Es en el ámbito intraeclesial en donde, en mi opinión, también habría que buscar otros motivos por los que el papa Francisco habría recibido tan solemnemente a Paul Kagame y habría realizado unas manifestaciones tan desafortunadas. Unas manifestaciones que incluso podrían ser consideradas de sumisión frente a las psicopáticas acusaciones de este criminal contra la Iglesia y contra el mundo entero. Un mundo que los abandonó -dice- a ellos, las víctimas de “el” genocidio. La misma acusación, la de no proteger a los tutsis, con la que él y los suyos justificaron -y es tan solo un ejemplo- el asesinato de toda la cúpula de la Iglesia de Kabgayi. A pesar de que, en realidad, el personal de dicha diócesis salvó al menos a 30.000 personas.
Desde el inicio mismo de la colonización, la corte real tutsi, siguiendo su proverbial astucia y maquiavelismo a los que ya antes me referí, fue bien consciente tanto del importante poder que representaría la Iglesia en el futuro (sostenida por la potencia colonial de turno) como de la necesidad, por tanto, de controlarla, incluso desde dentro. Ya en 1907, es decir sólo siete años después de la llegada a Ruanda de los Padres Blancos, lo primeros misioneros, el tío real Kabare, que era el que verdaderamente ostentaba el poder, animó a los jóvenes tutsis a entrar en el catecumenado y en las escuelas. La respuesta fue masiva, de modo que se convirtieron en los catecúmenos y alumnos más numerosos y con más celo.
A su vez, la jerarquía eclesiástica buscó, al estilo de la evangelización de aquella época tan alejado del estilo propio de Jesús de Nazaret, la connivencia con la élite tutsi opresora y la cristianización de la realeza, a fin de que el pueblo la siguiese en el rito del bautismo. El primado de la Iglesia católica, monseñor Léon Classe, hasta sentía verdadera admiración por los tutsis y sus cualidades: astucia, capacidad de mando, etc. C. M. Overdulve, pastor holandés de la Iglesia presbiteriana que trabajó en Ruanda desde 1961, explica en su libro Rwanda. Un peuple avec une historie: “En una carta dirigida en 1912 a los misioneros de Marangara, en el centro del país, monseñor Léon Classe, primado de la Iglesia Católica en Ruanda, les reprocha su inclinación hacia los hutus, que entrañaba el riesgo de causar la oposición violenta de los jefes tutsis a la Misión y a la Iglesia. Y les ordena apoyar desde entonces a los jefes y enseñar a los hutus la sumisión como una virtud cristiana”.
El hecho de que los simples misioneros se viesen cada vez más afectados por el sufrimiento y las injusticias padecidas por la población oprimida (entre la que habría que incluir también a bastantes tutsis), con la que estaban diariamente en contacto, y apoyasen cada vez más sus justas reivindicaciones no puede ni debe ocultar esta histórica alianza entre la jerarquía de la Iglesia y la corte real. Por tanto, ya desde el comienzo, nos encontramos con la realidad de dos sectores en el interior mismo de la Iglesia. Bernard Heylen, religioso flamenco de los Hermanos de la Caridad, director del Grupo Escolar de Butare, en el sur de Ruanda, en el que se formó la élite tutsi tanto de Ruanda como de Burundi, escribía en 1994 tras el triunfo del FPR:
“Los mwami (reyes) tutsis de Ruanda y Burundi, con su corte y su red extendida de jefes y sub-jefes tutsis, fueron los instrumentos del régimen colonial. Las autoridades religiosas siguieron la misma política. Por cuanto la población tutsi era el poder generalmente reconocido (y temido) en Ruanda y Burundi, se creyó poder cristianizar a la población cristianizando a los jefes. […] A medida que la sensibilidad democrática y social de los misioneros y de los funcionarios coloniales creció, su repulsión por el sistema estatal tutsi, feudal, prevaleció por encima de las razones oportunistas que les habían llevado, al comienzo, hacia estos últimos.”
