Imaginemos que más de veinte años después del golpe militar de 1976 en Argentina, un nuevo papa, sencillo y cercano a la gente, un jesuita en el que millones de cristianos habían depositado su esperanza, hubiese recibido solemnemente, con todos los honores propios de un jefe de Estado, con un apretón de manos y con una histórica sonrisa en el rostro, al general golpista Rafael Videla. Un general que, más de dos décadas después del golpe, aún seguía en el poder. Imaginemos que, sin haber recibido jamás a las víctimas de la represión de la dictadura, el papa hubiese implorado aquel día perdón a Dios por los crímenes de los Montoneros y de las demás organizaciones guerrilleras de aquella época. Y también, en especial, por los pecados y las culpas de la Iglesia y de muchos de sus miembros, refiriéndose de ese modo al papel jugado en todo ello por los llamados curas tercermundistas. De hecho, los fundadores de Montoneros eran militantes de la Acción Católica Argentina relacionados con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Sigamos imaginando que el papa no hubiese pronunciado ni una sola palabra sobre los crímenes, incomparablemente más numerosos, de la dictadura. Ni hubiese pronunciado una sola palabra sobre los obispos y otros eclesiásticos cómplices de ella. Ni hubiese pronunciado una sola palabra sobre los presos de conciencia que -en esta relato de ficción- aún existían en las prisiones argentinas en el momento del encuentro entre el papa y el general. Ni que tampoco hubiese pronunciado una sola palabra sobre los dos obispos y la casi veintena de sacerdotes asesinados por los golpistas. Es decir, ni una palabra sobre estos miembros de la Iglesia que no fueron culpables de nada, sino todo lo contrario: víctimas. Unas víctimas ausentes absolutamente en el discurso de autoculpabilidad de la Iglesia expresado por el papa ante el general. Sigamos imaginando que el papa tampoco hubiese pronunciado una sola palabra ni tan siquiera sobre el padre Carlos Mugica (asesinado por el jefe de la Triple A), que era miembro del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y que impartía clases de Teología en la Universidad del Salvador, de la Compañía de Jesús, por la época en el que el futuro papa era superior provincial de los jesuitas en Argentina. Como recordó años después Mario Eduardo Firmenich, uno de los fundadores de Montoneros, en la revista El Peronista, el padre Mugica enseñó que el cristianismo era imposible sin el amor a los pobres y a los perseguidos, así como sin la lucha contra la injusticia. Aunque, a la vez, afirmaba que estaba dispuesto a que le matasen, pero no a matar.
Pues todo esto es precisamente lo que acaba de suceder con el reciente encuentro en el Vaticano entre el papa Francisco y Paul Kagame. Si existen diferencias dignas de consideración entre este encuentro real y el que acabamos de imaginar, un encuentro figurado pero de un sorprendentemente parecido al del encuentro real, tales diferencias no se refieren a los elementos sustanciales de ambos relatos. Las diferencias serían más bien estas: la magnitud de las cifras (el número de los treinta mil desaparecidos, víctimas del golpe en Argentina, se multiplicó exponencialmente en la tragedia desatada en octubre de 1990 por Uganda y el Frente Patriótico Ruandés, el FPR, dirigido con mano de hierro por Paul Kagame; se multiplicó hasta sobrepasar el número de diez millones); la gravedad en la tipificación de los crímenes (los acontecimientos acaecidos en Burundi, Ruanda y el Congo constituyen, por su componente étnico, genocidios de gran magnitud); o la indiferencia internacional (el mundo casi no es consciente de la dimensión del pillaje en el Congo, ni de la extensión del fenómeno de las violaciones allí, ni de que eso siga sucediendo hoy, más de veinte años después del genocidio de los tutsis en Ruanda, que parece ser lo único importante sucedido en la región durante estas décadas). Quizá ahora, tras el relato figurado que acabo de exponer, se entienda algo de esta tragedia africana (que una propaganda y una distorsión sistemáticas han hecho casi imposible de comprender), así como la profundidad de la herida que el reciente encuentro en el Vaticano y las declaraciones que lo han acompañado han producido en tantos ruandeses.
