Como en las mejores novelas de misterio, hasta el último minuto no se despertó el desenlace de la investidura del presidente de la Generalitat. O, mejor aún, podríamos comparar el final de las negociaciones con una escena, repetida mil veces en filmes de acción, en la que el protagonista y el malo se embisten en dos automóviles a toda velocidad hasta que, en el último segundo, el malo se aparta y deja paso al protagonista, que ha tenido más sangre fría. Mas se ha apartado. Sin embargo, ¿es el malo de la película, o pasará a la historia como el que hizo posible la continuación del proceso? Ahora ya sabemos que la CUP no habría cedido el paso y habría consentido chocar, destrozar los dos vehículos y, quién sabe si no hubiera dañado la carretera por mucho tiempo. Pero Mas, con su paso al lado, hizo que se salvasen los dos actores y la película, que llevaba camino de convertirse en un mal melodrama.
Pero, a la vez que evitó inmolarse, tanto él como su partido, en unas próximas elecciones, vendió muy caro su paso al lado, porque consiguió una mayoría y la estabilidad parlamentaria para Junts pel Sí, firmada por la CUP, a la que exigió un acto de contrición público y una penitencia en forma de dos diputados que debían dejar sus escaños. No sólo eso, sino que, durante su comparecencia televisiva –que se atrevió a competir con la retransmisión del partido del Barça–, anunció que se consideraba liberado de su promesa de no volver a presentarse a la presidencia de la Generalitat después de los dieciocho meses que, presuntamente, debe durar esta legislatura. El mensaje fue claro: no me muerto y volveré.
Debo confesar que, por unas horas, vi a Mas como el futuro primer presidente de la República Catalana independiente. Hasta que escuché las réplicas a los adversarios del candidato a la presidencia, Carles Puigdemont. Toda una lección de parlamentarismo, adornado con dosis de ironía, sentido del humor y referencias históricas. Esto, en cuanto a las formas, porque en el fondo se mostró un candidato cargado de convicciones democráticas, espíritu de servicio, ideas progresistas y amor y conocimiento del País. Con qué ‘finezza’ desmontó los ataques de Arrimadas, Albiol, Iceta y Rabell, sin perder la sonrisa, salvo cuando condenó, de manera vehemente, al fascismo; o cuando, mirando a los ojos Albiol le espetó que ningún tribunal impedirá la voluntad del Pueblo de Cataluña.
En definitiva, fueron dos tardes memorables. Sábado, un Mas, tal vez excesivamente arrogante, nos devolvía la ilusión. Domingo, Carles Puigdemont nos hacía vibrar de esperanza. Como, en pocas horas, se puede pasar del desencanto y la frustración a la euforia!
¿Y en el otro lado? ¡Qué contraste con la respuesta española! Rajoy, con su triste ‘Santiago y cierra España’ de siempre, a la defensiva. La coral mediática, dándose la razón unos a otros, perplejos porque los catalanes, una vez más, han dado una lección de política, pactismo, diálogo, renuncia –incluso, por parte del iluminado Mas. Mientras tanto, ellos siguen enfangados en los reproches para ver quién debe gobernar, no para buscar el bien común, sino para evitar que los catalanes se salgan con la suya. Y ahora, ¿a quién tendrán que dar la culpa de que la mitad de los catalanes ya quieran ser independientes? ¿O no era cosa de Mas? Además, ahora lo han cambiado por otro de nombre impronunciable.
Y, finalmente, la cereza, la puso el Rey. De esta manera aún hará bueno a su padre. ¡Cuántos errores en tan poco tiempo! Del discurso de Navidad, solo, en medio de aquel inmenso Salón del Trono, lleno de damascos y joyas, justificando el escenario ‘para expresar con la mayor dignidad y solemnidad la grandeza de España’, a la rabieta de niño celoso de no querer recibir a la presidenta del Parlamento de Cataluña, ni conceder la fórmula protocolaria de agradecer los servicios prestados a Artur Mas, el presidente saliente.
Y entonces no entienden por qué los catalanes quieren dejar esta España rancia, decadente, corrompida y altiva. Una España que confunde ‘grandeza’ con ostentación, en lugar de aspirar a la grandeza del progreso social, la tolerancia, la diversidad cultural, los valores democráticos, la modernidad y la igualdad ante la ley. También la igualdad de los gobernantes. Porque, mientras el Estado moviliza todos sus instrumentos para salvar del banquete de los acusados a la infanta Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, los catalanes dan lecciones de democracia y voluntad de construir un nuevo Estado, un nuevo Estado moderno .
Y es que, ¡en Cataluña, hay nivel!