La verdad rara vez es pura y nunca es simple.”
—Oscar Wilde

Introducción

En un mundo donde la información es poder, la verdad se vende a menudo como una mercancía. Esta historia trata sobre Ruanda —sobre voces silenciadas, hechos tergiversados y una comunidad internacional más dispuesta a proteger sus propios intereses que a enfrentarse con la realidad. Los mercaderes de la verdad revelan el teatro político que se esconde tras la diplomacia y los medios de comunicación, donde poderosos intereses reescriben la historia y sacrifican la justicia.

Lo que sigue no busca únicamente sacar a la luz las historias olvidadas y silenciadas de Ruanda, sino también llamar a mirar con espíritu crítico los relatos que se nos presentan como incuestionables. La verdad no merece una mascarada: exige valentía, atención y la disposición de reconocer la cara oscura del poder —incluso cuando resulta incómoda.

Paul Kagame: arquitecto de una máquina de guerra

En el corazón de África se encuentra Paul Kagame, presidente de Ruanda, quien desde los años noventa se ha convertido en uno de los peones más astutos, cínicos e intocables del actual orden mundial neocolonial.

Formado en Estados Unidos y líder del Frente Patriótico Ruandés (FPR), Kagame llegó al poder por la vía militar tras su guerra de invasión y el genocidio de 1994. Las instituciones internacionales y los medios occidentales lo presentan como el rostro de una supuesta “historia de éxito africana”.

Pero detrás de esa imagen se oculta un régimen represivo: bajo su mando, Ruanda se ha transformado en un Estado policial, donde la oposición política, la prensa libre y el espacio cívico son sistemáticamente reprimidos.

El saqueo del Congo

Las guerras que de ello se derivaron —las dos guerras del Congo, la prolongada ocupación del este del país y la pérdida directa o indirecta de entre seis y diez millones de vidas (nadie lo sabrá con certeza)— no son desviaciones trágicas ni “daños colaterales”. 

Constituyen el resultado previsible de un proyecto geopolítico deliberado: el expolio sistemático de una de las regiones más ricas en recursos del planeta.

Coltán, oro, cobalto, casiterita, diamantes, uranio en la República Democrática del Congo –son los motores silenciosos de nuestros teléfonos móviles, baterías, satélites y sistemas de armamento. Y quién controla las minas del Kivu? Ni el Estado congoleño, ni mucho menos la población local. Son las empresas extranjeras, los señores de la guerra locales, las estructuras intermedias ruandesas –y los colaboradores congoleños– quienes manejan el negocio.

Complicidad internacional

El papel de Paul Kagame como supuesto “aliado estable” de Occidente lo ha protegido durante años de toda crítica internacional de peso. Está rodeado de una red protectora de alianzas diplomáticas, intereses estratégicos y grupos de presión perfectamente engrasados en Washington, Londres, París y Bruselas.

Incluso dentro de la Unión Europea y de las Naciones Unidas –donde se ha reunido reiteradamente abundante evidencia sobre graves violaciones de los derechos humanos y actos de terror– se mantiene una notable reticencia. Los informes desaparecen en los cajones, la terminología se suaviza, las responsabilidades se eluden.

La prensa internacional —que tiene acceso a fuentes y testimonios suficientes— sigue aferrada al relato del “reformador visionario” que trajo estabilidad tras el genocidio. Es una imagen alimentada por máquinas de relaciones públicas, intercambios diplomáticos y fuertes intereses económicos en la región.

La realidad sobre el terreno –la represión en Ruanda y las masacres en el este del Congo– apenas logra penetrar el debate público. Hay alguna crítica murmurada, sí, pero apenas logra articularse.

Los expertos en la región que se atreven a nombrar este lado oscuro –o a citar el célebre Informe Mapping de la ONU de 2010, que documenta más de seiscientas masacres perpetradas por tropas ruandesas en el Congo, algunas calificadas incluso de “posiblemente genocidas”– son ignorados, desacreditados o silenciados activamente. 

La presión diplomática, las maniobras geopolíticas y los intereses económicos resultan más fuertes que el clamor por la justicia.

Una nueva ola de anexión

Paul Kagame pretende ahora una nueva ola de expansión en África Central. La provincia congoleña de Kivu del Norte –tres veces más grande que Ruanda y rica en coltán, oro y otros minerales estratégicos– está, de hecho, ocupada.

