Era, creo recordar, el año 2000. Una vez más, gracias a la ayuda del Govern y sobre todo del Fons Mallorqui de Solidaritat i Cooperació, habíamos conseguido reunir en Mallorca a quienes considerábamos que podían reconducir la gran tragedia de Ruanda y el Congo (ex Zaire). Sobre el mapa del este del Congo que colgaba en la pizarra, Charles Ndeyerehe, líder entonces de la oposición democrática ruandesa en el exilio (liderazgo en el que unos años después tomaría el relevo Victoire Ingabire Umuhoza, que ya ha iniciado su sexto año de cautiverio), fue marcando la situación de decenas de excepcionales yacimientos de los más preciosos minerales tras haber punteado previamente la posición de los campos de refugiados en los que malvivieron cientos de miles de “genocidas” hutus (hasta el momento en que fueron impunemente bombardeados con armas pesadas y perseguidos hasta su exterminio). En aquel momento, cuando todos quedamos atónitos de cómo unos y otros se superponían siguiendo el trazado de la Falla del Rift, a José María Mendiluce, que era entonces eurodiputado, se le escapó, indignado, aquella exclamación que aún recuerdo muy bien: “Ya nos han jodido otra vez”. 

Y sabía bien a qué se refería. No era la irritación de cualquiera conciudadano indocumentado sino la de aquel que desde sus cargos en el Alto Comisariado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) intervino como mediador humanitario en conflictos como los de Angola, Iberoamérica, el Kurdistán turco, o la antigua Yugoslavia. Como tantos otros eurodiputados, nos había apoyado generosamente durante los dos meses en los que, con motivo de nuestro ayuno de cuarenta y dos días, hicimos del Parlamento Europeo nuestra casa. Pero fue aquella superposición tan coincidente de yacimientos y ataques masivos la que le abrió de golpe los ojos. Fue en aquel momento cuando se le hizo el clic interno que desmoronó definitivamente el reduccionista y falsario relato oficial de la tragedia ruandesa, relato según el cual la minoritaria etnia tutsi fue víctima de un genocidio planificado por “el régimen genocida hutu”.

Más tarde, en 2009, Christopher Black, abogado de la defensa en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, nos hizo llegar a diversas personas una carta que su ayudante había encontrado entre las decenas de miles de documentos “perdidos” en los archivos de dicho tribunal. A pesar de que muchos de estos documentos son extremadamente importantes, como es el caso del Informe Gersony, no fueron tenidos jamás en cuenta por quienes tomaban las decisiones en este alto tribunal de la ONU, un tribunal totalmente manipulado por Estados Unidos y Gran Bretaña (como denunció públicamente quien fue la fiscal de él, la suiza Carla del Ponte). Se trataba de una carta personal de Paul Kagame, ya entonces líder del Frente Patriótico Ruandés, a su amigo el también extremista tutsi y dictador burundés Jean Baptiste Bagaza. Se trataba de una carta en la que daba detalles sobre su “plan sobre el Zaire”; una carta en la que afirmaba que la presencia de los refugiados hutus en el Zaire, y la presencia de la comunidad internacional junto a ellos, podría hacer fracasar dicho plan; una carta en la que se refería también a las tareas que sus aliados estadounidenses, británicos y belgas estaban realizando para que tal proyecto llegase a buen término.