Desde la versión que el FPR y los poderosos medios anglosajones han logrado imponer sobre lo sucedido en Ruanda, seguramente habrá quien se indigne de una comparación como la que acabo de hacer. Habrá quien se indigne de que haya comparado el número de treinta mil desaparecidos argentinos (una cifra incluso cuestionada por muchos que la consideran excesiva) con el del millón de víctimas del genocidio de los tutsis. Pero, en primer lugar, esta abultada cifra, la de un millón de víctimas mortales, es una de las grandes falsedades de la citada versión oficial. Y en segundo lugar, aunque sea cierto que las víctimas tutsis del genocidio deben haber superado en, como mínimo, diez veces a la cifra de las víctimas del golpe militar en Argentina, ¿por qué se niega el genocidio de los hutus, casi inexistente entre tanta propaganda pero con un número de víctimas que a su vez multiplica al menos por diez el de las víctimas tutsis (como mostraré más adelante)? Y seguramente habrá quien se indigne igualmente de que compare un genocidio con unos crímenes que no pueden tener una calificación jurídica de la misma gravedad. Pero también me referiré más adelante al hecho de que se pretenda minimizar, con la utilización de categorías jurídicas, el sufrimiento y la muerte de millones de hutus y congoleños, considerados secularmente como seres inferiores por parte de la arrogante élite feudal tutsi.
¿Cómo ha sido posible un error tan grave, verdaderamente histórico, por parte del papa Francisco, que es -estoy convencido de ello- un hombre de Dios? ¿Cómo ha podido caer tan de bruces en la trampa de la doctrina oficial de “el” (único) genocidio de los tutsis? ¿Cómo no hizo la menor referencia a los millones de hutus y congoleños víctimas del FPR de Paul Kagame? ¿Ni la menor referencia a los presos políticos que, como Victoire Ingabire Umuhoza o Déogratias Mushayidi, llevan ya más de seis años en prisión en Ruanda? ¿Ni la menor referencia a los cientos de sacerdotes, religiosos y catequistas asesinados por el FPR? ¿Cómo encajar a estos eclesiásticos asesinados, víctimas de las hordas de Paul Kagame, en el discurso de autoculpabilidad de la Iglesia pronunciado por el papa Francisco con motivo de su encuentro con este cínico criminal? ¿Cómo no hizo ni la menor referencia a los tres obispos hutus o a los misioneros extranjeros asesinados por órdenes expresas de Paul Kagame? ¿Cómo no hizo tampoco la menor referencia ni tan siquiera a su compañero de congregación y arzobispo de Bukavu, el jesuita Christophe Munzihirwa, asesinado por las tropas de FPR el 29 de octubre de 1996, es decir en el mismo inicio de su invasión del Congo?
Un asesinato nada casual, como el del padre Mugica. “Pedimos a los lobbies internacionales de los tutsis que dirigen Ruanda y Burundi que cesen de organizar la desinformación internacional con la finalidad de engañar a la opinión pública internacional”. Cuando más de dos décadas después releo estas proféticas palabras que costaron la vida al arzobispo jesuita de Bukavu, el monseñor Romero de África, cuando las releo en el marco de esta gran manipulación en la que incluso acaba de caer el mismo papa Francisco, su compañero de congregación, no puedo evitar un estremecimiento. Algo de todo esto lo explicaba en mi libro África, la madre ultrajada:
“Como unos años antes ya habían hecho monseñor Óscar Romero y los jesuitas asesinados en El Salvador, también monseñor Christophe Munzihirwa durante los meses previos a su asesinato había puesto el dedo en la llaga: los grandes intereses estadounidenses. Sus denuncias durante 1996 al ex presidente Jimmy Carter, al embajador de Estados Unidos o al secretario general de la ONU eran inequívocas y dejaban en evidencia las verdaderas claves de esta tragedia:
Pedimos a los lobbies internacionales de los tutsis que dirigen Ruanda y Burundi que cesen de organizar la desinformación internacional con la finalidad de engañar a la opinión pública internacional. Pedimos al Consejo de Seguridad de las naciones Unidas que revise su decisión de levantar el embargo de armas a Ruanda. […] ¿Es que no se ve una intención clara de hacer desaparecer a una parte del grupo hutu, y ciertamente a todos los intelectuales, que es lo que ocurrió de hecho en 1972 en Burundi y se está haciendo actualmente?