La versión oficial del conflicto, es decir la versión del FPR de Paul Kagame, afirma que la Iglesia estuvo enfrentada desde el inicio con los tutsis y que fue cómplice de los hutus. Pero se trata de una burda falsificación más de la historia. Se trata de nuevo de una versión sesgada. No se puede generalizar el hecho cierto de que algunos misioneros fuesen realmente cercanos a la gran mayoría oprimida y, mientras se niega el compromiso de la jerarquía eclesiástica con la realeza tutsi, concluir que la Iglesia fue desde el comienzo antitutsi. El más importante historiador ruandés, el tutsi Alexis Kagame, magnífico conocedor de las intimidades de la corte real por formar parte de ella, autor también de numerosos estudios etnográficos y lingüísticos, contradice de tal manera esta y otras muchas falacias del FPR, que una supuesta experta como Nicole Thibon se vio obligada a presentarlo como un activista hutu extremista y racista en un artículo tan panfletario que tan solo puede ser considerado como un “encargo” (“La Iglesia y el genocidio ruandés”, diario Público, 23 de marzo de 2010).
De la historia podemos obtener informaciones tan clarificadoras como la que se refiere a la declaración solemne de los doce altos dignatarios de la corte del mwami Mutara III Rudahigwa, el 17 de mayo de 1958, en respuesta al manifiesto de algunos intelectuales y activistas hutus reclamando un cambio social: “Podría preguntarse cómo los hutus reclaman ahora sus derechos al reparto del patrimonio común. De hecho, la relación entre nosotros (tutsis) y ellos (hutus) ha estado siempre fundamentada sobre el vasallaje; no hay, pues, entre ellos y nosotros ningún fundamento de fraternidad. Si nuestros reyes conquistaron el país de los hutus matando a sus reyezuelos, y sometiendo así a los hutus a la servidumbre, ¿cómo pueden ahora pretender ser nuestros hermanos?”. Tras una entrevista pedida por los líderes hutus, el mwami hizo la siguiente declaración, que es recogida por el profesor Pierre Erny en uno de los libros (una veintena) de los que es autor, el titulado Rwanda 1994:
“’Se nos ha expuesto un problema, y después de un atento examen declaramos: no existe ningún problema. Y que se guarden aquellos que dicen lo contrario […]. El país entero se ha coaligado a la búsqueda del árbol enfermo que produce los malos frutos de la división. Cuando sea encontrado, será cortado, arrancadas sus raíces y quemado para que no quede nada de él’.
Con ello volvía a amenazar de eliminación física a toda la clase política hutu. A partir de entonces, las autoridades belgas y eclesiásticas, viendo que la situación estaba bloqueada, variaron lentamente de posición. Si más tarde ciertos líderes hutus desarrollaron una lógica de exclusión y eliminación, no hicieron más que reaccionar a las intimidaciones proferidas inicialmente por la monarquía.”
Pierre Erny recoge algún otro texto de la más antigua literatura colonial que, como él mismo comenta, “leído hoy es al mismo tiempo indignante y de una extraordinaria fineza de observación. En su época, sin embargo, no sorprendía a nadie”. Se trata de un texto del gobernador general belga Pierre Ryckmans recuperado en la revista Grands Lacs, editada en Bélgica por los Padres Blancos: “Los batutsis estaban destinados a reinar. Su sola prestancia les asegura ya, sobre las razas inferiores que les rodean, un prestigio considerable: sus cualidades –e incluso sus defectos– les realzan aún más. Son de una sutileza extrema, juzgan a los hombres con una infalible seguridad, se mueven en las intrigas como en su medio natural. Orgullosos de ello, distantes, dueños de ellos mismos, raramente se dejan cegar por la cólera, descartan toda familiaridad, son insensibles a la piedad, y poseen una conciencia que los escrúpulos no atormentan jamás. No es sorprendente que los buenos bahutus, menos astutos, más simples, más espontáneos y más confiados se hayan dejado someter sin expresar jamás un gesto de rebelión […]. Tienen todas las características de la raza bantú”.
