La directora del Departamento de Información y Prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación de Rusia, Maria Zakharova, tras criticar recientemente en una rueda de prensa las sucias acusaciones sobre la supuesta actuación criminal de Rusia en Siria y tras referirse también a la total similitud entre la creación y utilización por Estados Unidos de los muyahidines afganos hace décadas y la de los terroristas de Al-Nusra actualmente, acababa así: “La estupidez de Occidente es más peligrosa que los terroristas en sí mismos. ¿Entendéis? Leed un poco de la historia de cómo llego a existir Al-Qaeda. Es exactamente lo mismo, punto por punto: la financiación y el apoyo moral e ideológico”. Seguramente semejante valoración sobre nuestra estupidez parecerá a muchos excesiva. Y para algunos, será incluso ofensiva. Pero ¿seguro que lo es? Ante el tratamiento que ha recibido la controvertida figura de Fidel por parte de los medios occidentales de referencia, una vez más es evidente la poderosa y perniciosa influencia de estos sobre las mentes de quienes los siguen. Esa nefasta influencia es bastante evidente, pero, al parecer, solo para aquellos que no estén demasiado obnubilados por tan masiva propaganda.
Creo que tan solo un ejemplo debería ser suficiente para entenderlo: durante estos días he observado con estupor como tantos televidentes o radioyentes escuchaban sin inmutarse que Fidel Castro había sufrido centenares de intentos de asesinato por parte de Estados Unidos. Pues bien, imaginemos ahora por un instante que la Cuba castrista hubiese osado, tan solo una vez, asesinar al presidente de Estados Unidos. ¿Qué habría sucedido a continuación? Mejor ni imaginarlo. Probablemente, Cuba habría dejado enseguida de ser un estado soberano. Seguramente, a aquellos mismos que ni parpadean ante la noticia de esos centenares de intentos de asesinato, no les parecería excesiva la bárbara (y segura) reacción del Imperio. ¿Qué profundos mecanismos internos hacen posible una percepción tan arbitraria y distorsionada? Y no hablemos de aquellos que sentían y siguen sintiendo hacia Fidel Castro un odio visceral. Hemos podido ver cómo a muchos fanáticos de Miami no les bastaba hacer fiesta por la muerte del dictador. Sus espantosas pancartas le pedían a Satanás que lo asase en un fuego eterno. Pero no son, ni mucho menos, solo cubanos los que rumian tan visceral resentimiento hacia él. Me pregunto sobre los motivos de tanta visceralidad. ¿Qué fibras o resortes íntimos mueve la figura de Fidel en muchas gentes, sobre todo en muchos estadounidenses?
No creo que la ya lejana Revolución Cubana que triunfó el 1 de enero de 1959, derrocando al sanguinario dictador Fulgencio Batista sea la que provoque tanto rencor. ¿Acaso fue menos heroica y admirable que la guerra que llevó a la Independencia de los Estados Unidos en 1783? Seguramente lo “imperdonable” sea el régimen castrista que siguió a la Revolución. Sus supuestos crímenes, sobre todo. Pero el hecho es que cualquiera de los últimos presidentes de Estados Unidos ha sido responsable de un número de víctimas incomparablemente mayor (aún sin referirnos a la pena de muerte) que el número de aquellas de las que se pueda responsabilizar a Fidel. No creo que nadie sea capaz de negarlo con fundamento. Y tampoco creo que sea aceptable que, con el cuento de que de puertas adentro Estados Unidos es una modélica democracia, se puedan minimizar las terribles mortandades producidas por las inacabables guerras imperiales de agresión. ¿Acaso hay muertos de primera y muertos que no merecen ni tan solo ser contabilizados? ¿Cómo los analistas y expertos de las élites globalistas pueden criminalizar sistemáticamente a los llamados nacionalismos mientras se hacen diferencias tan aberrantes entre “los nuestros” y “los otros”? Y está también la criminalidad de los aliados imperiales. ¿Qué credibilidad tiene el presentar a Fidel Castro como un monstruo mientras se traban estrechísimas alianzas con el auténtico monstruo ruandés Paul Kagame, imputado por los más horribles crímenes catalogados por el derecho internacional?
Quizá la única explicación que nos quedaría sobre tanto rencor tenga que ver con el flanco más débil del régimen castrista: la falta de democracia y de respeto a los derechos y libertades individuales, falta por la que el régimen es sistemáticamente vituperado. No hablamos de derechos sociales (educación, asistencia sanitaria, etc.), en los que Cuba ha estado siempre mucho más adelantada que los países de su entorno, sino de derechos individuales y políticos. Pero, a esta altura, después de ver cómo, ya sea en Estados Unidos o en Europa, la política ha sido secuestrada por los grupos que realmente detentan el poder (la Reserva Federal, Wall Street, el complejo industrial-militar, el Banco Central o el Fondo Monetario Internacional), grupos que controlan las instituciones comunitarias y nacionales (¿de qué sirvió el referéndum griego?) así como los grandes medios (sin información no es posible la democracia), ¿quién se atreve a arrogarse el derecho a juzgar a Cuba desde nuestras “ejemplares” democracias? Chomsky acaba de formularlo sintéticamente: “En Europa no importa quién salga elegido, las políticas seguirán siendo la mismas”.
