Por fin se aclaró. Parece que, efectivamente, según el Informe Chilcot, la invasión de Irak fue un “error”. ¡Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto, ni aún los héroes, ni aún nosotros “los buenos”! Y además, a esta altura, se trata simplemente ya de un error del pasado, de un pasado demasiado lejano. ¡Para qué estar siempre removiendo ese tipo de cosas! El 5 de diciembre de 1998 fue la secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeleine Albright, la que reconoció que las políticas estadounidenses de apoyo a las dictaduras sudamericanas en la década de los setenta fueron “un terrible error”. En Barcelona, ante decenas de cámaras de televisión y micrófonos de radio, Adolfo Pérez Esquivel, con un gesto irónico, respondió así a tal reconocimiento: “Yo no consigo recordar ningún error. Solo recuerdo que elaboraron un plan y lo aplicaron a la perfección, sin el menor error”.
Podríamos remontarnos décadas atrás para recordar otro “error”, provocado, al igual que la invasión de Irak, por las “comprensibles” necesidades energéticas de nuestro civilizado e industrializado Occidente: el golpe de Estado en Irán de 1953 (la Operación Ajax), llevado a cabo por el Reino Unido y Estados Unidos para derrocar al gobierno del primer ministro Mohammed Mosaddeg, democráticamente elegido. En agosto de 2013 la CIA reconoció haber cometido aquel “error”. Un “error” que provocó una “excesiva” y prolongada animadversión contra el Sha, el Reino Unido y los Estados Unidos por parte de los iranís. Un “error” que acabó convirtiéndose en la raíz de la revolución iraní, que según nos han contado hasta el día de hoy, ha sido (no se sabe si aún lo sigue siendo) el peligrosísimo “eje del mal” de nuestro mundo (junto al ya “liberado” Irak).
O podríamos recordar los “errores” de Vietnam que el analista de la CIA y la Corporación Rand Daniel Ellsberg sacó a la luz al hacer públicos los llamados Papeles del Pentágono. “Errores” tan premeditados como aquellos a los que se refiere el Informe Chilcot, justificados con falsos eventos y ejecutados con pleno conocimiento de causa. Pero ¡no seamos exagerados!: al fin y al cabo Estados Unidos solo lanzó bombas convencionales (más que las lanzadas durante toda la Segunda Guerra Mundial) y napalm (con el que arrasó selvas y poblados), pero no llegó a lanzar las bombas atómicas que el presidente Richard Nixon consideraba (en sus conversaciones ahora desclasificadas con Henry Kissinger) que quizá había llegado el momento de lanzar.
Ya más cerca del “error” de la invasión de Irak, cabría recordar el caso sobre el que se justificó la Primera Guerra del Golfo: el de la hija del embajador de Kuwait en Washington que, sin haber abandonado Washington, en octubre de 1990 se hizo pasar por una enfermera que trabajaba en Kuwait y relató entre sollozos en el Congreso estadounidense como los invasores iraquíes sacaron a centenares bebes prematuros de sus incubadoras y los dejaron morir en el suelo. Más tarde, altos responsables de la Administración estadounidense lamentaron el “error” de haber creído semejante farsa (hasta Amnistía Internacional denunció esos inexistente crímenes). Paradójica situación: ¡lamentaron el haber sido engañados por una farsa que ellos mismos habían construido para tocar la fibra emocional a una sociedad estadounidense reacia a participar en aquella guerra!
Unos años más tarde, el 25 de marzo de 1998, en una visita relámpago a Ruanda, Bill Clinton se lamentaba de un gran “error” cometido durante sus ocho años de presidencia: no actuar suficientemente rápido para detener las matanzas iniciadas en aquel país el 6 de abril de 1994; no haber llamado inmediatamente a esos crímenes por su verdadero nombre, genocidio. El “carisma” y el cinismo de Bill Clinton compiten sin duda con los de su colega Tony Blair (miembros ambos de los poderosos clubs de los grandes financieros-“filántropos” anglosajones), un fiel asesor de Paul Kagame y generosamente remunerado por él.
