Tras el fracaso de la investidura de Sánchez, el panorama político español es desolador. Dos meses perdidos y, a partir de ahora, otros dos meses para intentar reconstruir los puentes rotos en las dos sesiones de investidura. O vamos a otras elecciones en el mes de junio, de resultado aún más incierto. Y vuelta a empezar. Si finalmente se consigue formar gobierno, habrá costado el tiempo de un embarazo. 

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Lo que llama más la atención del debate político español son las altas dosis de testosterona de los protagonistas. Y no sólo de los representantes políticos, que se han convertido en títeres de una tropa de mal llamados periodistas, que han hecho de las tertulias su modus vivendi, que excitan a los oyentes y a los espectadores en una especie de circo en que han convertido el debate político. Los gritos, las descalificaciones y los insultos han sustituido a los argumentos. Tiene razón quien más grita, quien interrumpe más al adversario, quien dispara la cita más ocurrente. Y el Parlamento sólo es un reflejo de la fauna televisiva que excita a las masas. Este es el mérito de los propietarios de los grandes medios de comunicación: en un momento en que la sociedad se interesaba por la política, cansada de sufrir las consecuencias de malas decisiones políticas, han sustituido la información y el debate político por la pornografía política. Todo es superficial, banal y dogmático.

Uno de los retos más importantes que tiene España, además de la necesidad de erradicar la corrupción y cambiar el modelo económico –consecuencia, en parte, de la corrupción–, es resolver la situación de Cataluña. El principal motor económico español, que lidera las exportaciones, ha comenzado un proceso de emancipación de España. Los independentistas tienen mayoría absoluta en el Parlamento catalán y una amplísima mayoría de ciudadanos de Cataluña es partidaria de la celebración de un referéndum. Pues bien, este «problema» no ha existido en el debate de investidura. Más allá de confirmar su compromiso con la unidad de España, los portavoces de PP, PSOE y Ciudadanos no han hecho ninguna mención de cómo piensan solucionar la situación creada en Cataluña.

Y, aún más, en las negociaciones previas han marginado a los diecisiete representantes de las candidaturas soberanistas, como si fueran unos apestados de los que conviene alejarse cuanto más mejor. Curiosamente, sin embargo, estos diecisiete representantes, nueve de ERC y ocho de Democracia y Libertad, son imprescindibles para que cualquiera de los dos bloques naturales, PP y Ciudadanos de una parte, o PSOE y Podemos por la otra, puedan obtener más votos a favor que en contra y pasar con éxito la investidura.

Esta postura, vetar a las fuerzas mayoritarias de Cataluña, ha obligado a Pedro Sánchez a pactar con Ciudadanos, un partido «fabricado» por los grandes poderes económicos y que, en palabras de Iceta, tiene sus fundamentos en un anticatalanismo muy primario. Es decir, el PSOE emplea gasolina para apagar el fuego.

Pero, como los votos de PSOE y Ciudadanos no bastan, el PSOE emplaza Podemos a votar un cambio para que no gobierne Rajoy. Las grandes reformas políticas, económicas y territoriales que España necesita quedan aparcadas, pero Podemos se debe sacrificar, debe renunciar a sus orígenes y debe votar Sánchez para que no gobierne Rajoy. Todo para que Sánchez siga haciendo las políticas económicas que hacía Rajoy y encienda, todavía más, el fuego de Cataluña.

Todo ello sólo sería un mal sainete, si no fuera por la tragedia de los millones de damnificados de un sistema político que, perplejos, ven como sus representantes se tiran los trastos a la cabeza.