Y al igual que en la cuestión de los crímenes, también en esta de los derechos individuales y de la democracia tenemos el “problema” de nuestros “ejemplares” aliados. ¿Qué credibilidad puede tener el criminalizar de tal modo a la Cuba castrista mientras la “democrática” Arabia Saudí (y las otras monarquías absolutas del Golfo) gozan de unas privilegiadas relaciones con los poderes imperiales? ¿Qué credibilidad puede tener el invocar las denuncias de Amnistía Internacional sobre violaciones de derechos humanos individuales mientras son “olvidados” los mayores crímenes, aquellos que contienen en sí mismos todos los demás, los crímenes contra la paz? Así que tampoco creo que la falta de derechos políticos e individuales en Cuba sea la explicación de tanto odio hacia Fidel. Lo cierto es que la clave fundamental de tanta propaganda es la selección de los hechos que deben ser tratados mientras son descartados los “no convenientes”. No deberíamos olvidar que, como recuerda Federico Mayor Zaragoza, “Cuba fue el único país latinoamericano que no sufrió el inmenso y culposo ‘Plan Cóndor’, iniciado en 1975, que sustituyó por dictadores y juntas militares a los poderes establecidos y asesinó a mansalva… No se debería reflexionar sobre el castrismo sin tener en cuenta la trágica realidad de dependencia y sumisión vivida en aquellos países. […] He sido testigo del extraordinario afecto que tenían por Fidel Castro los pueblos latinoamericanos”.
En todo caso, una cosa es incuestionable: Occidente, y Estados Unidos en particular, responsable de incontables crímenes de agresión internacional, nunca tuvieron la menor legitimidad para atentar contra la vida de Fidel o para convertirse en árbitros internacionales de lo acontecido en una Cuba en la que el régimen castrista jamás se hubiese sostenido sin un apoyo popular masivo. Y ello a pesar del sistemático bloqueo comercial, económico y financiero con el que ha sido acosada desde 1960 por su vecino imperial. Personalmente conozco bien el poder desestabilizador de tales medidas: en la Argentina previa al golpe de 1976, el desabastecimiento de cosas tan elementales como fósforos o papel higiénico fue levantando un clamor popular para que alguien pusiera fin de una vez a semejante situación. “Curiosamente”, pocos días después del golpe todos esos productos reaparecieron rápidamente en las tiendas. Quien no entienda una verdad tan elemental como es la de que Estados Unidos no tiene el más mínimo derecho a asesinar presidentes y convertirse en el árbitro de nuestro mundo, es que está obnubilado con una visión maniquea de la historia.
Seguro que la carismática figura de Fidel, tan admirada por los pueblos de América Latina y del Tercer Mundo, tiene sus claroscuros. Pero, desde mi punto de vista, la causa última de tanto rencor hacia él hay que buscarla en otra parte: durante décadas, una isla tan diminuta y tan próxima al gigante estadounidense, fue capaz de defender aquello que para las élites globalistas es justamente el núcleo del problema, la soberanía y la dignidad de los pueblos; durante décadas, su carismático y sólido líder vio desfilar y pasar a la historia hasta once presidentes estadounidenses. Basta observar la doctrina que los hombres de las grandes familias financieras imparten desde los púlpitos de los medios globalistas. Un solo ejemplo, para no alargarnos más: el artículo de José Ignacio Torreblanca de hace tan solo una semana en El País, diario del que es jefe de Opinión. Su título: “Soberanía: yo te maldigo”. Por algo y para algo este joven y prometedor profesor (becario del Programa Fulbright Unión Europea-Estados Unidos; profesor en la George Washington University en Washington D.C.; investigador principal, Área Europa, en el Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales) es el investigador principal y director de la Oficina en Madrid del European Council on Foreing Relations.
Esta misma semana, el profesor de historia Ilias Iliopoulos escribía en Horitzons et débats: “Al comienzo de la década de 1990, Strobe Talbott, influyente líder de opinión estadounidense y antiguo secretario de Estado adjunto durante la presidencia de Bill Clinton, declaró al mundo entero el futuro triunfo de un gobierno mundial, dirigido por ‘una sola autoridad mundial’, alias Gobierno Mundial. El 20 de julio de 1992, publicó en Time Magazine: ‘Durante los cien próximos años, el estatus de nación tal y como lo conocemos será obsoleto: todos los estados no reconocerán más que una sola autoridad mundial’. […] se trata de la continua deconstrucción sistemática […] de valores y tradiciones comunes, desarrollados naturalmente en el curso de la historia, de identidades geo y étnico culturales, de la memoria colectiva, de lenguas nacionales, de ritos y de símbolos, así como de la tentativa de las élites supranacionales de imponer las normas y el comportamiento de la pretendida Gobernanza Global a todos los pueblos. Es evidente que este último término no es otra cosa que una nueva creación lingüística orwelliana y sofisticada para enmascarar el totalitarismo mundial post y supra nacional.”
Y quienes, como el comandante Fidel, no se someten a semejante Nuevo Orden Mundial, no son otra cosa que despreciables populistas. Pero como analiza certeramente Karl Müller, también en Horitzons et débats, sobre el término populismo: “se habla también de ‘demagogos’ (del griego demagogos), por el hecho de que, durante la guerra del Peloponeso, los electores de Atenas se dejaron convencer por oradores hábiles para lanzarse a guerras de resultados catastróficos. Observando la situación actual, solo se puede ser desconfiado hacia la utilización de tales nociones. Pues no son los ‘populistas’ actuales los que llaman a la guerra, la preparan y la hacen. Se trata más bien del Establishment y, desgraciadamente, hay que constatar que estas ‘élites’, que se denominan también ‘comunidad de valores occidentales’, han conducido a nuestro planeta a un impase catastrófico tanto a nivel político y económico como a nivel social y cultural.”