Incluso todavía en 1994, aproximadamente un 70% de los 400 sacerdotes nativos eran tutsis. La supuesta actitud y posicionamiento antitutsi de la Iglesia ruandesa es una ficción más de aquellas con las que el FPR ha distorsionado la historia. Como es también una ficción la supuesta idílica convivencia durante siglos entre las etnias hasta el momento de la llegada de los colonizadores, quienes habrían provocado -nos dicen- un conflicto étnico inexistente hasta entonces. Como son pura ficción otras muchas falsedades semejantes. Son las inacabables intrigas de la casta feudal tutsi y de sus sucesores. Son sus ficciones propagadas por todo el mundo por los “grandes expertos” internacionales y los poderosos medios de comunicación de los padrinos anglosajones de esta élite feudal tutsi. Unos padrinos que vieron en esta aguerrida, arrogante y astuta minoría étnica unos gendarmes ideales para la salvaguarda de sus intereses colonialistas. Tal y como lo habían visto también los primeros colonizadores.
Toda esta información histórica nos permitirá conocer algunas claves, movimientos e intrigas intraeclesiales que pueden explicar el reciente encuentro en el Vaticano y las declaraciones que lo acompañaron. Pero también nos permitirán comprender, un poco mejor aún, aquello que ya vimos en las tres partes anteriores de este artículo: lo sesgada que ha sido la petición papal de perdón a Dios, la plegaria en la que tan solo se imploraba perdón por el odio de algunos miembros hutus del clero. Y es que el odio de estos no puede ser considerado sin tener en cuenta las raíces de donde nace, no puede ser entendido sin tener en cuenta las ancestrales actitudes igualmente antievangélicas de la otra parte, la aristocracia feudal tutsi: la soberbia, la arrogancia, la conciencia de superioridad étnica…
Más aún, el odio por el que el papa Francisco imploró perdón a Dios no puede ser entendido sin tener también en cuenta el odio de la otra parte: el odio profundo hacia los plebeyos hutus, arraigado en la mente y el corazón de gentes como Paul Kagame. Aquel ante quien, paradójicamente, el papa Francisco pidió perdón por aquellos miembros de la Iglesia que cedieron al odio y la violencia. Las personas que lo han tratado de cerca lo conocen bien. Théogène Rudasingwa, exsecretario general del FPR, exembajador de Ruanda en Estados Unidos, y exjefe de gabinete del presidente Paul Kagame, afirmaba en su declaración efectuada en Washington, el 1 de octubre de 2011: “En julio de 1994, el mismo Paul Kagame, con su característica crueldad y mucho regocijo, me dijo que era responsable del derribo del avión. […] La verdad no puede esperar a mañana, porque la nación ruandesa está muy enferma y dividida, y no puede reconstruirse ni curarse sobre una base de mentiras. Todos los ruandeses necesitan urgentemente la verdad hoy”. Es un odio, el de Paul Kagame, que ni se molesta en ocultar, un odio que manifiesta públicamente. Un odio que le llevó a gritar hace un par de años, en un exaltado discurso multitudinario, que se arrepentía de no haber acabado con todos los cientos de miles de refugiados hutus en el Zaire. El hermano Bernard Heylen escribía también en el mismo artículo que cité anteriormente:
“A raíz de la independencia en 1962, Ruanda optó por un régimen republicano y (al contrario que Burundi), se produjo un consenso popular para echar al mwami mediante la revolución. Ruanda ya había hecho, a partir de 1959, la elección definitiva de una república [la realeza fue rechazada por más del 80% de los votos]. Gracias a la ayuda de la administración belga, la mayoría hutu había logrado ya, a pesar del dominio tutsi, expulsar a la administración tutsi por medio de una revolución. Es de esta época que datan las colonias de refugiados tutsis de Uganda, Burundi y Zaire. Fueron principalmente los jefes tutsis y sus familias los que, con todo su haber, atravesaron las fronteras.