La ciudad de Goma, un nudo logístico y económico vital, se encuentra completamente bajo el control del ejército proxy M23, respaldado por Ruanda. Esta milicia coopera abiertamente con las fuerzas armadas ruandesas bajo el pretexto de responder a “amenazas de seguridad”, pero en realidad sirve de cobertura para una anexión militar y económica sistemática.

La mirada de Kagame se dirige ya hacia Kivu del Sur. La ciudad de Bukavu —símbolo cultural, estratégicamente situada a orillas del lago Kivu y a un paso de la frontera con Burundi— también está infiltrada y controlada. Si la comunidad internacional continúa observando sin intervenir, se avecina un nuevo efecto dominó de reconfiguración de fronteras en África, impulsado por el poder, los recursos y el silencio geopolítico. Y todo indica que así será.

Mientras tanto, la comunidad internacional sigue envuelta en un silencio cómplice.

Las capitales europeas reaccionan con declaraciones prudentes y calculadas, como si quisieran evitar que el peso moral de sus palabras ponga en peligro sus intereses económicos. Hablan de estabilidad y cooperación, pero entretanto firman acuerdos, defienden intereses y envían emisarios que no formulan preguntas.

Kagame estabiliza el caos lo suficiente como para permitir las inversiones extranjeras y la extracción de recursos, mientras sabotea sistemáticamente toda reconstrucción de un poder central congoleño fuerte. Su agresión no sirve únicamente a sus propios intereses, sino también a los de quienes se ocultan tras él: multinacionales, socios estratégicos y planificadores geopolíticos.

No una tragedia africana, sino un fracaso occidental

Esta tragedia sangrienta –millones de muertos, violaciones atroces, cuerpos mutilados y almas quebradas– no es una catástrofe puramente africana. Es un fracaso inequívoco de Occidente. Europa, Estados Unidos y sus poderes financieros no son simples espectadores: son cómplices de esta pesadilla.

Su silencio es una elección consciente, una aprobación tácita de la tortura y el saqueo que allí tienen lugar.

Las armas que suministran, las milicias que apoyan, las redes diplomáticas que tejen: todo forma parte de un plan sistemático para controlar y explotar las riquezas del Congo, cueste lo que cueste.

La mano que entrega el arma es la misma que más tarde redacta el informe que lo disfraza. Pero no se trata solo de un fracaso de Occidente. También los Estados africanos desvían la mirada ante la masacre que se consuma en su propio continente. Algunos dirigentes incluso imitan a Kagame: repiten lo que sus antepasados hicieron, colaborando con traficantes de esclavos, traicionando y vendiendo a su propio pueblo al mejor postor. 

Esta es la amarga verdad: la tragedia está profundamente arraigada en un sistema de intereses, traiciones y poder alimentado tanto desde fuera como desde dentro.

Mientras esas fuerzas sigan anteponiendo el beneficio al valor de la vida humana –y mientras los líderes africanos no se atrevan a romper con los viejos patrones de sumisión y complicidad–, el continente permanecerá atrapado en una pesadilla que nadie parece capaz de interrumpir.

Emmanuel Macron y la reverencia ante Paul Kagame

Lo que se presenta como un “valiente reconocimiento” del papel de Francia en la tragedia ruandesa es, en realidad, un espectáculo diplomático perfectamente orquestado.
La llamada reconciliación que Emmanuel Macron busca no es más que una reverencia ante el régimen de Paul Kagame —un régimen que se sirve de la propaganda, la represión y las alianzas estratégicas internacionales para eludir la crítica y la justicia.

A día de hoy, la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya no ha emitido ninguna orden de arresto contra Kagame. Sin embargo, los partidos ruandeses de la oposición en el exilio han solicitado formalmente a la CPI que lo procese por crímenes de guerra cometidos en la República Democrática del Congo. La Corte confirmó la recepción de estas denuncias, pero subrayó que recibe cientos de comunicaciones de este tipo cada año y que todas se tratan con el mismo procedimiento. Hasta el momento, la CPI no ha encontrado tiempo para ocuparse de este expediente. Cabe añadir, con justicia, que Ruanda no es parte en el Estatuto de Roma –el tratado fundacional de la CPI– y por tanto no está obligada a cooperar con el tribunal.

Volvamos, sin embargo, a Macron.  Su visita a Kigali el 27 de mayo de 2021, y sus palabras sobre “la necesidad de reconocimiento, verdad y humildad”, fueron ante todo un intento de mejorar la imagen de Francia. Al mismo tiempo, Kagame fue presentado como un líder indiscutible, aunque su régimen es tristemente célebre por eliminar sistemáticamente a sus oponentes, reprimir la libertad de expresión y despreciar los derechos humanos más elementales.

