Este año el Premio Nobel de la Paz ha sido concedido a dos seres humanos extraordinarios. Quienes desde hace más de dos décadas venimos denunciando la terrible situación en la que vive la población del este de Congo desde que en octubre de 1996 fue invadida por Ruanda y Uganda, nos congratulamos especialmente porque tan importante galardón haya sido concedido al ginecólogo congoleño Denis Mukwege.
Sin embargo, eso no me impide afirmar, al mismo tiempo, que el legado de Alfred Nobel sigue siendo traicionado. Como lo fue al ser concedido a personajes tan militaristas como Henry Kissinger o Barak Obama. Supongamos que un rico filántropo hubiese instituido un premio específico para la prevención de las grandes epidemias y que, sin embargo, los administradores de su legado hubiesen decidido deliberada y arbitrariamente desviar su concesión hacia el ámbito de los cuidados paliativos, manteniendo a la vez unas más qué buenas “relaciones” con las multinacionales farmacéuticas y con los estamentos políticos internacionales que imponen a las naciones lo que se debe hacer y lo que no está permitido hacer en todo lo referente a las grandes cuestiones de la salud mundial. ¿Qué pensaríamos frente a semejante comportamiento?
Según el testamento de Alfred Nobel, el premio Nobel de la Paz deberá ser otorgado «a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes, y la celebración y promoción de procesos de paz». Es evidente que la fidelidad a ese legado obligaría a conceder el citado premio a personas con otro perfil diferente al meramente humanitario. Un perfil como el de mahatma Gandhi, cuya candidatura fue rechazada varias veces. Y no por azar. O como el de Victoire Ingabire Umuhoza. A la que jamás se le concederá. Al menos mientras no desaparezcan todos los oscuros intereses que actualmente desvirtúan la voluntad de Alfred Nobel.
El problema no es que se premie lo humanitario. Podría haber un Nobel Humanitario. Lo grave es que las grandes cuestiones del desarme y la paz sean reducidas a lo humanitario, hurtando en semejante maniobra el análisis de las causas últimas de tantas guerras imperiales actuales. Hurtando, concretamente en este 2018, el análisis de las causas últimas de las masivas violaciones sufridas por las mujeres y niños del Congo desde que la pequeña Ruanda de Paul Kagame y sus empresas exportadoras, apadrinada por Estados Unidos, se ha convertido en nuestro mayor proveedor de coltan y otros minerales estratégicos. Recursos naturales saqueados en el inmenso Congo a sangre y fuego. Como expone el auto del juez Fernando Andreu, que a nadie parece interesar, ya que todo el mundo se “informa” en nuestros “magníficos” grandes medios.
No es extraño que en una Noruega que está descubriendo las más que probables implicaciones de Estados Unidos en el episodio de los submarinos espías o incluso en el asesinato del primer ministro sueco Olof Palme, decenas de académicos y juristas sean sumamente críticos con el Comité del Nobel para la Paz y pretendan -hasta judicialmente- que deje de estar tan politizado (sus cinco miembros son elegidos por el Parlamento). Una politización que se camufla de humanitarismo despolitizado. Como afirmaba, ya en 2013, el gran analista estadounidense Wayne Madsen en un artículo titulado “Las asociaciones con la NSA invalidan la neutralidad de los países nórdicos”: “Desde el asesinato de Palme en una calle de Estocolmo, Suecia ha sido gobernada por una serie de primeros ministros pro norteamericanos, aparte de otros altos miembros de gabinete. El más notable entre estos es el ex primer ministro y actual Ministro de Relaciones Exteriores, Carl Bildt, quien ha sido identificado por Wikileaks como antiguo agente de la CIA.”