El resultado de esta gran operación militar en Ruanda y Zaire ordenada por las grandes familias financieras anglosajonas para lograr el pillaje del Zaire, operación capitaneada por Bill Clinton junto a Toni Blair (ambos miembros de la Comisión Trilateral), operación encubierta y justificada por los grandes medios globalistas, fue este: unos nueve millones de víctimas, sin contar heridos, víctimas de violaciones, etc. Mientras tanto, miles de analistas en todo tipo de medios “serios” siguen empeñados en convencernos de aquella “verdad” en la que está fundamentado este terrible estado de cosas: nosotros somos los buenos, nosotros somos los que gozamos de legitimidad moral. Nadie recuerda ya las denuncias del analista de la Corporación Rand (uno de los más poderosos think tank estadounidenses) y del Departamento de Defensa de Estados Unidos, Daniel Ellsberg, tras una dolorosa lucha interna: nosotros no somos los buenos, ni tan siquiera se trata de que estemos de parte de los malos, es que… ¡somos los malos!. El descubrimiento de esta verdad y su aceptación (tras ser enviado a Vietnam por Robert McNamara, secretario de Defensa, y miembro, como no, de la Comisión Trilateral) lo transformaron hasta hacer de él, en palabras de su compañero el secretario de Estado Henry Kissinger, “el hombre más peligroso de América”. Desde que hizo públicos los llamados Papeles del Pentágono y desveló que el incidente del Golfo de Tonkín en 1964 fue una burda mentira para justificar la agresión a Vietnam, los llamados ataques de falsa bandera o las más graves mentiras han precedido siempre a los muchos crímenes contra la paz llevados a cabo por los sucesivos gobiernos de Estados Unidos, una nación que perdió el rumbo tras su liderazgo en el bando de los Aliados frente a la locura nazi (como se pierde siempre el rumbo cuando se detenta el poder absoluto).

Pero dejemos ya esta larga aunque esclarecedora “anécdota” africana que tan solo pretende mostrar la existencia real de una élite que verdaderamente consigue jodernos una y otra vez, una “anécdota” (de millones de víctimas) que pretende introducirnos en una cuestión que considero fundamental para nuestro futuro: ¿seremos capaces algún día de aceptar los hechos y de enfrentarnos a ellos? Aunque algunos insistan en ridiculizar lo que ellos califican sistemáticamente de conspiracionismo, esa élite existe y su afán es el de sustituir la democracia y hasta los estados-nación por las decisiones de una camarilla de “grandes hombres”. Baste una cita de Zbigniew Brzezinski, el ideólogo-creador de la Comisión Trilateral (fundada por David Rockefeller en 1973), exdirector del Consejo de Relaciones Exteriores y miembro relevante del Club Bilderberg (los otros dos grandes clubes en cuya creación, en 1921 y en 1954 respectivamente, los Rockefeller tuvieron también un papel fundamental). En 1971, en su libro Entre dos edades: El papel de EE.UU. en la era tecnotrónica, escribía: “El Estado-Nación como unidad fundamental de la vida organizada del hombre ha dejado de ser la principal fuerza creativa: los bancos internacionales y las corporaciones transnacionales son [actualmente] actores y planificadores en los términos que antiguamente se atribuían los conceptos políticos de Estado-Nación.” Quien aún no se haya dado cuenta de que esto es precisamente lo que está sucediendo, creo que tiene un problema.

Se trata de una élite que, con los más variados argumentos, consigue siempre enredarnos en una red de engaños larga y “científicamente” urdidos. Seguramente la última, por ahora, de estas tupidas redes, esta vez no en el frente militar sino en el financiero, son los llamados Papeles de Panamá. Los grandes medios corporativos están dejando en la penumbra la gran masa sumergida de este iceberg financiero. Nos muestran lo que es tan solo la punta de él. Y quienes nos dan las verdaderas claves de este asunto, turbio y de enormes implicaciones, tienen que hacerlo, una vez más, en medios alternativos de información. Considero por ello necesario el dedicar a dicha cuestión la segunda parte de este artículo.

Moisés Naím ha sido el último que, arropado por una gran puesta en escena, ha lanzado desde los púlpitos del Grupo Prisa su crítica contra todos aquellos ingenuos que creen en las  conspiraciones. Durante esta semana se ha permitido pontificar sobre la imposibilidad de que nada de cuanto está sucediendo haya podido ser planificado (a la vez que, de paso, ha calificado de populistas tanto a Jeremy Corbyn  como a Bernie Sanders). Pero lo que yo me pregunto es más bien lo contrario: ¿como puede ser tan ingenuo un analista como para pensar que semejantes jugadas internacionales suceden porque sí? Finalmente he acabado leyendo El País y escuchando la Cadena Ser con más frecuencia… aunque sea, fundamentalmente, para saber qué es lo que se llevan entre manos, qué es lo que traman de nuevo las grandes familias de financieros “filántropos”.