Esta reverencia diplomática legitima un aparato de poder responsable de nuevas formas de violencia y represión, tanto dentro de Ruanda como en toda la región de los Grandes Lagos.

El escenario internacional se convierte así en una fachada donde el poder y los intereses pesan más que la verdad, la justicia y la conciencia histórica.

La verdadera reconciliación –la que exige justicia para las víctimas y plena transparencia sobre todos los crímenes– sigue pendiente. Hasta entonces, la “reverencia” de Macron ante un criminal de guerra no es más que un gesto triste y vacío: la confirmación de un statu quo político que silencia la voz de los oprimidos y de la verdad misma.

Entre la ira y la gracia

Considero a Paul Kagame el mayor asesino en masa que África haya conocido.

Ningún otro dirigente ha hecho matar a tantas personas, de manera tan deliberada y con tanta impunidad internacional –en Ruanda, en el Congo, en los campos de refugiados, en aldeas silenciosas y selvas olvidadas. Su régimen ha dejado tras de sí una estela de muerte y miedo, cuidadosamente disimulada por el encanto diplomático y una red mundial de amigos políticos.

Quien calla o aparta la mirada se hace cómplice de esta destrucción sistemática de vidas humanas. Pero ¿qué hacer con esa ira?

¿Qué hacer con ese fuego interior que se enciende cada vez que escucho un testimonio, leo un artículo o veo una imagen de lo que ha ocurrido y de lo que sigue ocurriendo? Confieso que soy incapaz de convertir en verdad las palabras de Jesús: “Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. 

Esa frase se me queda clavada como una piedra en la garganta. ¿Cómo perdonar lo inhumano ¿Cómo ofrecer perdón a quien no muestra arrepentimiento, a cuyas manos todavía se adhiere la sangre?

Jesús dice que ha venido por los pecadores; que los busca no para justificar su maldad, sino para levantarlos de su oscuridad. Pues bien, si eso es verdad –y creo que lo es–, que Él se encargue de este hombre, porque yo no puedo.

No quiero dejarlo únicamente en manos de la justicia, de los informes y los tribunales, pero tampoco quiero que la amargura anide en mi alma como una herida que supura.

Perdonar, simplemente, no puedo. 

Tal vez aquí comience la gracia: en reconocer que mi corazón no basta, que mis manos son demasiado pequeñas para sostener un peso así. Cristo sabe mejor que yo qué hacer con semejante culpa. Que Él la cargue, como cargó la cruz. Que lo mire como sólo Él sabe mirar: con ojos de justicia y misericordia, sin traicionar la verdad. Y que a mí, mientras no pueda, me guarde en esa tensión entre la ira y la esperanza, entre el clamor por justicia y el anhelo de paz.

Una audiencia llena de confusión moral

El 20 de marzo de 2017, el papa Francisco recibió en audiencia solemne en el Vaticano al presidente ruandés Paul Kagame.  Durante esta audiencia, el Papa expresó su “profundo dolor” por el genocidio contra los tutsis en 1994. Pidió perdón por los pecados y las faltas de la Iglesia y de sus miembros –en particular de los sacerdotes y religiosos– que “sucumbieron al odio y a la violencia, traicionando su vocación evangélica”. Casi me caí de la silla.

Estas palabras, conmovedoras en sí mismas, adquieren un sabor amargo cuando se considera a quién iban dirigidas: no a las víctimas –quienes más habrían necesitado oír ese consuelo–, sino a Paul Kagame, el tirano ruandés, el titiritero detrás de décadas de derramamiento de sangre.

Uno de los principales responsables, no alguien que pidiera perdón, sino alguien que lo recibía, antes incluso de rendir cuentas.

El hombre que, desde el 1 de octubre de 1990, desencadenó una corriente interminable de muerte y destrucción, no sólo en Ruanda, sino también en el vecino Zaire, la actual República Democrática del Congo.

Una comparación incómoda

Imaginemos lo siguiente: Qué diríamos hoy si el papa Pío XII hubiera pedido solemnemente perdón a Adolf Hitler por los “crímenes” de los judíos del gueto de Varsovia, o a los resistentes franceses que lucharon contra la ocupación nazi? En España, prefiero ni pensarlo.
Esta comparación no es arbitraria. Es dura, incluso amarga, pero toca el corazón de lo que debería ser el verdadero discernimiento moral.