Esta élite social, económica y política sigue siendo, sin embargo, una verdadera élite, tanto dentro de su país como fuera. En todos estos países donde llegaron los refugiados tutsis -con la excepción de Uganda- supieron mantenerse, de forma magistral, y a menudo ascendieron a funciones de dirigentes sociales, económicos y políticos en los países de acogida. Pensamos en personalidades como Bisengimana y muchos otros en Zaire, en los éxitos económicos de comerciantes tutsis en Bujumbura y en los núcleos elitistas en Nairobi y, más tarde, en todos los países europeos y americanos.
El drama que afecta actualmente a Ruanda encuentra sus raíces en el azar de la historia, que ha querido que los refugiados tutsis en Uganda [Paul Kagame y sus compañeros de la cúpula del FPR] fueran maltratados por los sucesivos dirigentes ugandeses en los campos de refugiados. La sucesión de Obote, Idi-Amin y, más tarde, otra vez Obote, significó para los refugiados tutsis una progresión que fue de mal en peor. Los tutsis que se quedaron en Ruanda, a pesar de algunos momentos de tensión y algunas explosiones locales de odio racial, tuvieron más posibilidades de desarrollo en ciertos sectores. Tanto con el presidente Kayibanda como con el presidente Habyarimana, los tutsis mantuvieron una fuerte presencia en el sector público y privado.
Pero la joven generación de tutsis refugiados en Uganda creció en el rencor. La imagen que tenía de Ruanda era la que le daban sus familias y parientes refugiados. Ella, pues, creció con sentimientos de odio, venganza y nostalgia. Cuando el hima [etnia emparentada con la tutsi] ugandés Museveni hizo una revuelta armada contra Obote, puesto otra vez en el poder por Tanzania, los jóvenes tutsis de estos campos se aliaron con entusiasmo con este dirigente hima. Formaron, entonces, el núcleo del ejército de los rebeldes. […] Museveni se convirtió en lo que es [el hombre fuerte de Uganda] gracias a la ayuda de los refugiados tutsis ruandeses y estos dispusieron entonces del ejército ugandés para incluir Ruanda en el sueño de un reino hima. Si situamos el conflicto actual en un marco más amplio, llegamos otra vez a la lucha por el poder entre las culturas hamitas y las culturas bantúes.
Cuando en 1990 los ‘rebeldes tutsis’ invadieron Ruanda, una obra maestra de ‘talk and fight’ (hablar y luchar) se desplegó. El ataque, bien preparado militarmente, fue superado, con mucho, por las jugadas de habilidad de la campaña de los medios informativos […]. Una campaña de difamación contra Ruanda, su presidente y la élite hutu fue orquestada de una manera tan tristemente grandiosa que, el país -que algunas semanas antes del ataque aún era visto como ejemplo de desarrollo honesto y cohabitación harmoniosa- fue calificado de régimen dictatorial asesino.”
