No tengo nada personal contra John Carlin, pero me parece que es una obligación moral el dejar en evidencia la inconsistencia de este individuo (no ya sus continuas manipulaciones, sino simplemente su inconsistencia) a quien el gran diario de referencia en el mundo hispanoparlante (y el Grupo Prisa en general) ha adjudicado la tarea de lavar la imagen de Paul Kagame, el gobernante vivo sobre el que recaen las mayores y más graves imputaciones criminales. El 17 de agosto de 2003 este individuo comparaba a este gran criminal, en las páginas de El País, con Nelson Mandela. Incluso se atrevía a afirmar con gran desparpajo que ni el propio Jesucristo habría podido imaginar su generosidad.

Mucho más reciente, el 29 de junio de 2015, siempre en las páginas de El País, salió rápidamente, como si un resorte lo hubiese impulsado, en defensa del general Karake Karenzi, jefe de los servicios secretos de Paul Kagame, detenido en Londres en virtud de los mandatos de arresto emitidos por el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu. En un impresentable artículo denigraba al juez, tratándolo de ignorante.

No es ociosa la pregunta sobre por qué el grupo mediático más importante de España paga a un profesional tan torpe el sustancioso salario que seguro que le paga. ¿Qué empresa seria pagaría de modo parecido a un inútil y le daría un lugar tan relevante y visible de cara a los consumidores? Sólo encuentro una explicación: cumple dócilmente todo lo que se le encarga. Todo este asunto es bien semejante al de aquellos altos directivos de grandes bancos que, a pesar de haber realizado una gestión ruinosa de sus entidades, se han beneficiado de exorbitantes salarios, bonus y beneficios económicos de todo tipo: no son unos inútiles sino unos dóciles instrumentos que han permitido a los grandes financieros avanzar en su concentración del capital y el poder.

Y para quien piense que un tipo de análisis como este que estoy haciendo es un poco forzado, acabo este artículo con el inicio de mi libro La hora de los grandes “filántropos”:

“Unos poderosos y discretos clubes están logrando por fin la gran Alianza económica, política y militar, básicamente occidental, que vienen promoviendo desde hace muchas décadas. Son los clubes creados a todo lo largo del Siglo XX por los grandes financieros-“filántropos” anglosajones que dicen anhelar un mundo global sin nacionalismos ni guerras. En su propia autobiografía, Memoirs, David Rockefeller escribía:

‘Algunos creen que incluso somos parte de una sociedad secreta que trabaja contra los mejores intereses de Estados Unidos, considerándonos a mi familia y a mí como internacionalistas y como conspiradores, junto a otros de todo el mundo, para construir una estructura global, política y económica, más integrada, un solo mundo, si se quiere. Si ese es el cargo, yo soy culpable, y estoy orgulloso de ello.’

Aunque otras veces, ni sus propias formulaciones ni las de sus subordinados han sido tan sutiles como lo es la de ese párrafo de su autobiografía. Baste una cita de Zbigniew Brzezinski, el ideólogo-creador de la Comisión Trilateral (fundada por David Rockefeller en 1973), exdirector del Consejo de Relaciones Exteriores y miembro relevante del Club Bilderberg (los otros dos grandes clubes en cuya creación, en 1921 y en 1954 respectivamente, los Rockefeller tuvieron también un papel fundamental). En 1971, en su libro Entre dos edades: El papel de EE.UU. en la era tecnotrónica, escribía:

‘El Estado-Nación como unidad fundamental de la vida organizada del hombre ha dejado de ser la principal fuerza creativa: los bancos internacionales y las corporaciones transnacionales son [actualmente] actores y planificadores en los términos que antiguamente se atribuían los conceptos políticos de Estado-Nación.’

En efecto, nadie medianamente informado puede dejar de ver que las decisiones económicas que determinan totalmente el destino de Occidente, y que también afectan al resto del mundo, no las toman actualmente los gobernantes que nuestras sociedades han elegido sino los grandes bancos (incluyendo también en este término a las grandes compañías aseguradoras y a los grandes fondos tanto de pensiones como especulativos) y las grandes corporaciones transnacionales que estos financieros-“filántropos” controlan. Así que se trata, simplemente, de la constatación de la realidad: existen en nuestro mundo unos grandes poderes económicos que no solo escapan a cualquier control democrático sino que incluso son capaces de poner a la democracia contra las cuerdas.”

A esta altura del partido ya me es imposible entender muchos análisis que leo o escucho, como estos de John Carlin (análisis en los que se desprecia la labor política y se nos presenta un idílico mundo globalizado), sin enmarcarlos en el proyecto que los grandes financieros globalistas se llevan entre manos. Mañana iré, ciertamente, a depositar en las urnas mi voto. Será un voto antisistema, un voto contra este sistema perverso que ha llegado a producir sesenta y cinco millones de refugiados en “estos tiempos de paz y prosperidad nunca vistos”.