Quien se adentra de verdad en los hechos —quien percibe las manipulaciones, la trama de intereses ideológicos y económicos, y desenmascara las mentiras masivas— verá que la historia de Ruanda y del Congo no puede contarse en blanco y negro. Las atrocidades del Frente Patriótico Ruandés no son menores que los horrores que decían combatir.

Resulta doloroso, por eso, que el papa Francisco, en sus declaraciones públicas, no haya reconocido en ningún momento el sufrimiento de las víctimas hutus. Millones de refugiados hutus –hambrientos, asesinados, violados, expulsados en nombre de la “paz”–. ¿Quién los ha contado? ¿Por qué siguen siendo, incluso en la oración del Papa, anónimos e invisibles?

Porque, desde hace treinta años, se nos ha inculcado una verdad oficial: los hutus son colectivamente “genocidas”, peligrosos para el Estado. No hay espacio para la matización, ni para la memoria, ni para la abrumadora documentación sobre los crímenes del propio ejército de Kagame. Tampoco hay lugar para la reconciliación. Su sufrimiento se niega, su sangre vale menos, su dolor es menos sagrado. 

Han sido colectivamente deshumanizados, borrados moralmente como una carga que conviene mantener lejos.

Sobre el silencio de Roma

¿Y qué decir de los numerosos sacerdotes, catequistas y sencillos aldeanos que fueron sistemáticamente asesinados por el Frente Patriótico Ruandés? ¡Y de los obispos que, al igual que sus rebaños, fueron exterminados sin piedad? ¿Y de los niños que murieron bajo las balas errantes de una guerra que oficialmente no debía tener nombre, pero que desató un infierno sin fin?

La ilusión de la diplomacia con guerreros

Llama la atención que no sólo al comienzo de la invasión del FPR, sino incluso hoy, muchos diplomáticos sigan hablando –y pretendan seguir hablando– con estos señores de la guerra, los Inkotanyi, sobre democracia y diplomacia, como si conversaran con colegas en los mullidos sillones rojos de los salones ministeriales. 

Como si se tratara de interlocutores civilizados dentro de las normas de los Estados y los protocolos. Pero los guerreros pertenecen a otro mundo –un mundo muy antiguo que no se sitúa dentro del nuestro, sino más bien al margen, como una realidad paralela.

Seguir dialogando no es en sí un error, siempre que se tenga conciencia de que el interlocutor es totalmente indigno de confianza.

Sin esa conciencia, el diálogo se convierte en una farsa donde el verdadero progreso es imposible. En realidad, las sanciones, el aislamiento diplomático y la presión dirigida tienen mucho más impacto que interminables conversaciones que rara vez conducen a algo y casi nunca producen consecuencias reales.

La cultura de un guerrero nunca puede ser la cultura de una civilización. No se deja atrapar en definiciones, normas ni ideales ilustrados. Lo que llamamos “cultura guerrera” no es una ideología, sino una manera de ser, una actitud vital. Como el amor, los valores o la belleza: no podemos definirla, pero la reconocemos cuando se manifiesta. Se impone con la fuerza de la violencia o del honor, pero nunca con la paciencia del diálogo. Y quien la confunde con la razón política corre el riesgo de entregarse –y entregar a su pueblo– a una lógica que nada sabe de paz.

Quien no reconoce esta diferencia, quien habla con guerreros como si fueran interlocutores reformables dentro de un proceso democrático, no sólo pierde su brújula moral, sino que corre el riesgo de hacerse cómplice de su lógica. La diplomacia deja entonces de ser un puente hacia la paz para convertirse en una máscara de la política de poder y del terror.

La moral del poderoso

Es esta moral autosuficiente del poderoso la que se ha elevado por encima del ser humano que sufre –una moral que, dócilmente y con un incomprensible rostro de póquer, se cierra a la realidad que arde en los márgenes de la sociedad.

Una masacre en silencio. Una realidad genocida que cada día se extiende más, invisible para el resto del mundo, que sigue escondida tras un velo de ignorancia complaciente. Hoy (2025) se habla de 250.000 nuevos desplazados en la República Democrática del Congo, una tragedia que se suma a las alarmantes cifras de más de seis o siete millones de desplazados anteriores. 

¡La clasificación de la indiferencia! Estos millones de muertos y millones de desplazados son los testigos mudos de un sistema que no sólo los ha abandonado en su miseria, sino que, en esencia, los borra. En una escalofriante jerarquía de indiferencia, que atraviesa la magnitud de su sufrimiento, cuentan para nuestra llamada Comunidad Internacional” aún menos que los sufrimientos del pueblo palestino –una trágica imagen de cómo las atrocidades de una región o de un pueblo pesan menos que las de otro, según los intereses políticos y los cálculos geopolíticos.