Pero la realidad fue absolutamente opuesta: Bill Clinton actuó de modo enérgico en los ámbitos diplomáticos y de todo tipo a fin de que ninguna intervención internacional entorpeciese el avance hacia Kigali de su mercenario y gendarme regional Paul Kagame; no solo desoyó los llamamientos del secretario general de la ONU, Boutros Boutros Ghali, que insistía en que solo con unos cientos de cascos azules podrían ser detenidas las matanzas sino que incluso retiró la mayoría de los pocos ya existentes; evitó una y otra vez la calificación de genocidio a fin de que la comunidad internacional no estuviese legalmente obligada a intervenir… Y para imponer al mundo una verdad oficial cocinada en los inframundos de la “inteligencia” y opuesta totalmente a la realidad, fue fundamental ¡cómo no! el apoyo de la prensa amiga.
Exactamente igual que lo sucedido en el momento de la invasión a Irak, cuando la gran prensa se posicionó, sin casi fisura alguna, junto al “gran líder” George W. Bush, el “gran líder” que el mundo necesitaba en aquella hora histórica. Un “gran líder” al que, hace tan solo un par de días, hemos vuelto a ver haciendo el idiota: exaltado y eufórico, cantando y bailando, risueño y feliz… ¡en el funeral de los policías asesinados en Dallas! Podríamos seguir con otros muchos “errores” pero no hay espacio para ello en un artículo de opinión como este. Los “errores” más recientes, como aquellos con los que se ha convertido a Libia o a Siria en territorios de caos y desolación, merecerían cada uno de ellos un artículo propio.
En resumen, a mí todo estos acontecimientos no me parecen errores pasados aislados sino una cadena continua de repugnantes mentiras y espantosos crímenes contra la paz, entrelazados sin solución de continuidad y que tienen un mismo nexo: un proyecto de dominación y de control de los recursos del planeta, un proyecto de aniquilación de todos aquellos regímenes (e incluso de sus sociedades si es preciso) que no se sometan a nuestro sistema financiero-militar-mediático. Aniquilación, en especial, de quienes hagan peligrar tal hegemonía. No consigo verlo de otro modo. Pero, ya se sabe: no hay manera de que algunos dejemos de ser unos antisistema recalcitrantes.
Y dada la primacía indiscutible de lo económico, habría que hablar también de los “errores” en el mundo de la economía y las finanzas. “Errores” reconocidos a posteriori por altos cargos de las más importantes instituciones de este ámbito. “Errores” que nos han empobrecido a todos (y siguen haciéndolo) mientras unos pocos son cada día más ricos y poderosos. Tales “errores” deberían ser enumerados como acabo de hacer con los bélicos, porque están absoluta y directamente relacionados entre ellos. Y también porque para algunos (aquellos a quienes las guerras les resultan demasiado lejanas) son las únicas cuestiones que parecen afectarles. Pero de nuevo tal enumeración constituiría por sí misma todo un artículo.
Estaba en esta enumeración de “errores” bélicos cuando llegó la terrible noticia del atentado en Niza. Noticia que, para ir concluyendo, recojo en este artículo, ya que también está estrechamente relacionada con el objeto sobre el que estoy escribiendo. De hecho, una de las más importantes conclusiones del Informe Chilcot y de las más graves acusaciones que en él se hacen a Tony Blair es que este había sido advertido reiteradamente de que la invasión de Irak podía desencadenar una mayor actividad terrorista. Hoy es un día más de duelo (como casi cada día en Irak, Siria, Congo, Ruanda…) para la inmensa mayoría de seres humanos.
Pero para otros será un día para festejar. Además de los terroristas que estén detrás del atentado y de aquellos que compartan con ellos una ideología criminal semejante, hay otros, aquí en nuestro modélico Occidente, que se estarán felicitando: los creadores y promotores de la doctrina del choque de civilizaciones. Son ellos quienes están detrás del descerebrado George W. Bush, del solemne megalómano José María Aznar y del astuto manipulador Tony Blair. Pero esta cuestión, tan importante para entender nuestra sangrante actualidad plagada de guerras de agresión y de atentados terroristas, quedará para otro día.