Los problemas de la élite cortesana tutsi con la Iglesia llegaron cuando, coincidiendo con los años previos al Concilio Vaticano II, años de un anhelo de retorno a las fuentes y de una búsqueda de las necesarias reformas, la Iglesia realizó también en Ruanda una auténtica conversión evangélica liderada por otro auténtico profeta: el nuevo vicario apostólico André Perraudin. Un profeta que, al igual que el arzobispo de Bukavu, el jesuita Christophe Munzihirwa, no parece haber sido escuchado ni tenido en cuenta por la diplomacia vaticana organizadora del acto de desagravio a Paul Kagame y a la a etnia tutsi, la única etnia víctima -al parecer- de “el” genocidio. James Gasana, ministro ruandés de Defensa desde el 16 de abril de 1992 al 18 de julio de 1993, considerado por todos como un verdadero moderado, hacía en el año 2000 estos lúcidos análisis (“Nuevo frente contra la Iglesia”, Mundo Negro):
“¿Cómo imaginarse que, cuando hay una lucha por el poder, con recurso al instrumento étnico, el clero no sea una baza importante? ¿Es un azar si los tutsis constituyen el 67 por ciento del clero católico y el 90 por ciento de los Hermanos Josefitas, la congregación masculina más importante del país? […] El asesinato [llevado a cabo por el FPR] de los [tres] obispos católicos en [Gakurazo] Kabgayi marca el inicio de un intenso esfuerzo por denigrar a la Iglesia. Este ejercicio se inscribe en una revisión de la historia de Ruanda, cuyo objetivo es decir que el genocidio tutsi fue preparado durante decenas de años, y que la Iglesia católica, presentada como instrumento de la colonización belga, ha contribuido a su preparación. Así pues, esta Iglesia paga, no su apoyo sin reservas a la élite tutsi durante la administración colonial belga, sino el viraje que dio, a finales de los años 50, hacia un compromiso social en favor de los ruandeses pobres, hutus y tutsis, oprimidos por la monarquía feudal. Fue en esa época cuando comenzó a tener en cuenta las exigencias del Evangelio en el terreno de la justicia social. Adoptó, además, un enfoque social que le daba la fuerza para señalar a la injusticia por su nombre.”
El odio de las gentes del FPR hacia monseñor André Perraudin fue de tal intensidad que, el 4 de abril de 1999, cuando ya anciano se celebraba en Suiza una misa de acción de gracias por sus sesenta años de sacerdocio, llegaron a interrumpir la celebración llevando a cabo todo tipo de vejaciones. Tal odio se inició con su Carta pastoral o Sermón de cuaresma del 11 de febrero de 1959. Aprovechándose de la ignorancia de nuestro mundo sobre todos estos episodios históricos, la citada Nicole Thibon -y tantos otros de la que ella es solo un ejemplo- se atrevió a afirmar que “El sermón sobre la Caridad de 1957 de monseñor Perraudin y su carta pastoral racista de cuaresma del 11 de febrero indujeron directamente la ‘matanza de Todos los Santos’ de 1959, durante la cual paisanos armados de machetes quemaron las haciendas de los tutsis, dejando decenas de miles de muertos y no menos refugiados”. Sin embargo, las frases más “racistas” del célebre sermón, las frases más “incendiarias” que por fin, tras siglos de exclusión e injusticia, un alto representante de la Iglesia, un hombre bueno herido por el sufrimiento de los pobres, se atrevió a proferir frente a estas poderosas y opresoras élites fueron éstas:
“En nuestra Ruanda, las diferencias y las desigualdades sociales están ligadas, en una gran medida, a las diferencias de razas. La riqueza, de una parte, y el poder político e incluso el judicial, por otra, están en realidad, en una proporción considerable, entre las manos de gentes de una misma raza. […] como obispo representante de la Iglesia […] nos corresponde recordar a todos […] la ley divina de la justicia de la caridad social. Esta ley pide que las instituciones de un país sean de tal modo que garanticen realmente a todos sus habitantes y a todos los grupos sociales legítimos, los mismos derechos fundamentales y las mismas posibilidades de ascenso humano y de participación en los asuntos públicos. Instituciones que consagrarían un régimen de privilegios, de favoritismo, de proteccionismo, sea para individuos, sea para grupos sociales, no serían conformes con la moral cristiana. El odio, el desprecio, el espíritu de división y desunión, la mentira y la calumnia son medios de lucha deshonesta y severamente condenados por Dios.”