La sombra de la “comunidad internacional”

Esa llamada y nunca bien definida “Comunidad Internacional”  ese oráculo moral del mundo moderno– se presenta como salvadora de la humanidad, guardiana de los derechos humanos y mediadora de la paz.

Pero tras esa fachada solemne se oculta un cuerpo envenenado, profundamente arraigado en los horrores históricos y las manipulaciones geopolíticas del siglo XX. Su verdadera naturaleza quedó dolorosamente al descubierto también aquí, en la tragedia ruandesa, donde –con todas sus resoluciones, acuerdos de paz y declaraciones– observó, calló o incluso fue cómplice.

Es esa misma comunidad “incuestionable” la que el candidato al Premio Nobel Joan Carrero describe con acierto como La Hora de los grandes ‘filántropos’ : una era en la que el verdadero poder se disfraza de caridad.

Los responsables de haber permitido –y, en algunos casos, incluso apoyado estructuralmente– las campañas despiadadas del Frente Patriótico Ruandés (FPR) se esconden hoy tras máscaras de diplomacia y filantropía. Legitimaron el lenguaje de guerra de los inkotanyis como “liberación”, sus atrocidades como “transición necesaria”, su ideología como “progreso”.

Lo que en esencia fue una toma del poder militar –organizada, financiada y respaldada por aliados en Washington, Londres, Kampala, París y Bruselas–fue vendido al mundo como un proceso de paz. En los salones diplomáticos se hablaba de “reconciliación” mientras las fosas comunes seguían calientes.

En lugar de resistencia, hubo veneración: Paul Kagame se convirtió en el rostro de un nuevo orden africano, la encarnación de la eficiencia, la modernidad y la estabilidad, mientras su régimen eliminaba sistemáticamente a la oposición, empujaba a los refugiados de nuevo hacia la muerte y anclaba el terror interno en las propias instituciones del Estado.

Mientras tanto, la maquinaria propagandística funcionaba a pleno rendimiento. Hollywood y los grandes conglomerados mediáticos no produjeron historias de verdad, sino de justificación. La opinión pública no fue formada, sino manipulada; no fue interpelada, sino adormecida. Quienes osaron cuestionar el relato oficial –quienes hablaron del asesinato del presidente Habyarimana, del papel del FPR en la matanza, o de los procesos selectivos del TPIR– fueron tachados de revisionistas, negacionistas, incluso cómplices.

Los “respetables” académicos, periodistas y asesores políticos, profesores instalados en universidades y centros de pensamiento de Europa y Estados Unidos, actuaron como guardianes de esta mentira. En sus publicaciones y conferencias resuena el lenguaje del poder: “desarrollo”, “estabilidad”, “buena gobernanza” –términos que disimulan la brutal realidad del terreno. Los millones de víctimas del régimen –de Kibeho a Byumba, del Kivu a las cárceles de Kigali– permanecen sin nombre, porque no encajan en el relato de la Comunidad Internacional.

Pero llegará también para estos arquitectos del encubrimiento la hora de rendir cuentas.

El daño que han causado no es solo físico: no se trata únicamente de millones de muertos, sino de la destrucción del sentido moral, de la erosión de la verdad, de la degradación de la justicia convertida en instrumento diplomático.

Mientras esta mascarada continúe, el mundo seguirá deslizándose hacia un orden en el que la violencia se recompensa, el victimismo se manipula y la verdad es sistemáticamente silenciada.

Serge Desouter es el  presidente del Comité de todos los Institutos Misioneros cristianos de Bélgica, con rango de testigo ante el Tribunal Penal Internacional para Ruanda y experto en la historia de Ruanda. Es uno de los más profundos conocedores del dossier ruandés. Padre Blanco, vivió veintisiete años en África, dieciocho de los cuales en Ruanda. Con estudios en filosofía, teología, etnografía, zootecnia y veterinaria, ha escrito una decena de libros y un centenar de artículos sobre África en general y sobre Ruanda en especial. Ha sido consultor de organizaciones internacionales como la FAO, HCR, PNUD, FENU, etc., y fundador y miembro de varias ONG para el Tercer Mundo.

Foto: Serge Desouter

Ruanda, 20 años después: La falsificación de la historia (La voie de la vérité, 17.04.2014)