Tras expresar su extrañeza ante el hecho de que el Gobierno de Estados Unidos estuviese ayudando al de Kigali y de que 50 instructores militares norteamericanos estuviesen instruyendo a los soldados del Ejército ruandés que asesinaban a muchísimos agricultores hutus, Christophe Munzihirwa se preguntaba: ¿Cómo juzgar esta ayuda norteamericana empleada en asesinatos de poblaciones civiles inocentes? Ya antes, el 15 mayo 1995, en una carta al secretario general de la ONU, Boutros Boutros Ghali, el arzobispo expresaba sus temores, cuyo fundamento han demostrado los hechos posteriores:
El ala dura del régimen de Kigali practica una política de despoblamiento. Innumerables víctimas de arrestos arbitrarios y de venganzas se amontonan en las prisiones u otros lugares de detención. Allí mueren o desaparecen por la noche. Así dejan lugar para otros 1500 o 2000 nuevos arrestados cada mes. Los actos de genocidio perpetrados en Ruanda por el ala dura en el poder, y en particular la masacre de Kibeho, han mostrado el verdadero rostro del régimen de Kigali, y aún se podría temer un endurecimiento de la postura de los extremistas en el poder: su voluntad de eliminar el máximo de población hutu bajo la perspectiva de las próximas citas electorales.
Ante tan incómodo testigo de la verdad, los nuevos centuriones del nuevo imperio, ahora africanos, actuaron como los latinoamericanos: asesinando al mensajero sin el menor reparo. Y de nuevo el mundo miró hacia otra parte.”
Si queremos analizar con mayor profundidad como se puede haber llegado a un encuentro tan penoso y como se puede haber llegado a hacer unas declaraciones tan tendenciosas y lamentables, será inevitable tratar más adelante detenidamente aquellas causas que, desde mi punto de vista, pueden haber sido las responsables de tan histórico error.
En primer lugar estaría la enorme potencia de la falsaria versión de “el” genocidio contra los tutsis que se ha logrado imponer al mundo, versión que el Vaticano no parece haber sido capaz de atravesar. Me estoy refiriendo al fuerte y singular impacto que produjo en todo el mundo las masacres masivas de los tutsis (tan mediatizadas, a diferencia de las masacres también sistemáticas y numéricamente muy superiores de los hutus). Pero sobre todo a la enorme amplificación de ellas junto a la descarada distorsión del contexto general, todo gracias a una arrolladora propaganda que logró un extraordinario éxito. El periodista de investigación Charles Onana calificó esta doctrina oficial como “una obra maestra de la desinformación, una intoxicación perfecta”. Se trata de una propaganda cuya intensidad está absolutamente relacionada y es directamente proporcional a la magnitud de los intereses que están en juego en el África Central, y en el Congo en especial. Sin olvidar que se trata de una tragedia sucedida casi dos décadas más tarde que la tragedia argentina. Y que, por tanto, dado que la historia la hacen los vencedores, habrá que esperar aún el derrumbe de Paul Kagame y su sistema político-militar para que se dé una verdadera difusión, a plena luz pública, de las increíbles, incontables y ocultadas manipulaciones y barbaries que algunos ya conocemos.
Y en segundo lugar estaría el hecho de que el papa Francisco solo parece haber escuchado y tenido en cuenta en este conflicto a una de las dos partes de la sociedad ruandesa. Al igual que solo parece haber escuchado y tenido en cuenta a uno de los dos sectores de la Iglesia y de la misma Compañía de Jesús en aquella región. Sectores que ambos han sufrido traumas tan profundos como el de la masacre en el Centro Christus de Remera, en la que fueron asesinados tres jesuitas, ocho laicas consagradas del instituto Vita et Pax y otras ocho personas más; o el de la masacre en Gakurazo, en la que fueron asesinados el arzobispo de Kigali, dos obispos, nueve sacerdotes, un religioso, un joven y un niño de 7 años. Y cuando hablo de “la otra parte” no me refiero necesariamente solo a la mayoría hutu, sino también a un número cada vez mayor de tutsis, muchos de ellos de una gran relevancia, que ya han dicho “basta” frente a la agobiante opresión del régimen de Paul Kagame.