Sorprende que estos “expertos” que califican de racista esta Carta pastoral del 11 de febrero de 1959, una carta tan evangélica ,“olviden” la respuesta (que cité más arriba) de la corte real, esta sí profundamente racista, a los intelectuales hutus. Respuesta tan solo unos meses anterior (del 17 de mayo de 1958) a la carta del vicario apostólico. Se trata de una campaña falaz para criminalizar a la Iglesia, una campaña que no pretende otra cosa que criminalizar a quienes un día podrían hacer peligrar el control del poder por el FPR: la élite intelectual hutu, dentro de la cual el clero es un sector fundamental. Por el contrario, monseñor Aloys Bigirumwani, obispo tutsi de Nyundo, calificó la Carta de cuaresma del vicario apostólico como propia de un “maestro”, al tiempo que exhortaba a sus colaboradores a predicar en Pascua sobre la caridad cristiana a partir de la citada Carta. Posteriormente, ambos dirigieron conjuntamente a los fieles varias cartas que exhortaban a la práctica de la fraternidad y el diálogo entre todos los ruandeses, así como a la búsqueda de soluciones justas y pacíficas a los conflictos.
En desagravio a las ofensas recibidas por monseñor André Perraudin durante la celebración en Suiza el 11 de febrero 1999, James Gasana le dirigió días después una carta de apoyo, en representación de las Iglesias Protestantes Ruandesas en el exilio. En un fuerte contraste con las declaraciones públicas papales del pasado encuentro en el Vaticano, e incluso dejándolas en evidencia, en esta carta se pueden leer algunas inequívocas denuncias como la que se refiere a “la explotación inmoral de la tragedia del genocidio para los fines del monopolio étnico del poder”:
“En tal contexto [se refiere al racista posicionamiento de los notables de la monarquía unos meses antes de la carta del vicario apostólico], la Iglesia habría faltado a su deber profético si no hubiese proclamado alto y fuerte la enseñanza del Evangelio en materia de justicia y de relaciones sociales […].
Los representantes de las Iglesias protestantes ruandesas exiliados están persuadidos […] de que usted no ha cesado de condenar la injusticia y la opresión practicada por el grupo que sea. Constatamos que en lugar de trabajar por la reconciliación nacional, el nuevo régimen persigue sistemáticamente a todas las personas íntegras que se pronuncian contra las graves violaciones de los derechos humanos en Ruanda. Este régimen utiliza precisamente los medios de lucha deshonestos que su Sermón de cuaresma condenaba […]. Estos medios son ‘el odio, el desprecio, el espíritu de división y de desunión, la mentira y la calumnia’. A estos se añade la explotación inmoral de la tragedia del genocidio para los fines del monopolio étnico del poder.
Estos representantes condenan la campaña de calumnias lanzadas contra el digno obrero apostólico que usted es. Ellos alaban al señor por su coraje y por su compromiso en favor de la enseñanza de la ley divina y de la moral cristiana y le aseguran su apoyo fraternal.”
La pervivencia en la actualidad de este conflicto intraeclesial, que se da incluso en el interior mismo de la Compañía de Jesús, no es una suposición fantasiosa por mi parte: algunos de nosotros la conocemos directamente, incluso hemos recibido alguna reprimenda por algún alto cargo de esta congregación en aquella región africana por haber expuesto en el número 95 de los Cuadernos de Cristianismo y Justicia una moderada visión de los acontecimientos que no se ajustaba a la versión oficial (“El África de los Grandes Lagos: diez años de sufrimiento, destrucción y muerte”, Joan Casóliva y Joan Carrero, octubre 2000). Aún mucho más dolorosa y reveladora es otra anécdota: durante la noche que siguió al doble magnicidio del 6 de abril de 1994, los tres jesuitas de Remera que serían asesinados al día siguiente estuvieron festejando el terrible atentado. Lo conocí por un testigo directo, jesuita hutu, que quedó profundamente turbado por semejante festejo.
