No tengo ni idea de si está o no de moda en los círculos literarios criticar a los dos protagonistas de 1984 de George Orwell, Winston y Julia. Al fin y al cabo, habitan un mundo gobernado por una élite perversa y despreciable que ha logrado un control prácticamente absoluto sobre los pensamientos y acciones de sus súbditos, un mundo no muy alejado del que se nos está imponiendo mientras escribo.

Cuando recientemente releí la novela me sorprendió la tierna sensibilidad con la que Orwell retrató la relación de los amantes. El Orwell del comentario social y político, el Orwell clarividente, el Orwell didáctico, éste era el autor que más recordaba, y consideré que su retrato de la conmovedoramente trágica pareja, la pareja cuyo amor mutuo fue aniquilado por el Estado al final, era lo más destacado del libro.

Simpatizamos con estas criaturas rebeldes que juegan un peligroso juego contra el Enemigo que todos aborrecemos, apreciamos sus encuentros secretos y sus intentos de respirar dentro del sofocante manto de la vigilancia, y esperamos contra toda esperanza que su amor triunfe, sabiendo por supuesto que sólo sería posible un final funesto.

Las torturas perpetradas contra ellos y sus traiciones finales a sí mismos y a los demás confieren un peso aún mayor a la tristeza general del mundo político distópico de Orwell. Habían sido golpeados, apaleados, amenazados y, finalmente, quebrados, para que abandonaran el uno al otro en aras de su propio pellejo –lo cual es comprensible, supongo– y con ello se extinguió el rescoldo de su amor, transmutado en algún facsímil de afecto por el Gran Hermano.

Me pregunté, sin embargo, si Winston y Julia no merecían su destino de alguna manera irrevocable, tal vez con reminiscencias de la tragedia griega.

En una reunión clandestina con O’Brien, el hombre que ellos creen que dirige la Resistencia, les hacen una serie de preguntas para determinar su dedicación a la buena causa contra el Partido gobernante:

«¿Estáis dispuestos a cometer un asesinato?

Sí.

¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de cientos de personas inocentes?

Sí.

¿Traicionar a vuestro país a potencias extranjeras?

Sí.

¿Estáis dispuestos a engañar, falsificar, chantajear, corromper la mente de los niños, distribuir drogas adictivas, fomentar la prostitución, propagar enfermedades venéreas, hacer cualquier cosa que pueda desmoralizar y debilitar el poder del Partido?

Sí.

Si, por ejemplo, de alguna manera sirviera a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?

Sí.

Por atroz y malvado que sin duda sea el Partido, con su reino de guerra y terror incesantes, su abolición de la privacidad, su revisión de la historia y el lenguaje, su degradación de sus ciudadanos y su promoción del sufrimiento, los dos que se han conocido por amor y se han comprometido a luchar por algo parecido a la libertad humana se comprometen a cometer actos inconcebibles al servicio de su búsqueda de un bien mayor. Al parecer, están dispuestos a todo menos a prometer que nunca se verán, una promesa que, patética e irónicamente, no podrán cumplir.

¿Y si hubieran respondido a O’Brien, el traicionero representante del Partido que se hace pasar por la oposición, con un «no» a estas preguntas? ¿Habría sido diferente su destino?

Me lo pregunto.

Sí, habrían sido encarcelados, torturados, aplastados y tal vez incluso ejecutados, pero habrían muerto con sus almas y su amor de alguna manera intactos. Es este fallo, esta debilidad, esta falibilidad, consumidos como estaban por la lucha desesperada por la causa de la humanidad, lo que señaló su destrucción con mayor certeza de lo que las maquinaciones del Gran Hermano podrían lograr jamás.

Hoy en día, cuando la gente me pregunta si alguna vez podremos vencer a las inmensas fuerzas que se oponen a nuestra propia humanidad, a nuestros deseos de amor, intimidad, cooperación, apoyo y libertad para pensar y sentir como queramos, les digo que, a diferencia de Orwell, no soy un buen pronosticador.

Pero también añado que mantenernos fieles a lo que es bueno nos convierte en ganadores pase lo que pase.

En cualquier guerra es tentador recurrir a la anarquía destructiva, es tentador justificar los medios destructivos por los fines que pretenden alcanzar, es tentador poner nuestras conciencias en suspenso en medio de la lucha. Pero al hacerlo nos convertimos en instrumentos de nuestra propia destrucción.

Aquellos médicos que olvidaron por conveniencia el consentimiento informado y el tratamiento individualizado y el «primero no hacer daño» cuando se trataba de la vacuna de la Covid, y aquellos abogados y jueces que convenientemente pasaron por alto el pisoteo por parte del gobierno de nuestros derechos inalienables a la libertad de expresión y protesta, se condenaron a sí mismos, lo reconozcan o no.

Convertirnos, renunciando a nuestros principios fundamentales, en el enemigo destructor y despreciable que nos persigue, es la derrota segura. Pueden invadir nuestras cuentas bancarias e intentar invadir nuestros cuerpos y apropiarse de nuestras posesiones terrenales, pero sólo nosotros podemos garantizar que nuestras almas permanezcan intactas. La muerte, al final, se cierne sobre todos nosotros. Preservar la dignidad es una elección que podemos hacer a cada paso del inevitable camino.

En cierto modo, esto no es nada nuevo. Estoy seguro de que la vida de un campesino ordinario bajo el dominio de Genghis Khan no era un picnic, como tampoco lo era la vida de un ilota en Esparta. Sin embargo, el alcance ahora masivamente global de la Élite Opresora confiere una singularidad a nuestra difícil situación colectiva.

Se nos ha dado, sin embargo, de forma igualmente única, una visión de los corazones podridos y las profundidades de las hipocresías de los Señores Superiores y sus muchos medios perversos de ejercer el Poder. Es impresionante esta revelación de genocidio institucionalizado, argucias, engaño y manipulación inteligente, y puede que estemos ante una nueva Edad Oscura de sumisión feudal.

O no.

Creo que incluso en un conflicto despiadado hay formas de luchar dura, inteligente y eficazmente, salvando a los inocentes, por medios pacíficos. Sea cual sea el resultado material, mientras nos opongamos a la opresión sin traicionarnos a nosotros mismos, saldremos victoriosos.

El Dr. García es un psicoanalista y psiquiatra nacido en Filadelfia que emigró a Nueva Zelanda en 2006. Es autor de artículos que abarcan desde la exploración de la técnica psicoanalítica hasta la psicología de la creatividad en la música (Mahler, Rachmaninoff, Scriabin, Delius) y la política. También es poeta, novelista y director teatral. Se retiró de la práctica psiquiátrica en 2021 tras trabajar en el sector público en Nueva Zelanda. Visite su substack en https://newzealanddoc.substack.com/

Fuente: Global Research

Foto: Winston (John Hurt) y Julia (Suzanna Hamilton) en la adaptación de Michael Radford de 1984 (estrenada en 1984).

O'Brien (Richard Burton) tortura a Winston (John Hurt), hasta que éste traiciona a Julia (Suzanna Hamilton) en la adaptación de Michael Radford de 1984 (estrenada en 1984).