Que en el corazón de algunos miembros hutus de la Iglesia triunfase el odio étnico sobre la fraternidad evangélica, no es por tanto el único pecado de la Iglesia por el que el papa Francisco debería haber pedido perdón. Todo ese odio tuvo unas raíces históricas, aquellas raíces cuya denuncia ocasionó a monseñor André Perraudin tanta persecución y sufrimiento: el complejo de superioridad étnica de la aristocracia feudal tutsi, un complejo que incluso en muchos eclesiásticos tutsis triunfó sobre la fraternidad evangélica. Un sentimiento de superioridad étnica que está en el origen mismo de la enorme tragedia que se inició en toda la región en octubre de 1990 con la invasión de Ruanda por parte de los herederos de la nobleza feudal tutsi. Visto en este marco, el acto diplomático de desagravio de la etnia tutsi frente al liberador de “el” genocidio, Paul Kagame, y la parcialidad de las declaraciones papales, nos conduce a una conclusión evidente: el papa Francisco parece haber escuchado solo a uno de los citados sectores eclesiales, ha optado por el menos evangélico de ellos y se ha volcado a favor de la falsaria versión oficial de la historia y del presente.
Con el solemne y tendencioso desagravio del papa Francisco ante el criminal Paul Kagame, millones de ruandeses, cristianos convencidos (como el tutsi Déogratias Mushayidi, condenado a cadena perpetua o como Victoire Ingabire Umuhoza, condenada a quince años de prisión, o sus respectivas familias), han llegado a lo más profundo de las tinieblas. Han sido abandonados incluso por el sucesor de aquel Pedro que en estos mismos días de pasión abandonaba a su maestro. Y, lo que es aún más duro, como lo fue también para Jesús en su última hora: han sido aparentemente abandonados hasta por el Padre. ¿Qué otra cosa más terrible les puede suceder? Pero, precisamente por eso, porque han llegado ya al corazón mismo de las tinieblas, ya solo les queda esperar la llegada de la luz. La luz del Señor resucitado que, al final de esta misma noche de hoy, Sábado Santo, en este prodigioso continuum espacio-temporal de Albert Einstein, en este Hoy litúrgico intemporal, venció toda mentira, todo odio, toda muerte. Ya solo les queda esperar que, al igual que sucedió con la traición de Pedro, el histórico error del papa Francisco se convierta en causa de salvación. Esa será nuestra principal plegaria en la Vigilia Pascual que celebraremos en unas horas. La celebraremos en la confianza de que, dado que la entrega del papa Francisco al Señor Jesús es semejante a la de Pedro, esta dolorosa historia aún no ha acabado.
En todo caso, una cosa es cierta: cada vez está ya más cerca el triunfo de la Luz y de la Verdad. Ya está más cerca el momento en el que Paul Kagame caerá. Ahora, gracias a sus poderosos padrinos occidentales, parece invencible. De momento, la potencia de la falsaria versión oficial de “el” genocidio de los tutsis (el único genocidio), por el que el papa Francisco ha pedido perdón, impide entender lo que realmente pasó. Pero, antes o después, Paul Kagame caerá. Como cayó Rafael Videla, como cayeron tantos. Y a partir de entonces saldrán a la luz multitud de informaciones sobre increíbles barbaries que hoy son silenciadas. Es la constatación y la certeza a las que mahatma Gandhi se aferraba en los momentos de desánimo: “Cuando desespero recuerdo que, a lo largo de la historia, siempre han triunfado la verdad y el amor. Ha habido tiranos y asesinos que durante un momento pueden parecer invencibles, pero, al final, siempre caen. Tenedlo presente. Siempre”. Un día, la honda satisfacción de quienes se mantuvieron fieles a los más nobles principios no tendrá comparación posible con ninguna otra. Aquel día, el descubrimiento de que el camino, con todas sus penalidades, era ya la meta, no tendrá precio.
Cinco y siete años después, Isidro Uzkudun (10.06.2000) y José Ramón Amunarriz (13.05.2002) fueron asesinados por el FPR